El legado británico en Medio Oriente y la sombra de Richard Burton / Naief Yehya

Siempre guardo un poco de admiración por los ingleses, por su conocimiento de la geografía y la historia, por hablar una docena de idiomas y haber no sólo desentrañado rituales y tradiciones de pueblos remotos, aislados, insulares y a veces hostiles, sino además haberse confundido con los nativos; por haber escrito miles de páginas en torno a las culturas más exóticas, por tener una inmensa apertura ante los tabúes y arriesgar la vida por el conocimiento. Lamentablemente, la manía de querer ver en todo sujeto británico el reflejo de Richard Burton es un poco una causa perdida. Quizás sea muy revelador que el mismo Burton declarara: «Inglaterra es el único país en el que nunca me siento en casa».

     No obstante, muchos tenemos implantada la necia idea de que, tras siglos de conquistas, colonias y aventuras en los cinco continentes, especialmente después de haber erigido un imperio en el que nunca se metía el sol, los ingleses habían comprendido cómo no invadir un país, cómo no intervenir en los asuntos de las naciones «en vías de desarrollo» y cómo respetar a ciertos pueblos indomables, por ejemplo los afganos, que en la primera guerra anglo-afgana (1839-1842) les propinaron una derrota humillante y catastrófica.
     Lamentablemente, las lecciones de la historia pueden ser olvidadas o, peor aún, reinterpretadas con la ayuda de «nuevos paradigmas» y grandes dosis de pánico moral y social. De tal manera, hemos visto en los últimos catorce años tropas británicas volver a los desiertos, tundras, escarpadas montañas y ciudades místicas que en tiempos de mayor cordura abandonaron con resignación. Cuesta trabajo aceptar que, en el mundo posterior a la Guerra Fría, el Reino Unido haya sido el socio más fiel de los neocones estadounidenses en su demencial «guerra contra el terror», de fatídicos y menos que miserables logros. En vez de convertirse en la voz de la razón y la experiencia tras los ataques del 11 de septiembre contra Nueva York y Washington, el gobierno británico optó por dejarse llevar por el groupthink (o pensamiento irreflexivo de grupo) y precipitarse a sumar sus fuerzas a un conflicto bélico punitivo sin objetivos claros ni estrategia de salida. Uno de los primeros atisbos de sabiduría llegó hasta abril de 2007, cuando el gobierno británico anunció que dejarían de referirse a esta guerra sin fin como «guerra contra el terror», ya que era un término menos que útil.
     Ojalá que esa constatación tardía se hubiera traducido en una corrección del camino; sin embargo, de poco sirvió. Y es que las huellas que el Reino Unido ha dejado en el Medio Oriente, particularmente a partir de la caída del imperio otomano, son profundas y sus consecuencias inmensas. Basta recordar la Declaración de Balfour del 2 de noviembre de 1917, que fue el primer paso para la eventual creación del Estado de Israel. El secretario del exterior, Arthur James Balfour, escribió al líder de la comunidad judeobritánica, Walter Rothschild, que el gobierno de Su Majestad apoyaría la creación de un Estado nacional judío en Palestina. De nada sirvió que, poco después, mentes más lúcidas entendieran las inevitables consecuencias que tendría semejante documento. Aquella decisión dio lugar a uno de los conflictos más graves y, podemos decir hoy, sin temor a sonar pesimistas, irresolubles del siglo xx y seguramente del xxi.
     El legado estadounidense y británico en el Levante es una pila humeante de ruinas, donde los sobrevivientes de las guerras, bombas y atentados tan sólo tienen dos opciones: someterse al control del nuevo califato o bien ocultarse, pelear o escapar de los fanáticos asesinos que han adoptado una forma del Islam tan brutal que parece una caricatura moldeada en las Cruzadas. Para estos engendros de la sharia y YouTube no hay límites éticos, ya que representan una mezcla de narcisismo, revanchismo e ignorancia que se debe tanto a las visiones medievales de una cultura guerrera como a la influencia de los videojuegos violentos.
     La guerra contra el terror podría haber sido un enorme triunfo para Osama bin Laden y sus huestes, de no ser por ciertos giros trágicos e irónicos en la política semigangsteril que ha quedado en lugar de los gobiernos dictatoriales de Irak, Siria, Yemen, Libia y Eritrea, entre otros. Bin Laden anticipó la reacción troglodita de los Estados Unidos e Inglaterra y el gigantesco dispendio militar que representaría (incluyendo los costos para la readaptación de miles de veteranos); acaso imaginó el deterioro social interno, el incremento en el racismo y temor hacia los árabes, así como las oleadas de imitadores y seguidores endiosados que intentarían convertirse en mártires para su causa. Era previsible que las atrocidades de la guerra se darían a conocer vertiginosamente en un mundo mediatizado e hiperinformado, y que éstas irritarían a la opinión mundial. En cambio, no era tan fácil prever el hostigamiento, el acoso y la persecución por parte de las organizaciones de espionaje en contra de la ciudadanía de todo el planeta, y mucho menos era posible imaginar la aparición de un grupo como el Estado Islámico, que va mucho más allá en sus convicciones religioso-criminales y está dispuesto a purgar a sus poblaciones de todo elemento y sujeto incómodo, aunque en su lucha deba confrontar a todos sus vecinos, amigos, enemigos, potencias regionales y planetarias, con la convicción de que no se puede perder cuando se pelea al lado de Alá. Ahí está el germen de su propia destrucción y de la evaporación de la obra de Bin Laden.
     Millones de muertos más tarde y con la crisis de refugiados más aterradora desde la Segunda Guerra Mundial (que, dicho sea de paso, el Reino Unido trató de ignorar hasta el último momento, y sólo al final accedió a absorber unos veinte mil refugiados en cinco años, lo cual es una cifra que debería ser motivo de vergüenza), no podemos más que lamentar que el espíritu de Richard Burton haya sido exorcizado de los círculos del poder británicos.

 

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