Enfermedades / José Miguel Oviedo

Con las manos ocupadas con un montón de libros que quiero trasladar a otro lugar, me distraigo, tropiezo con un mueble y caigo al suelo. Los libros salen disparados por todas partes, pero lo peor es que me golpeo la espalda contra la pata de una mesa metálica y me cuesta gran trabajo ponerme de pie. Siento un agudo dolor en las vértebras lumbares y, cuando quiero dar unos pasos, siento que apenas puedo hacerlo. Me aplico un ungüento para aliviar el dolor, que es como dardo helado y punzante, y me voy a la cama en cuanto puedo.

Al día siguiente apenas puedo moverme y, como tampoco me es posible manejar, llamo un taxi para ir al médico. En el consultorio de crujientes pisos de madera espero un buen rato, tratando de distraerme con un libro de poesía. Al fin aparece el médico, un hombre afable y algo nervioso, y le cuento mi historia.

Me quito la camisa para que él palpe la región afectada y, cuando sus dedos pasan sobre mis vértebras lumbares, no puedo contener un aullido de dolor. Me da una diagnosis preliminar, pero me dice que debo someterme de inmediato a un test de resonancia magnética. Me tienden en una camilla rodante y me llevan a una espaciosa habitación donde una enfermera de raza negra y monumentales nalgas me tiende boca arriba en el aparato que realiza el test. Me dice que permanezca absolutamente quieto y me pone unos tapones en los oídos para reducir el ruido que la máquina produce. Aprieta un botón y siento que mi cuerpo se desliza por una corredera dentro de un espacio estrecho que se parece a un ataúd. Me siento como enterrado vivo y recuerdo un célebre cuento de Edgar Allan Poe. Oigo la voz de la enfermera como desde un lugar remoto, me pregunta si me siento cómodo y le contesto absurdamente que sí. El testcomienza y siento un golpeteo de ritmo cambiante sobre mis sienes. Media hora después el ataúd se abre y emerjo como si hubiese vuelto a nacer. La enfermera reaparece y me anuncia que el médico verá las pruebas y decidirá si me operan o no. La fatiga o el aburrimiento de la espera me producen una especie de sopor al que cedo cerrando los ojos.

El médico me muestra las placas del testy me comunica la mala noticia: tendrán que operarme y cuanto antes mejor. Al día siguiente entro en un laberinto de acciones y requerimientos burocráticos; por ejemplo, me preguntan decenas de veces cuál es mi nombre completo y lo confirman mirando la pulsera de plástico que me han colocado. Me inyectan en ambos brazos, siento progresivamente que mi cuerpo es un objeto inerte que ya no me pertenece y dejo que hagan con él lo que quieran. Cuando abro los ojos percibo lentamente que estoy en un lugar que no reconozco. En la penumbra veo que tengo los brazos y las piernas entubados, que a mi izquierda hay una botella de suero y un gabinete que registra los latidos de mi corazón con un sonido constante y una luz parpadeante.

Cuando el médico considera que el implante de titanio no presenta problemas, me pasan a la planta general. Los días, las semanas pasan con una pesadez insoportable, como si estuviese cumpliendo una condena de cárcel. Vuelvo a casa con un andador y un enojoso corset de plástico. La visita de algunos amigos y parientes alivia la mortal monotonía de mi convalecencia. Un día aparece F., a quien no había visto por un largo tiempo. Conversamos animadamente y le digo que cuando me sienta mejor los invitaré a ella y a su marido, S. Ella asiente y poco después se despide.

Cuando, semanas después, la llamo y quedamos en vernos para ir a comer a un restaurante, cuyo menú sé que les va a encantar, me sorprende no ver a S. Ella me explica, un poco incómoda, que él sufre ahora de una terrible depresión, que casi no sale de casa ni ve a nadie. Escucho esto genuinamente apenado porque S. es un músico espléndido, aparte de un gran conocedor de literatura, de historia y de los presocráticos, alguien de cuya conversación aprendí muchísimo. Las medicinas que toma no le hacen mayor efecto, tal vez porque él no considera que las necesita. Le digo a F. que el primer gran síntoma de la depresión consiste en negarla y que además no hay verdadero remedio para eso, porque la edad avanzada es la verdadera enfermedad incurable. «Vivir mata», le digo, y ella se sonríe suavemente. El tiempo ha pasado también para ella: de la dulzura de su rostro, lo único que no ha desaparecido del todo es el brillo incandescente de sus ojos, que parecen tener una cualidad casi líquida. Me cuenta que le encontraron un tumor, que la sometieron a radiación y que ahora se siente mejor con unas medicinas que está tomando, pero que tienen el desagradable efecto de producirle una terrible sequedad en la boca. «Eso confirma», le digo, «mi teoría de que las medicinas pueden fallar, pero lo que nunca falla son los efectos secundarios». De pronto me dice: «Hazme reír. Cuéntame una de esas bromas o chistes que me hacían llorar de risa». Le pido que me espere un momento mientras bebemos de nuestras copas de vino blanco. Le digo que le voy a contar el único que logro recordar en ese momento.

La profesora de la clase de zoología anuncia a sus alumnos: Hoy vamos a hablar de un animal muy curioso: la hiena. Este animal se caracteriza por tres rasgos principales: sólo come carroña, tiene la boca marcada por una permanente sonrisa y se aparea una vez al año. Jaimito, el niño siempre genial de la clase, levanta la mano
y pregunta a la profesora:

—Si ese animal come mierda y coge sólo una vez al año, ¿de qué carajo se ríe?

F. estalla en una risa histérica y con la mano vuelca accidentalmente su copa de vino blanco sobre mi pecho. El frío del líquido me invade la piel y trato de enderezar la copa. Al hacerlo me sorprende que mi mano palpe un vulgar vaso de plástico que contiene agua. Más me sorprende que no esté con F. en el restaurante, sino recostado en una camilla al lado de la máquina de resonancia magnética. Lentamente me doy cuenta de que no me han operado y que ni siquiera sé si lo harán. Trato de mantener los ojos abiertos para no volver a soñar con cosas tristes o tontas.

 

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