Güelfos y gibelinos / Basilio Sánchez

 

Mis confidencias con la muerte
se reducen a un cruce de miradas,
lo demás es oficio.

«Güelfo entre los gibelinos, y gibelino entre los güelfos». Así define a Dante su biógrafo francés, Louis Gillet, para condensar las frustraciones y fidelidades de su existencia y para recordarnos las circunstancias de su infancia en el seno de una familia güelfa arruinada que había visto cómo, en el año que siguió al del nacimiento del poeta, el enfrentamiento entre ambas facciones en la Toscana se había resuelto con la victoria de los partidarios del Sacro Imperio Romano.
     ¿Sería muy aventurado, salvando las distancias, proyectar esta doble condición del florentino sobre la sombra del poeta que se ve obligado a justificar, ante sus contemporáneos, esa otra dualidad en la que viven inmersos los escritores que no ejercen socialmente labores estrictamente literarias?
     En una ocasión, el poeta peruano Vladimir Herrera me confesaba que siempre le habían inquietado los poetas médicos y los médicos poetas. Reconozco que el asunto no ha sido de poca preocupación para mí, que me he pasado media vida ocultando a unos mis pretensiones líricas y a los otros mis luchas cotidianas con la fisiología de la existencia.
      Creo haber escrito en un poema que «en mi casa hay un metro cuadrado para el hombre que escribe y para el que no escribe». Quiero decir con esto que aunque ambos, el médico y el escritor, compartamos un mismo territorio, éste, en su angostura, aún puede permitirnos convivir sin mezclarnos. Desde que tengo uso de razón literaria, he procurado que los médicos no me tuviesen por un buen poeta ni los poetas por un buen médico. Es más, siempre que he podido he evitado mencionar mi profesión en las publicaciones del ramo por el temor a convertirme, a los ojos del profesorado literario, en un advenedizo, un amateur o un autodidacta (como si se pudiera llegar a ser poeta de otro modo). Y por si esto fuera poco, y a tenor de la idea que aún tienen sobre la poesía muchos de mis compañeros de profesión, ¿qué podrían esperar ellos de un colega que, hurtándose a las exigencias intelectuales que demanda el ejercicio de la medicina, se empecina con enamoradizos libros de poesía y, lo que es aún peor, él mismo los escribe? ¿Qué enfermos querrían ponerse en manos de alguien que hace ripios, y que es muy probable que en las noches tormentosas se pasee frente a la ventana de su habitación con los ojos poseídos de los románticos y la fiebre sublimada de los místicos?
     Cuando a Miguel Torga le preguntaban por qué la medicina producía tantos escritores, solía responder que no era porque la medicina los generase, sino porque ésta se limitaba, sencillamente, a conservar este don en los que habían nacido con él, que no es poco; que al contrario de otras profesiones, que ahogan en el individuo el espíritu de aceptación y comprensión de sus semejantes, la medicina lo favorecía y preservaba. Y proseguía: «El médico, como tal médico, no puede cerrar las puertas de su alma ni apagar la luz de su entendimiento. Todos los seres humanos recurren a él a todas horas: el que sufre, el que finge, el que tiene miedo, el que desvaría. Y únicamente la gracia de una cierta dimensión afectiva mental le permite corresponder eficazmente a tantas y tan diferentes llamadas. Ahora bien, esta dimensión está implícita en la condición del artista, el más receptivo y el más perceptivo de los mortales. Por eso, cuando la casualidad superpone a una vocación creadora una condena al ejercicio clínico, no hay dramas sangrientos. La pluma que escribe y la que prescribe cohabitan armoniosamente en la misma mano».
     Vocación literaria, en el sentido de llamamiento o inspiración divina, no la he tenido nunca. La lectura fortuita de algunos libros de poemas en un momento especialmente susceptible de mi vida me indujo, a una edad relativamente tardía, a intentar emularlos con la escritura de unos versos tan voluntariosos como cándidos. Pero lo cierto es que tampoco tuve nunca una clara vocación por la medicina, que fue una decisión de última hora avalada por mis fracasos con la lengua y la literatura en mis años de estudiante de bachillerato. Frente a ellas, las ciencias se erigían como la única salida natural para mi futuro, y, entre todas, la medicina, que por su carácter humanitario y de disposición hacia los demás conseguía colmar también aspiraciones mías de otra índole.
     Con los años me he ido convenciendo de que tanto en la medicina como en la literatura se establece una relación de ayuda. De que ambos, los médicos y los escritores, proyectan sombras chinescas en las paredes de las grutas, que pueden ayudarnos a encontrar el camino de la salida. El médico ausculta al enfermo sentado junto a él. ¿No es también la escritura una forma de escucha, de atención minuciosa a los murmullos imperceptibles de las cosas, a su respiración y sus latidos?
Con el paso del tiempo, casi sin darme cuenta, me he ido liberando de mis viejos complejos y he empezado a apreciar lo que la medicina y la poesía han podido aportarse en mí mutuamente. Al margen de lo que la formación científica, por su esencial objetividad, pueda añadir de rigor a la escritura («Ésa es la ocupación del poeta. No hablar en vagas categorías, sino escribir de lo particular, como trabaja un médico, sobre un paciente, sobre la cosa delante de él», escribe William Carlos Williams, médico también, en su Autobiografía), quizá mi relación diaria con el dolor y la enfermedad estén en la raíz de una poesía que para mí ha sido siempre un lugar de acogida y de resistencia. La materia de la poesía es, sin duda, la propia experiencia, y ésta, en mi caso, ha tenido que nutrirse forzosamente de mi relación directa con la curación y el sufrimiento. De manera recíproca, es posible que la poesía, a su vez, haya podido moldear de alguna forma —con ese espíritu de aceptación y comprensión del que hablaba Torga, y por esa función social indirecta que tiene el arte, esa misión honrada y fructífera de hacer verdaderamente fuertes a los hombres, como decía Juan Ramón— mi relación con los enfermos.  
     «La medicina y el arte parten del mismo tronco», reconoce Andrzej Szczeklik, escritor y médico humanista polaco. «Ambos tienen origen en la magia, un sistema basado en la omnipotencia de la palabra. Una fórmula mágica, debidamente pronunciada, trae la salud o la muerte, la lluvia o la sequía, evoca los espíritus y revela el porvenir».
Pero no es con esa magia con la que quiero ahora quedarme. Ni siquiera con esa dignidad que la muerte parece conferirnos a los médicos, como nos recuerda Hans Keilson —médico y novelista alemán que se inició en la escritura más que por ambición literaria por la necesidad de empezar a definir su tristeza—, sino con una imagen: la del poeta Luis Pimentel sentado con su bata profesional en su consulta gallega de paredes lustrosas, escribiendo alguno de sus poemas secretos en el reverso del papel de las recetas.
     Y me emociona esta imagen —que en realidad no existe, aunque sin duda es verdadera— por la misma razón por la que a Muñoz Molina le emociona una fotografía antigua de Primo Levi en la que aparece en su laboratorio con su mandil de químico. Para ambos la profesión es un antídoto contra las sinrazones e impiedad de nuestra naturaleza, pero también lo es contra las vaguedades de la literatura y contra las tentaciones gremiales del oficio de escritor.
     Atezado de rostro, cenceño, pesimista, rodeado de vitrinas con preparados farmacéuticos y material quirúrgico, su escritura parece acompañarlo en esa especie de transtierro interior al que lo han conducido sus simpatías republicanas en los primeros años del franquismo. Lo asiste en esa suerte de sentimentalismo de provincias en el que se guarece para afrontar a solas, como también lo hace en el retiro amurallado en el que vive, las inseguridades de la época y las atormentadas obsesiones de su existencia. Poesía sobria y sincera como los tratamientos que también prescribe en tinta roja a los pacientes que acuden en su ayuda. A él, precisamente, el más necesitado y el más frágil de los hombres, ese ser vulnerable que se desplaza a su trabajo por la ciudad pequeña, desplomada hacia el Miño —como nos dice Dámaso Alonso en el prólogo a su Barco sin luces, que nunca llegaría a ver publicado—, con el susto en el alma, con ese miedo humano del que a cada instante se despierta entre maravillas; pero, además, tiene diariamente en sus manos, como un pájaro palpitante, el dolor físico de los otros.

 

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