Una lengua materna / Miguel Casado

El trabajo del mito en la poesía de Antonio Gamoneda

 

«Claridad sin descanso», la última parte de Arden las pérdidas, propone un balance de la obra de Antonio Gamoneda, mirada sin concesiones del autor sobre el trayecto recorrido. Pero los juicios, la valoración, se ven de pronto atravesados por ráfagas de imágenes que los horadan, obstruyen cualquier clase de cierre. Así, cuando se lee: «Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Ante mí pasan madres encanecidas en el vértigo», la afirmación existencial, un tanto codificada, se suspende en el aire al contacto con la súbita visión: qué madres son éstas, a qué responde su extraño plural, de dónde vienen, de qué rincón del sueño salen huyendo… Evoco palabras de Ricœur, que también podrían estar en Paul de Man —«todo texto, aunque sea sistemáticamente fragmentado, se revela inagotable a la lectura, como si, por su carácter ineluctablemente selectivo, la lectura revelase en el texto un lado no escrito»— , y me sirven para nombrar mi impresión de lector. Pesa en Gamoneda siempre la latencia de un espacio no escrito, vibrante en los bordes y las texturas de las palabras, en su cuerpo narrativo o emocional, que me ha llevado a perseguir en su poesía lo que —recordando a Blumenberg— podría llamar el «trabajo del mito» , con esa expresiva ambigüedad: se construye el mito, pero el propio mito trabaja sobre la lengua y la mirada.
     El trabajo del mito lo impregna todo; no se comporta como símbolo u otro tipo de mecanismo retórico, tampoco sólo como historia o mundo; es médula de la palabra, aura en la que respira el poema. Viene a manifestarse más como forma de la percepción, sensibilidad de quien lee, que como rasgo material, inventariable, del texto. Detectarlo aquí o allá responde a la inevitable contradicción ente el poema y el crítico, que busca hacer explícito lo que el poema sólo quiso mostrar. Intentaré sugerir primero algunas líneas de lectura, después trataré de abrir un escenario más abarcador.
     Es quizá en Descripción de la mentira donde cristaliza la voz más personal de Gamoneda y se establece la materia que va a desplegarse en el resto de su obra; y este origen supone sobre todo un tono, una lógica de personalización de la lengua: un vocabulario ennoblecedor y arcaizante, una voluntad de no decir el nombre directo de las cosas mientras se apunta a su realidad a través de procedimientos metonímicos o se la rodea con perífrasis, una abstracción extrañamente cargada de poder sensorial, un énfasis sostenido, un modo —en definitiva— de deslocalizar y sobredimensionar los términos que sería mitificador, portador de un sentido añadido que excede el uso preciso que a la vez, sin embargo, se sigue haciendo de cada palabra y cada frase. Así, las estampas del mercado: «Más allá, fresco en la oscuridad, comienza el vuelo de los grandes cuchillos: grasa y fulgor sobre los mostradores sangrientos. Bellos son los cadáveres azules…»; o un viaje familiar a la playa: «Tu voz en dátiles sangrientos surge de las distancias distribuidas sobre el mar / […] / Y los aceites femeninos hierven en la celebración del verano». O, en términos aun más abstractos, los rituales y tributos que exige la integración social: «La crueldad nos hizo semejantes a los animales sagrados y nos condujimos con majestad y concertamos grandes sacrificios y ceremonias dentro de nuestro espíritu». El posible sujeto biográfico o la raíz cotidiana de cada escena quedan desbordados, desplazados a un plano mítico que los trasciende. Éste es el gesto que unifica las diversas opciones del lenguaje de Gamoneda, incluso cuando, en Libro del frío, la carga verbal del poema experimente un claro adelgazamiento; sentencias e imágenes forman un solo cuerpo en la energía mítica de la voz.
     El traslado de plano se da de manera sencilla e inmediata, ya sea por la forma en que se produce una abstención del nombrar: «En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy espesos de los que hago recolección»; el simple acto de recoger moras en las zarzas cuando cae la tarde queda trascendido por efectos casi imperceptibles: selección léxica, generalización, sustitución por un hiperónimo, adjetivación sensorial, perífrasis… Ya sea por el modo de llevar las sustancias de la realidad a lo absoluto, según un peculiar materialismo idealizador: «a las tiendas del cáñamo, a los lugares donde el vino se alza en reparación». O sea por un acto de aislamiento, al elegir un dato o un momento de la vida y dirigirle el foco de la atención; así, cuando se dice de un personaje: «Te detenías bajo las lámparas y los insectos blancos aparecían sobre ti», donde la luz de una farola callejera y el vuelo de las polillas nocturnas crean un halo de irrealidad, como de supresión de límites entre lo cotidiano y lo maravilloso.
     Y es en la suma de estos procesos —desplazamiento, tránsito a lo absoluto, focalización, borrado de límites— como se producen los característicos personajes que recorren los poemas. Figuras marcadas por un extrañamiento —el afilador, el vendedor de higos, el pastor— que los arranca de su normalidad, convirtiéndolos en seres de un mundo sonámbulo en que los sentidos se intensifican y flotan sin fijarse. Figuras antiguas, casi arquetípicas —mujeres que lloran como plañideras, exóticos húngaros, burreros extremeños, mendigos, rogativas, plegarias— que traen a la memoria las celebraciones comunales, los ciclos de la vida social, los ritos de paso. Figuras corales que se llenan de un valor genérico sin perder su vida concreta: los grandes durmientes, los «pálidos judiciales» y, por encima de todo, las madres: las madres blancas, las perseguidas, las encanecidas, las que lloran a los muertos o lavan la ropa con manos irritadas por la lejía. En el cruce de la intimidad y la comunidad, lo cotidiano lleva adherido un suplemento de significado —«la realidad se ahuyenta en estos labios tan sólo expertos en formas invisibles»— que siempre termina remitiendo a un núcleo personal de sentido. Quizá por eso, por su capacidad oscura de conocimiento y explicación, insisto en llamarlo mito. Son las formas del mito personal.

Mito personal:espacio en que, sin actuar voluntad ni razonamiento, se manifiestan fundidos la intimidad y el ser de la vida. Un caer en la cuenta, un especial afilado de la conciencia, que desborda las posibilidades de un control racional, consciente, actuando al modo en que lo hacen las obsesiones, fuerza que se impone de por sí y se fija en imágenes.
     Aunque el propio Gamoneda defina sus imágenes como «símbolos que se simbolizan a sí mismos», yo hablaría más bien de expresiones que remiten a un mundo personal de vida y sentido, lengua privada: si sus intensidades emocionales no corresponden, en principio, al curso de una anécdota, es porque el texto no la representa, la preserva retirada, privada, realidad que se oculta y late en lo no dicho. Y esto no dicho, no escrito, es de sustancia temporal, pende en lo que la vida tiene de transcurso: «Todas las fuentes manan en otra edad»; de ahí, de «otra edad», viene la tensión que impregna las escenas, las flexiones y gestos de la lengua, y por eso el mito personal —como sugieren, por ejemplo, las piezas en prosa centrales en Lápidas o la consideración de Descripción de la mentira como «relato incomprensible»— responde a una lógica hondamente narrativa en la que se trama, aunque sólo deje a la vista las puntadas sueltas e inconexas de un hilván. La recurrencia de un sentido mítico subterráneo, que parpadea en sus plurales figuras, será el modo de aflorar un sustrato de obsesiones infantiles, más o menos inconscientes, que prefiguran el desarrollo posterior de la experiencia.
La condición axial de Descripción de la mentira vendría dada, sobre todo, porque representa el fin de un largo silencio —«cada distancia tiene su silencio»— y la apertura de diques que bloqueaban la memoria: las fuentes del sentido empiezan a fluir en lengua y mundo, aunque sólo muy lentamente pueda ir comprendiéndose su lógica y su raíz. La memoria tiende a un relato, sí, pero no pretende componerlo ni hacerlo legible: su naturaleza en Gamoneda es siempre la del relámpago, metáfora reiterada que evoca la conocida tesis de Walter Benjamin: «articular históricamente el pasado no significa conocerlo como realmente ha sido. Significa apropiarse de un recuerdo tal y como relampaguea en un momento de peligro»; los relámpagos de la memoria son momentos aislados, sin antecedente ni continuidad, traspasados por una luz mítica que los hace imborrables. Este carácter agudamente fragmentario afecta también al modo en que evolucionan en el curso de la obra, a través de su continuo juego de recurrencias: los recuerdos van dándose en jirones, erosionados por su retorno obsesivo, contaminados también por la carga que se ha puesto en ellos, confundidos con las palabras que tienden a asociárseles, acaso transformados en otra cosa, ajenos ya. Así, la memoria combina en Gamoneda dos velocidades, dos formas de constituirse en el tiempo; por un lado, su presencia es permanente, casi inaudible, salvo en instantes de súbita irrupción, como la de los insectos que anidan en las maderas y van royendo su interior sin que a la vista su acción se manifieste. Por otro lado, la sensación de que todo procede de una época muy lejana, tan remota que difícilmente podría situarse como etapa en la vida de una persona, tiempo de absolutos: «El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición». Una vez resquebrajado el dique de la memoria, la conjunción de estas dos temporalidades hará que el poema se sienta como un «temblor de cauces invertidos», como si la vida entera se moviera, remontándose, hacia atrás, con el miedo de así sentirlo.
     Esta memoria y esta duración remiten a la primera infancia; «el fermento de mi infancia», escribe Gamoneda, con metáfora orgánica que anuncia una acción nada lineal. Está esa etapa en la base de la experiencia y del pensamiento, en la base de la voz, pero como lo hacen los contenidos inconscientes, semejantes al olvido pese a considerarse recuerdo, obturados, contaminados, irreales. «Hubo un tiempo habitado por madres y por iluminaciones», dice el poema, y esa época de violentas luces míticas remite, como su núcleo exclusivo, a la madre, a las madres. El mito personal de Gamoneda es, en verdad, una lengua materna. Porque aquí el plural no sólo es el genérico del énfasis, sino que aparece, en el momento de la rotura de los diques —junto a la presencia continua de la madre, compartiendo el niño y ella viudez y orfandad—, un segundo personaje que podría llamarse materno: una anciana ciega, oracular en su porte y en su discurso, que «habla de mí», dice el texto, «en un tiempo conmemorado», le cuenta al yo su propia historia infantil, le confiere la misma estatura de los demás que ocupan el poema: «mi nombre aumenta en formas invisibles».
     El poder le viene dado a la anciana porque «es madre de muertos». Los fragmentos nucleares de la memoria remiten siempre a la muerte con la perspectiva de quienes lloran a los muertos, sufren su pérdida. En el fondo histórico de la guerra civil, los protagonistas son las víctimas de la represión masiva que la acompañó y que aun se acentuó a su término: los fusilamientos, los cadáveres en las cunetas o los lavaderos, los insectos hurgando en la sangre y los órganos, el llanto y los gritos al amanecer, el lavado de las ropas fúnebres…, y todo ello toma forma en la solemne y plástica lengua que se ha descrito: «una extracción de hombres hacia lugares fosforescentes, hacia los lavaderos comunales, bajo el milano del amanecer, / y, macerados en sus dientes, sacrificados en sus cálices, días bajo las aguas infectadas», «una vecina lava la ropa fúnebre y sus brazos son blancos entre la noche y el agua». El niño, en quien todo ello se hará carne, no es sólo un testigo, sino que, a través de la madre, va a procesar esta atmósfera como miedo, un miedo fundador inseparable de la muerte, experienciadirecta y personal de ella. En el dolor de «las madres» el niño asimila, hace suyo, el dolor de su madre; el miedo de ellas y del ambiente le entrega una herencia de miedo; y con ella elabora un sordo sentimiento de culpa, un saber de su constitutiva insuficiencia, ya para siempre en conflicto con la ira o la rebeldía: «Le mythe», escribe Gilbert Durand, «apparaît donc comme discours ultime, récit fondateur où se constitue, loin du principe du “tiers exclu”, la tension antagoniste fondamentale à tout développement du sens». En Arden las pérdidas se expresa la certeza sobre el papel fundador de aquella edad: «Entré en un tiempo en que mi cuerpo participaba de la luz, que, a su vez, estaba en mí y fuera de mí; eran la fiebre y la revelación en el instante de rasgarse la infancia». Con palabras en parte coincidentes, piensa Pavese que «el mito es una norma, el esquema de un hecho ocurrido de una vez por todas, y su valor le viene de esta singularidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso acontece siempre en los orígenes, como en la infancia: está fuera del tiempo».
     Tomar como guía o pauta el mito personal que acabo brevemente de evocar, sería sin duda una de las posibles formas de leer la poesía de Gamoneda; sus recurrencias, sus metamorfosis, sus contradicciones atraviesan de principio a fin los poemas, antes y después de hacerse explícito. En efecto —y vuelvo a Pavese, en cuyos ensayos encuentro la más sencilla y lúcida comprensión de este fenómeno—, «el concebir mítico de la infancia es un elevar a la esfera de acontecimientos únicos y absolutos las sucesivas revelaciones de las cosas, por medio de las cuales éstas vibran en la conciencia como esquemas normativos de la imaginación afectiva». No sólo hechos grabados en el inconsciente y la memoria, pues, sino formas de la imaginación que después actuará. Y concluye Pavese, con significativo retorno de la metáfora benjaminiana: «Mítico, llamamos a este estado auroral; y mitos, a las distintas imágenes que relampaguean, siempre las mismas para cada uno de nosotros, en el fondo de la conciencia».
     Imágenes de la memoria cuyos flashes parecerían proceder del inconsciente; escenas nítidas en esa cruda luz, pero a la vez de sentido oscuro y móvil. «Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el valor de una llaga». Los materiales fragmentarios de la biografía se aíslan y regresan, se combinan y mezclan hasta hacer indistinguibles realidad y ficción, inútil su dicotomía. En su discurrir no se advierte la dinámica latente del relato, dadas las imágenes como núcleos obsesivos que absorben la posibilidad de la mirada y producen una energía sólo centrípeta, que limita el valor de existencia a lo interiorizado. Una suerte de cristalización existencial, de reducción a una imposible esencia, cuerpo abstracto de la existencia, donde ya no habría acción ni tiempo y él único dinamismo sería la repetición de los gestos sensoriales y afectivos.
     Sin embargo, en el caso de Gamoneda, siendo todo esto decisivo, no termina aquí el trabajo del mito, apura otros pasos, otros pliegues, que es preciso apuntar aunque sea sin desarrollo. En Descripción de la mentira se daba, como recordé, el desbloqueo de la memoria: «La acusación, servida por las voces más puras, abre los manantiales y ya es tarde»; pero esto, determinante para la comprensión del conjunto de la obra, no compone el hilo principal del libro. En él se celebra el fin de un largo tiempo de silencio —personal, existencial, social—, aunque la palabra brota en un escenario de residuos, definido por la repetida expresión «lo que queda»; es un espacio de supervivencia tras una larga época de destrucción. El personaje que habla trata de adaptarse a las nuevas condiciones, establecer un pacto con ellas, entender sus valores que parecen condensarse en «la mentira» del título. Pero, desde el movimiento inicial del largo poema fragmentario, la palabra no regresa sola: «Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la sencillez del aire»; los rostros no tienen cuerpo, son apariciones, y su llegada propicia un diálogo espectral: el personaje va debatiendo con ellos la nueva situación, su nueva postura, su opción por la supervivencia. Parecería que los rostros nombrasen compañeros de resistencia durante la dictadura, ahora desaparecidos por el suicidio, la tortura o la enfermedad, y que la discusión enfrentase tiempos y mundos muy distantes ya entre sí, para componer lo que Gisele Mathieu-Castellani llamó con precisión el escenario judicial de la autobiografía.
     Si se considera el desarrollo de la poesía de Gamoneda, este diálogo con los desaparecidos —y sobre todo el que mantiene con uno de ellos, «el vigilante de la nieve»— supone otro núcleo fundamental de referencia, otra forma del mito personal, pues incluso, en las nuevas circunstancias de sobreviviente, participa de una naturaleza originaria. En el nuevo lugar mínimo y precario, el poema da cuenta de una especie de concentración existencial que funciona como un principio, un origen, en el que se apoyan los libros posteriores y las opciones vitales que les dan cuerpo. Es necesario reconstruir los valores, las pautas de conducta, los nombres, partir de cero. Es así hasta tal punto que se habla de un segundo nacimiento: «Estoy naciendo del cansancio», «yo estoy naciendo en otra especie»: renacer es mutar, sí, cambiar de especie. El nuevo tiempo de los residuos tiene también su fundación, genera un mito originario. Incluso en la mirada retrospectiva de Arden las pérdidas, el yo se reconoce a sí mismo en la galería de los personajes míticos: «Vi mi rostro en el interior del cobre abrillantado por el vinagre y el frío», con la misma borrosidad como incorpórea, el mismo nombre.

La memoria, por tanto, estaba bloqueada y sólo se agrietan sus diques después de la elaboración del nuevo espacio mítico de los rostros, en orden cronológico inverso —podría decirse—, como si el diálogo espectral favoreciera la memoria de aquel remoto mundo de muerte, como si los dos relatos se correspondieran, mutuamente se alimentaran. Esto, de entrada, no parece posible: el mito es un habla inconmensurable con cualquier otra; y, sin embargo, se produce así. Quizá habría una hipótesis que explicara esta clase de comunicación: que quedara aún otro espacio mítico, uno más potente, que diera raíz común a los dos mencionados, aunque no fuera inmediatamente reconocible en la obra y tal vez se adaptara mejor a aquella fórmula de lo no escrito.
     Estoy pensando en la muerte del padre, la raíz de la orfandad. No ya porque conozcamos esta circunstancia por la biografía del poeta, sino porque el texto —aun en su prolongado silencio al respecto— se abre a esta comprensión en momentos muy significativos; no es necesario un inventario detallado, solamente indicar lo que por su lugar y formulación resulta clave. Hacia el término de Descripción de la mentira, en una zona del poema que es de balance, donde una negativa conciencia existencial se impone sobre los componentes ideológicos o sociales, incluso con la memoria en relativa sordina, se lee con la conocida síntesis de crudeza y abstracción: «Tú creaste la mentira entre las piernas de mi madre» —y surge una indudable y repentina presencia, medio o causa para producir la irrealidad del existir tal como el poema lo ha ido mostrando, entre el sufrimiento y el absurdo autómata de las renuncias. Y en el poema que abre «Claridad sin descanso» —zona también de balance, como citaba al principio— se encuentra esta declaración todavía más nítida: «He gastado mi juventud ante una tumba vacía, me he extenuado en preguntas que aún percuten en mí como un caballo que galopase tristemente en la memoria» —tumba vacía, sí, pues aloja a un muerto que nunca llegó a conocerse, pero cuya ausencia fue centro y sentido de la vida.
     Y, en fin, la sorda intervención de la figura vacía del padre se trasluce en los pasajes referidos a la madre —a «las madres», incluso. Así, cuando el poeta afirma: «Arden las pérdidas. Ya ardían / en la cabeza de mi madre»; el título de uno de sus libros fundamentales se implica ahí, forma de concebir la vida como un intenso mantener la emoción de la presencia espectral del mito. Y la fórmula, que concentra la identidad del protagonista de estos textos, se describe aprendida, imitada de la madre; la memoria de las desapariciones se formó en la contigüidad, en el espejo de los fantasmas con los que su madre convivía; en ese origen mítico aprendió a formar los suyos. También la madre del «vigilante de la nieve» era embajadora de la muerte, y la anciana oracular tomaba de ahí su energía. Son madres porque generaron vida, pero su verdadero poder, el que ha marcado la existencia, es el de hacer presente la muerte. Lengua materna, más allá de lo lingüístico, la del mito personal de Gamoneda, que sólo puede atisbarse en el ámbito de esta herencia.
El peso de la infancia y el de las desapariciones constituyen y, a la vez, justifican (explican, proponen un sentido, sostienen) la vida en torno a una referencia de muerte. Es la muerte el verdadero relato fundador, la muerte del padre, raíz común de los mitos personales. Lo no escrito se hace imán de la lectura.


Todas las citas de Antonio Gamoneda están tomadas de Esta luz. Poesía reunida (1947-2004) (epílogo de Miguel Casado, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2004). Las fechas de aparición de los libros que se mencionan en mi artículo son las siguientes: Descripción de la mentira, 1977; Lápidas, 1987; Libro del frío, 1992; Arden las pérdidas, 2003.


Tiempo y narración, de Paul Ricœur. Traducción de Agustín Neira, Siglo xxi, México, 1996, vol. iii, p. 883.


Ya en mi introducción a Edad (Poesía 1947-1986), de Antonio Gamoneda (edición de Miguel Casado, Cátedra, Madrid, 1987), me refería al papel del mito en la poesía de Gamoneda, y he seguido ocupándome de ello en trabajos posteriores. En esta ocasión, sin embargo, lo tomo por primera vez como eje de mi lectura.


Cf. Trabajo sobre el mito, de Hans Blumenberg. Traducción de Pedro Madrigal, Paidós, Barcelona, 2003.
 


«Tesis de filosofía de la historia», de Walter Benjamin, en Angelus novus. Traducción de H. A. Murena, Edhasa, Barcelona, 1971, p. 70.
 


Figures mythiques et visages de l’œuvre, de Gilbert Durand. Berg, París, 1979, p. 34.


El oficio de poeta, de Cesare Pavese. Traducción de Rodolfo Alonso y Hugo Gola, Poesía y Poética, México, 1994, p. 51.


Ibídem, p. 53.


Ibídem, p. 105.
 


Cf. La scène judiciaire de l’autobiographie, de Gisele Mathieu-Castellani. P.U.F., París, 1996.


Ver mi artículo «El vigilante de la nieve», donde me ocupo del trabajo del mito que respecto a este personaje realiza el poeta (en Antonio Gamoneda. Leer y entender la poesía, VV. AA., Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2010).
 

 

 

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