Orquídea de duodeno /Hipólito G. Navarro

La primavera suele adelantarse en las tierras del sur por lo menos un mes, adelanto que a Esteban le trae, inevitablemente, junto con el aroma de azahares nuevecitos, las punzadas antiguas y conocidas de su úlcera. El sur de Esteban es grande, pero él se instala en un punto diminuto que en los mapas dibujan al lado de la palabra Sevilla. Esteban es mucho más pequeño que ese punto, pero a la vez también es grande, y en su mapa particular, en el punto al lado de donde debe decir duodeno, se instala su úlcera, que florece en esa primavera adelantada con pétalos de ardor, cálices de ácidos y estambres de relámpagos.
      Como este año la primavera se ha venido a Sevilla casi dos meses antes, la orquídea duodenal de Esteban está que salta de alegría; no así Esteban, que aparte del dolor le duele ver su puré de patatas y su pescado en blanco al lado de la sopa de mariscos y el solomillo al whisky de Gabriela, que come a su lado diciéndole no me mires, que es peor.
      Al cabo de dos semanas de Gelodual, Winton, Gefarnil y Gastrión, tres después del almuerzo —verduritas en puré, Gabriela champiñones al ajillo con mero a la crema de almendras—, dos antes de la cena —sopita de pescado, Gabriela mejor no decirlo—, una al levantarse y otra antes de dormir, al cabo de esas dos semanas que le parecen años, Esteban decide hablar seriamente con su úlcera, pero ¿cómo?
      En la merienda del día que hace las tres semanas, Esteban saca de la bolsa Bimbo dos rebanadas de pan para un sándwich de queso fundido; con el cuchillo extiende la crema blanca hasta dejar la superficie tan lisa como un papel, y ahí le llega la bombilla, trescientos vatios de esperanza: de la caja de costura de Gabriela saca una aguja con su hilo preparado para trabajarse los calcetines en el huevo de plástico, se va a la cocina y escribe en la superficie de queso: ¡Úlcera, querida mía, deja ya de joderme y vete a otra parte, que esta primavera va a ser muy larga y te vas a aburrir ahí abajo!
      Esteban coloca tan contento la otra rebanada de pan encima sin advertir que se deja dentro la aguja con su hilo. En el primer bocado todo va bien, en el segundo son ya más palabras de queso las que buscan los itinerarios de su mapa interior, y en el tercero viene el contacto frío del metal y dos premolares, la aguja que está a punto de clavarse en su encía pero que al final se dobla y es tragada con su hilo mientras Esteban se dice vaya tropezones duros que tiene este queso, me va a partir una muela, y así hasta el final, hasta que la última letra del mensaje se encamina garganta abajo hacia la oscuridad, pliegues suaves, un gorgoteo de fluidos que se oye más abajo, casi a la entrada del estómago.
      Esteban se sienta a esperar resultados, convencido de que en diez años la úlcera habrá aprendido por lo menos a leer, y la respuesta llega rápida, un latigazo bestial, una puñalada en ese punto florido; le sube un mareo de montañas rusas, un sabor a sangre en la boca, y un vómito llamando al timbre de su garganta urgentemente para que se vaya a la taza del water, corriendo.
      Cuando Esteban ya lo ha echado todo, de rodillas en el suelo, un hilillo de saliva le queda colgando remolón, pero no se suelta, no se suelta hasta que lo coge con dos dedos y comprueba que el hilillo tiene más bien consistencia de hilo, y tira de él, siente un nuevo volumen ardiendo en su garganta, tira más fuerte, y tras el hilo viene una aguja doblada que ya es anzuelo, que convierte a Esteban en pescador sujetando el hilo y admirando esa orquídea que ya no es úlcera, y que merecería una foto, Esteban pescador, primavera rendida a sus pies, flor definitiva.

 

 

Comparte este texto: