CINE / El espacio y el tiempo de Le Clézio a Wenders / Hugo Hernández  Valdivia

En las primeras páginas de Ballaciner, el memorioso libro que J. M. G. Le Clézio dedica al cine, el Nobel francés comenta sus primeras experiencias como espectador. Éstas tuvieron lugar durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un pasillo del departamento de su abuela, donde ella instalaba un proyector casero e improvisaba una pantalla en la que veían películas silentes. Las impresiones dejaron honda huella: «El aprendizaje de la máquina de sueños», anota, «me permitía apropiarme de esta otra realidad, más viva, más divertida, y no menos insensata que la cotidiana. Me daba el sentimiento de otra dimensión, lo fantástico, el reverso del decorado (pero entonces, ¿dónde estaba el sitio?), lo imaginario —es decir, la imagen, simple y sencillamente».
     A la maravilla de estar frente a espacios distantes que cobraban proximidad en la intimidad de su casa se sumaba el extrañamiento por el tiempo, por la presencia de personas que habían desaparecido y seguían en pantalla moviéndose, gesticulando, trayendo al presente una época y una civilización desaparecidas, y la ilusión de que aún estaban vivos. Como todavía no conocía el cine como espectáculo —lo cual descubriría después—, Le Clézio no hacía diferencia entre «el documento y la ficción».
     Esta fascinación inaugural (que, como los primeros espectadores del cine, también se explica por la confusión) se va disipando conforme se va adquiriendo el hábito de ver obras audiovisuales. En buena medida a ello ha contribuido el mismo cine, que en pocos años alcanzó una normalización formal. Similares diseños de puesta en cámara, puesta en escena, montaje y sonido se impusieron con la ambición de crear un ámbito naturalista (y culminar así lo que ya venían haciendo la pintura y la fotografía): pronto se estableció un estilo, que de hecho se conoce como «clásico», que al ser tan común se hizo transparente. Que congrega algunas de las virtudes que hoy apreciamos en las películas, pero que también ha sido un corsé. Tiempos y espacios cobraron sentido, entonces, sólo en la medida en que contribuían a una narrativa: contar una historia es en buena medida el propósito que se plantean la mayoría de los realizadores. Es, además, lo que esperan de ellos numerosos espectadores.
     No obstante, las propuestas que siguen conservando un extrañamiento frente al mundo y sus cosas —y que dejan constancia en una atípico registro del tiempo y del espacio, de los objetos y las duraciones— están lejos de desaparecer. Esta postura —este plantarse frente al mundo—, que es natural en el niño, en adelante permanece como conservación involuntaria o como producto del trabajo que, con afanes acaso diferentes pero no tan distantes, realizan filósofos y artistas (en ocasiones artistas cuya obra presenta aristas filosóficas). Porque las ambiciones de algunos realizadores no se agotan en la narrativa y, aun cuando saben que es ineludible contar una historia (o la utilizan conscientemente), procuran transitar por rutas alternas. Así imprimen frescura y a menudo enriquecen el paisaje, si bien cabría repetir que no siempre son bien asimiladas por el gran público.
     Es el caso del alemán Wim Wenders (un ejemplo cimero del artista-filósofo), quien, por ejemplo, presenta en Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987) un punto de vista que materializa una aparente contradicción: toma distancia pero resulta íntimo. Desde el prólogo recoge la perspectiva del niño, para el que «todo estaba animado y todas las almas eran una». Este acercamiento subsiste en los ángeles que habitan el cielo de Berlín, pero sobre todo los espacios ocupados por el espíritu humano (como se ilustra en la secuencia de la biblioteca, donde hay una alta densidad angelical). Estos guardianes están atentos (y se diría que son sensibles) a la singularidad de la condición y la convivencia humanas, a eventos que podrían caer en la indiferencia y sin embargo resultan valiosos por esa mirada atemporal a la que da densidad de forma extraordinaria el blanco y negro, cortesía del cinefotógrafo Henri Alekan.
     Wenders no ha dejado de manifestar la voluntad de explorar las posibilidades del audiovisual. De ahí que una vez que el cine tridimensional (3d) comenzó a ser un hábito para algunos géneros cinematográficos, él vio que dicha técnica tenía un potencial mayor en el documental (más o menos en las mismas épocas que lo hacía su compatriota Werner Herzog). De ahí que al tratar de recoger la vida y obra de la coreógrafa y bailarina Pina Bausch, se diera a la tarea de empaparse de los pormenores del registro en 3d. «Nunca supe, con todo mi conocimiento del oficio de hacer películas», comentó, «cómo hacer justicia a su trabajo. Fue sólo cuando el 3d fue añadido al lenguaje del film que pude ingresar al ámbito y lenguaje de la danza». Gracias al registro en «estéreo», a la profundidad que éste hace posible, el alemán pudo captar la plasticidad, el volumen que precisan los cuerpos en movimiento. Los resultados en pantalla (lentes mediante), que pueden apreciarse en Pina (2011), son prodigiosos.
     Por su parte el ruso Andrei Tarkovski, que dio forma a una paradoja en el título de su libro Esculpir el tiempo —un texto imprescindible para comprender las maravillas y los alcances del cine—, deja ver en sus películas una ambición no menos paradójica: dar visibilidad y sensibilidad a lo invisible, a lo espiritual. Más que en las historias, éste aparece en el devenir de los personajes, que se funden con una geografía que no es menos expresiva que los gestos de los actores. «En su caso», en sus películas, anota Wenders, «eso va hasta la metafísica, porque son esculturas de tiempo que dan forma también de una manera nueva al concepto de tiempo. Mis películas son más bien esculturas de tiempo muy lineales porque describen siempre un itinerario en relación con el tiempo, y un tiempo que es siempre algo extremadamente concreto —o más aún, un espacio. Mis películas describen de hecho un espacio de tiempo. En el caso de Tarkovski es más bien un espacio-tiempo».
     Wenders y Le Clézio coinciden en reconocer que en la infancia se conforma la imaginación. En ese proceso los sueños son fundamentales. El cine contribuye al descubrimiento de las imágenes más allá de sus apariencias, a eliminar el velo de la superficie, a plantarse frente a la esencia. La espiritualidad, más que un añadido, es una revelación de las imágenes. Wenders anota que es «exactamente de eso de lo que el film es capaz. De hecho es la base de eso. He ahí por qué inventaron el cine. Porque nuestro siglo necesitaba de este lenguaje capaz de volver las cosas directamente visibles. Y es lo que hay de más bello en las películas: cuando algo absolutamente universal se hace presente de pronto en la simple y tranquila descripción de una cosa cotidiana. Como en todas las películas de Yasujiro Ozu». Y en las de Wenders, por supuesto.

 

 

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