Libros / Libro de asombros / Miguel Durán

Encontrar nuevos narradores en los semiáridos estantes de las librerías mexicanas no es tarea fácil; que se trate de autores con una propuesta interesante y original es algo mucho más raro. Es por ello que La memoria de las cosas, primera antología de relatos de Gabriela Jauregui (Ciudad de México, 1979), representa un feliz hallazgo.

     El libro reúne diecinueve textos agrupados bajo cuatro categorías: Vegetalia, Mineralia, Animalia y Artificialia. Se trata de un arreglo inspirado, según la propia autora, en los «gabinetes de curiosidades» o «cuartos de maravillas» de la Europa renacentista, en donde se reunían colecciones de seres u objetos extraordinarios o mitológicos. Se trata de una propuesta ambiciosa: lo mínimo que el lector esperaría es, precisamente, salir asombrado después de recorrer las páginas de este Kunstkammerde letras e imágenes. La curaduría de Jauregui logra fascinar casi de manera cabal.
     Un árbol que viaja por el cosmos a un ritmo milimétrico, las pesquisas de un artista en busca de sus creaciones, las inquisiciones en torno a coloridos osos de goma, animales y frutos apasionados (o apasionantes), biombos japoneses como objeto de la discordia y pelusas en el fondo de un bolsillo: los relatos de La memoria de las cosas son de una heterogeneidad sorprendente, oscilando entre lo evocativo y lo visceral, entre lo sublime y lo insufrible, entre la cotidianidad y la contemplación. Los temas más mundanos adquieren cualidades irreales en esta serie de elaborados textos que bien podrían considerarse como esbozos de sueños o fantasías desaforadas, más que como cuentos formales. La autora exhibe en cada página una imaginación vigorosa y exenta de inhibiciones, y si bien no todas las piezas que integran el conjunto poseen la misma trascendencia, la mayoría ofrecen efectivos momentos de sorpresa, humor, espanto y belleza.
     Jauregui posee un estilo singular, complejo, experimental, en la mejor acepción del término. Leyéndola, algunos giros y matices hacen pensar en precursores como Italo Calvino, Julio Cortázar o Felisberto Hernández, entre otros: así de ricas y diversas son las referencias e influencias perceptibles en este amplio recuento de tiempos, lugares y estados de ánimo: desde los basureros mexicanos, inseparable periferia de las urbes modernas, hasta los oscuros bosques del País Vasco durante la Guerra Civil española. Es también encomiable la (no tan) sutil alegoría presente en textos como «Oro negro», en donde se hace un corrosivo comentario sobre la realidad política mexicana (o mundial):
El Presidente lo recibió. Lo recibió con sus más allegados. Con los miembros más cercanos de su gobierno. Y con su mujer. Y algunas otras mujeres. Allí lo recibieron con pompa y circunstancia. Con gusto y esperanza.
     Lo invitaron y lo recibieron para que con el poder de su mente encontrara petróleo. Para que hiciera rico al país y de paso a ellos, un poco más.

«Pera cocodrilo», «Diamante recuerdo» o «Molusco» ejemplifican las hábiles piruetas verbales de las que es capaz su creadora, mientras va difuminando los límites entre prosa y poesía. Artifice consumada, su diestro manejo del lenguaje y su conocimiento de las infinitas posibilidades expresivas de cada palabra se presentan en brillantes acrobacias intelectuales que hipnotizan y maravillan por su enigmática complejidad. A lo largo del libro abundan oportunidades para que Jauregui se luzca encontrando la imagen más nítida y certera para el contexto en cuestión («la cabeza aguada, como nixtamal mal amasado»; «Su asfixia es para mí como un respiro de aire fresco»; «El biombo no es un espejo, pero bien podría serlo. El reflejo de mi familia. Es como si cada uno de sus bastidores fuera cada uno de nosotros»).
     Los episodios más extremos e inesperados son una constante a lo largo de la obra, a veces incluso dentro de una misma página, como en «Molusco», relato que abre Animalia, y en el cual se funden una especie de comedia de enredos con la habitual tragedia de los marginados y olvidados:
     Forjó siete caracoles de bronce el artista. Hizo un molde y los coló. Los pulió y los diseminó. Los mandó a que lentamente buscaran sus nuevos hogares, aunque carguen con ellos su casa a donde sea. Y luego él fue a cazarlos. Cacería urbana. La más clásica. Fue en busca de —una cacería como búsqueda, como adivinación. En los mercados de segunda. En los tianguis. En los puestos donde se venden artículos supuestamente robados. Una colecta, una indagación con el objetivo de encontrar, o no, a sus caracoles.

Así comienza una aventura intensa y alucinante en la cual la autora despliega algunos de sus mejores rasgos como narradora, dando como resultado un cuento que funciona casi a la perfección.
     La importancia de que Jauregui sea no sólo narradora, poeta y ensayista, sino además traductora, es capital. Esta experiencia contribuye a explicar la exitosa construcción evidente en el centenar y pico de páginas de La memoria de las cosas. Alguien que se gana la vida a través de la interpretación y transmutación de las palabras debe conocer a la perfección las portentosas distancias que éstas pueden recorrer, de manera lenta pero innegable, como el árbol cosmonauta del relato homónimo con el cual inicia este tour.
Como en los míticos recintos que inspiraron el libro, no todo en esta exhibición resulta admirable o excepcional: un par de mistificaciones son aparentes. «Estrategia de supervivencia» raya en lo anodino, casi un episodio de relleno equiparable a un tuit o a una actualización de estado. «Follaje» transmite la incómoda sensación de estar ante un borrador, una buena idea inconclusa. «Autobiografía» aturde y fastidia después de la segunda página. No obstante, estos defectos representan una minoría, una falla quizá inevitable en un proceso tan complejo y ambicioso.
     Al terminar La memoria de las cosas, el lector descubrirá que un puñado de imágenes se han adherido a su cabeza. Quizá incluso se vea sorprendido por esta permanencia, por esas ganas de volver al libro, de recorrer ciertos pasajes una vez más. Es, de hecho, el mayor atributo de este trabajo: su hipnótica capacidad para cautivar hasta al más reacio de los lectores, haciendo que las páginas fluyan como la arena, e invitando a las más diversas lecturas, interpretaciones y revisiones obsesivas.

La memoria de las cosas, de Gabriela Jauregui. Sexto Piso, México, 2015.

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