POLIFEMO BIFOCAL / Las escrituras íntimas / Ernesto Lumbreras

El umbral de lo prohibido y la curiosidad malsana alientan al lector de diarios, memorias y cartas. Casi como mirar por la celosía de una ventana a la vecina o abrir la correspondencia ajena que llega al buzón común del edificio. Con la culpa un poco atenuada frente a tales inmoralidades, nos acercamos a las páginas autobiográficas considerando que el autor de las mismas, en un despliegue de absoluto exhibicionismo, nos abre el portón de su vida pública e íntima de par en par. Ciertamente, la perspectiva de los escritores de memorias es la de ser leídos por las generaciones por venir y, en la mayoría de los casos, por sus contemporáneos a manera de un ajuste de cuentas. Sin embargo, hay casos doblemente memorables, en los que estos casi siempre mastodónticos volúmenes se publican post mortem, con la colaboración celosa y políticamente correcta de una viuda negra o de un familiar con derecho de sangre o notarial. En este rubro ominoso encontramos Me llamaban el Coronelazo (1977), la reconstrucción vital de David Alfaro Siqueiros, expurgada por la mano y el corazón de Angélica Arenal, su última compañera.
     Los estudiosos de estos géneros testimoniales suelen destacar una diferencia entre autobiografía y memorias. En la primera, el discurso prestigia las voces del yo en una suerte de monólogo introspectivo que sobreentiende el entorno; el protagonista es el pensamiento y sus diatribas para replicarse y objetarse a sí mismo. En tanto, en el libro de memorias somos testigos, gracias a un zoom que integra al personaje central y su contexto, de las vivencias personales y colectivas en una determinada época proyectada desde la subjetividad. En ese encuadre, Las confesiones de San Agustín califican como autobiografía, no obstante que, en cierto sentido, invaden el carril del diario. Ejercicios memoriosos como Ulises criollo (1935), de José Vasconcelos, y Confieso que he vivido (1974), de Pablo Neruda, arrojan, desde la vitalidad y la militancia, una película donde los autores son protagonistas de la Historia que narran, sí, con mayúscula de héroes que deciden y se equivocan sobre los asuntos del pueblo; dicho privilegio político, a pesar de todo, no desvanece al hombre de carne y hueso con su carga de vanidad, prejuicios y arrepentimientos. El mexicano tuvo la oportunidad de borrar y matizar algunos episodios en la segunda edición del primer volumen de su saga; el chileno dejó el manuscrito en manos de Matilde Urrutia, su viuda, durante los días aciagos de aquel septiembre negro de 1973, para que, en colaboración con Miguel Otero Silva, ordenara sus papeles. ¿Qué agregaron y qué suprimieron? Lo que se conservó en estas páginas, fuera de la megalomanía nerudiana, es una fascinación que nunca mengua —inocencia multiplicada por el asombro— frente a la belleza, encarnada indistintamente en la mujer, en la naturaleza, en la justicia social y en la poesía.
     La variante de la conversación consuetudinaria entre un escritor y su admirador ha dado a la letra impresa una serie de obras maestras en el arte de la autobiografía. Las piezas ejemplares son Poesía y verdad. Conversaciones con J. W. Goethe,de J. P. Eckermann,y La vida del Doctor Samuel Johnson,de James Boswell. Inspirados en estos modelos, ya en el siglo xx, un jovencito Adolfo Bioy Casares fue anotando las innumerables conversaciones sostenidas con Jorge Luis Borges a partir de 1947; esas charlas demoradas y entusiastas, nutridas de lecturas y chismes, de erudición y maledicencia, fueron pasadas en varios cuadernos por el alumno brillante del ya célebre autor de Historia universal de la infamia. Con el paso de los años, ese material excepcional se convertiría en ese monumento, tanto físico como literario, llamado Borges (2007).
Se ha comprobado que en los países con tradición católica, dados al confesionario y a la culpa, la literatura testimonial es escasa y con resultados pocos meritorios. En México, casi siempre, para rebatir esta apreciación, se sacan a relucir las Memorias de Fray Servando Teresa de Mier; Memorias de mis tiempos,de Guillermo Prieto; La feria de mis días,de José Juan Tablada; El hombre del búho y La apacible locura,de Enrique González Martínez, y la tetralogía vasconcelista. Efectivamente, apenas unas cuantas piedras con las cuales no edificamos un puente que nos permita cruzar el río turbulento de la vida escrita —escritura vital que aspira a perdurar más allá del anecdotario— en nuestra literatura.
     Sin embargo, desde el género de las cartas, los diarios y los libros de viaje, es dable levantar y enriquecer una tradición testimonial en México si sumamos a las obras citadas, por ejemplo, las Cartas de relación de Hernán Cortés; la Crónica de la verdadera conquista de la Nueva España,de Bernal Díaz del Castillo; la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz,de Sor Juana Inés de la Cruz; los Apuntes del cura José Miguel Guridi y Alcocer; los libros de viajes de Manuel Payno; el Diario y las Impresiones y recuerdos de Federico Gamboa; el Diario de Tablada; las Memorias de Victoriano Salado Álvarez; las notas autobiográficas y los epistolarios de Amado Nervo; el Diario de Alfonso Reyes, que se viene publicando en fechas recientes; las autobiografías Tiempo de arena,de Jaime Torres Bodet, y Juntando mis pasos,de Elías Nandino; las Cartas a Clementina Otero,de Gilberto Owen; los múltiples epistolarios de Octavio Paz; las cartas recogidas en Aires de las colinas,que Juan Rulfo le escribió a Clara Aparicio; el volumen Memoria y olvido de Juan José Arreola,a cargo de Fernando del Paso; El arte de la fuga,de Sergio Pitol…
     Se pregunta el personaje de Diario de un libertino,de Rubem Fonseca: «¿Debo apuntar todo lo que me sucede cotidianamente? ¿Registrar las grietas que descubrí entre los dedos de mi pie derecho y el antimicótico que estoy usando?». El tema de la autocensura y el pudor en los diarios y en las memorias, de sus fronteras nómadas, corresponde al orbe de lo bizantino. El propio Giacomo Casanova, a falta de una revisión meticulosa, quemó el último volumen de sus Memorias. La indiscreción absoluta de Samuel Pepys, por supuesto, se cuece aparte; la historia particular de su Diario, escrito en clave, nos entregó un documento excepcional para conocer la vida de un cortesano inglés del siglo xvii, desinhibido a la hora de detallarnos sus bajas pasiones y mezquindades, objetivo y minucioso al referirnos los intríngulis del poder, ameno y emocionado al confiarnos los pequeños hallazgos de su vida cotidiana y los grandes temores frente a la enfermedad y la muerte.

 

 

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