CINE / La enfermedad en el cine / Hugo Hernández Valdivia

Del drama individual a la catástrofe masiva, al cine le gusta asomarse a la enfermedad. O más bien usarla como pretexto (porque prefiere evitar el contagio, como se explica párrafos abajo), a menudo como un evento inesperado que busca provocar empatía y establecer un límite, físico o temporal, para apresurar o dar densidad a los acontecimientos que recoge la historia. Un recurso manido es el diagnóstico de un mal terminal, el cual no es raro que aparezca justo al inicio de la cinta. El catálogo de patologías es amplio, y lo mismo se estrenan cada cierto tiempo películas románticas habitadas por personajes moribundos (recientemente las salas se llenaron de sollozos con Bajo la misma estrella; décadas atrás Love Story fue generosa en la generación de lágrimas) que enfermos de sida (Filadelfia, El club de los desahuciados) o de cáncer (50/50; las españolas Mi vida sin mí y Camino); este año el melodrama se acordó del Alzheimer en Siempre Alicia (Still Alice, 2014), por la que fue oscareada Julianne Moore (porque para la Academia norteamericana la escenificación de la enfermedad representa un mérito histriónico, se diría que per se: no en vano una buena cantidad de actores que han dado vida a enfermos han obtenido el Óscar de la especialidad, como Matthew McConaughey en la mencionada El club de los desahuciados, y Eddie Redmayne, quien dio vida a Stephen Hawking —que padece esclerosis lateral amiotrófica— en La teoría del todo; tampoco falta un abanico de padecimientos que han sido apreciados por Óscar, como la parálisis cerebral del personaje interpretado por Daniel Day-Lewis en Mi pie izquierdo, o el autismo del hermano mayor de Cuando los hermanos se encuentran, a quien da vida Dustin Hoffman).
     Los acercamientos son variables. A veces se hacen desde el morbo, y somos testigos privilegiados del deterioro que provoca el padecimiento; a veces con pudor, para evitar mortificarnos por andar de mirones de las miserias ajenas; por lo general con distancia: no es frecuente que se busque hacer eco de lo que se registra, que la enfermedad también esté en el estilo, porque la intención es que el espectador se entere y sea sensible a los padecimientos (que se ponga en los zapatos del otro, mas sólo hasta cierto punto), pero no que los experimente (el que asiste a la sala es considerado como un cliente, y no es deseable hacerlo sentir mal —que para eso, por lo demás, ya está la vida—, pues se corre el riesgo de ahuyentarlo de las salas). Porque cuando las alteraciones a la salud resultan algo más que anecdóticas, cuando las consecuencias de la enfermedad trascienden la pantalla y lo que viven los personajes se convierte en experiencia para el que mira y escucha, la respuesta es más evasiva que reflexiva.
     Esto es particularmente notorio en las películas que abordan enfermedades mentales. Mientras se hace el esbozo de algunos rasgos que puedan caber en la normalidad, el espectador está dispuesto a identificarse con el personaje, pero apenas se cruza el umbral aquél «se baja» y, en el mejor de los casos, «le da la bendición» y deja al personaje seguir su ruta solo. Por ejemplo, en Cisne negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, el acompañamiento a Nina Sayers (Natalie Portman) se da mientras se perciben sus afanes iniciales para sobresalir en la danza y atestiguamos los abusos de su madre, pero en cuanto comienza a manifestar síntomas de esquizofrenia se lleva a cabo un distanciamiento: es raro que alguien acepte voluntariamente estar «del lado de la sombra», porque la enfermedad mental provoca desconfianza: existe una percepción desfavorable de la enfermedad mental (algunas alteraciones de la salud invitan a la solidaridad; otras al rechazo), como si fuera algo evitable, como si se encontrara porque se buscó. El que la padece es un caso aparte, alguien que no tuvo la fuerza suficiente para mantener la cordura. Es otro. (El resultado es inquietante porque el cineasta norteamericano propone una cinta subjetiva, y uno no puede distanciarse con tanta facilidad). Como sucede, por otra parte, con el adicto. De esto también se ocupa Aronofsky en otra cinta, Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000), en la que exhibe las consecuencias no sólo del consumo de drogas, sino de la exposición inmoderada a la televisión. En ambos casos las consecuencias son nefastas. No menos revelador es lo que ocurre con Perdida (Gone Girl, 2014), de David Fincher. Éste sigue a una mujer que concibe un plan maquiavélico para hacer pagar a su marido, entre otras cosas, porque no fue el hombre que ella proyectó construir. Aquí se hacen presentes algunos rasgos que no es descabellado ubicar en la normalidad (si es que existe tal cosa; tal vez sería preferible hablar de comportamientos más o menos generalizados). Sin embargo, algunos sectores del público prefieren ver ahí una conducta patológica, ajena a ellos. En la ubicación del límite se hacen transparentes las intenciones del cineasta y qué tanto éste pretende intranquilizar a su espectador. Pero también se visualizan los límites del que mira, su capacidad, su agudeza de observación en general, lo que al final constituye un ingrediente primordial para alimentar la identificación.
     La técnica cinematográfica provee una serie de herramientas prodigiosas para hacer visibles y audibles los síntomas de una enfermedad, para hacer tangible la ruptura de la salud. (Vale la pena traer a cuento el plano de trombón —una suma «que se contrarresta» de zoom y travel—, que Alfred Hitchcock concibió para dar más que una idea de cómo se vive el padecimiento que da título a Vértigo; o el dispositivo que diseñó Alexander Payne en Entre copas para dar cuenta de la embriaguez de su protagonista, en el que hace saltos a futuro, enlaza una serie de disolvencias y elimina la profundidad de campo). Pero también tiene la posibilidad de transmitir de forma fehaciente el malestar. La manipulación de la estabilidad en la cámara, del foco, del cromatismo, del registro y de los niveles sonoros y del montaje permiten generar malestar. Habitualmente el límite lo establece el desagrado, y rara vez se emplea este arsenal. Informar sobre la enfermedad y sus consecuencias es una cosa, pero apostar por el contagio puede ser una estrategia contraproducente: nadie va al cine a sentirse mal. No obstante, hay cineastas que han hecho de la enfermedad más que una temática, su adn. Es el caso del norteamericano David Lynch y del canadiense David Cronenberg. El primero sigue un patrón en el que al principio muestra lo que la razón quiere considerar para luego proponer una especie de «desdoblamiento» a lo que preferiría no ver; así ilumina la irracionalidad, donde afloran severos desfases y terribles disfunciones, como sucede en Mulholland Drive (2001), Inland Empire (2006) y otras. Cronenberg tiene entre sus constantes la patología que se hace física: en Crash (1996) el ser humano se va haciendo máquina; en Rabia (Rabid, 1977) el vampirismo deja de ser una fantasía; en Mapa a las estrellas (Maps to the Stars, 2014) exhibe a Hollywood como un ámbito propicio para hacer crecer males que, se diría, tienen su origen en la endogamia. De todas estas películas uno no sale indemne. El remedio, sin embargo, está también en el cine: en el blockbuster que se proyecta en la sala de al lado.

 

 

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