Mar del Néctar / Juan Fernando Merino

Gabriel Wellington llegó al puerto fluvial de Novo Silveira un martes de finales de febrero con la intención de quedarse en la Pensión Das Tres Bandeiras, el único hotel del lugar, cuatro o cinco días, máximo ocho.
     Sólo saldría de allí catorce meses después.
     Wellington había ido a parar a este sitio, según me reveló, en parte por los dos párrafos que le dedicaban en un antiguo libro ilustrado, El explorador moderno del norte de Brasil, y en parte —sobre todo— por lo que le contó en un bar lacustre de Iquitos, cuando apenas comenzaba su recorrido por el Amazonas, un viajero asturiano que había estado allá muchos años atrás.
«Tienes que ir sin falta a Novo Silveira. Sin disculpas de que se te está acabando el dinero, la salud, la licencia de vacaciones… Aunque sea preciso contratar un hidroavión o un taxi acuático. Te vas a acordar de mí».
     Se acordaría. Pero lo que no le explicó Gervasio Domínguez, el asturiano que en paz descanse, ni Facundo Silva, capitán del segundo barco en su ruta, ahora tampoco entre los vivientes, con quien trabó una estrecha amistad pasajera, ni lo mencionaba ninguna de las tres guías de viaje que cargaba en su mochila, era lo complicado que resultaba llegar a Novo Silveira.
     Y es que a pesar de ser uno de los pueblos grandes de la zona, con un comercio próspero dentro de lo que cabe, buenas lecherías y un hotel de dieciséis habitaciones, con agua caliente, televisor a color en cada cuarto y otras comodidades de la época, como Novo Silveira no se encuentra sobre la ribera del Amazonas, sino junto a un río tributario de aguas desapacibles, no era puerto de llamada de ninguno de los barcos que en aquella época viajaban Amazonas abajo. Wellington se vio obligado a contratar un medio de transporte adicional, desde luego no un hidroavión, como exageraba el asturiano, pero sí una canoa con motor de un pescador local para cubrir las veintitantas millas que hay de São Tomé do Porto —donde hacía escala el barco de carga en el que había bajado desde Iquitos— hasta el desvencijado muelle de São Jacinto do Miranhao, que servía al pueblo del mismo nombre y provisionalmente a Paranhão da Ribeira y Novo Silveira, cuyos muelles habían sido arrastrados por un temporal seis meses atrás. Algo muy común en esta zona de aguas desapacibles.
     ¿Y quién era este tal Míster Wellington que se apareció un martes a las cinco y media de la madrugada en la recepción —desierta por supuesto— de la Pensión de las Tres Banderas?
     Esto es lo que se tiene por cierto: nacido en Londres de padre escocés y madre uruguaya. Vivió la adolescencia y parte de la juventud entre Edimburgo, París y un pequeño pueblo de Normandía. A los treinta y nueve años, recién divorciado de su primera y única esposa, se marchó a Chile, donde viviría treinta y un años sin interrupción. Salvo por un viaje a Escocia para enterrar a la madre e ingresar al padre en un asilo de ancianos. Nada más. Hasta el día que se echó a recorrer por su cuenta la Costa Pacífica de Suramérica y luego el Amazonas. Aquéllos eran los datos fundamentales, los que contaba a las amistades que iba haciendo en la ruta y a algunos de los viajeros con quienes coincidía en trenes, barcos y tabernas. También le gustaba hablar de lo que él llamaba «El Leitmotiv» de su vida: una comunión permanente con el mar. En este punto los datos eran menos precisos. Porque dependiendo del interlocutor de turno, las circunstancias y su propio grado de sobriedad, revelaba que su oficio había sido el de marino mercante, el de patrón de un velero de cuarenta y dos pies para excursiones de placer, o bien el de tripulante de un buque de guerra. No por fuerza oficios excluyentes pero de todos modos… Sólo a unos pocos nos compartía una versión adicional: que la cercanía con el océano y los navegantes se debía ante todo a los veintitrés años que ejerció como agente de aduanas en Valparaíso.
     ¿Y quién era Doña Jacqueline, la propietaria de la Pensión de las Tres Banderas? De nuevo, no resulta fácil. Quién y cómo era dependía de la persona a quien se le preguntara y de qué otras personas estaban presentes en el momento de la pregunta. A sus sesenta y dos años (sesenta y siete según algunos, cincuenta y nueve según otros), seguía siendo una mujer muy atractiva, irresistible para la mayor parte de sus huéspedes, en todo caso imponente. Lo que no podía negar nadie, ni siquiera los más ansiosos por marcharse del hotel, era que bajo su batuta el establecimiento se había ido transformado de un bar rústico y elemental, un simple bebedero para marineros en tierra, en un restaurante de pocos pero deleitosos platos y el mejor sitio en muchos kilómetros a la redonda para tomarse unos tragos, comer a gusto y hablar largamente.
     Un par de años atrás, al ver que el local prosperaba, Doña Jacqueline había hecho levantar cabañas en las secciones más secas y elevadas de aquel terreno cenagoso, así como un sistema de puentes colgantes de madera para conectar las cabañas con el restaurante y la taberna (que estaba a un par de metros del río), con el jardín de las hamacas y con la casona original, en la cual habitaban ella, los sirvientes y los empleados. Encima de la puerta principal hizo colocar un letrero de luces de neón que proclamaba de manera intermitente: «Administração e Gestão».
     Se dio así por inaugurada la Pensão Das Tres Bandeiras.
     No se repartieron volantes en los pueblos ribereños ni se leyeron anuncios en las estaciones de radio, pero en cuestión de unas cuantas semanas empezaron a llegar los viajeros. Al principio venían de la cuenca del Amazonas y de los estados aledaños, luego de distintos puntos al interior de Brasil, y con el tiempo de los países más diversos dentro y fuera de América. Hasta el punto que no era raro que en la taberna se sentaran a la misma mesa viajeros de tres continentes. Una noche, de cinco.
¿Otro paraíso en el Amazonas? Quizás para algunos, los más desprevenidos. Pero había algo que no cuadraba. Definitivamente algo allí olía muy mal y un par de semanas después de mi llegada empecé a comprender que de la Pensión de las Tres Banderas no salían los clientes. Al menos no salían vivos.
     En un principio las ausencias se notaban poco, pues la verdad es que sobraban los huéspedes y aspirantes a huéspedes. Se había ido corriendo la voz de que allí podían encontrar albergue cómodo, alcohol de marca, zumos y néctares, comida casera y buena conversación los aventureros fatigados y los marineros retirados que ya no eran capaces de vivir lejos de las aguas. Un sitio, como me explicó el propio Wellington, en el que uno podía sentarse y hablar o pensar nada más, sin temor al dragón nocturno, a la cuenta de cobro, a la puñalada traicionera…
     Doña Jacqueline, que vigilaba todo hasta el detalle, incluyendo la elaboración de los tragos y la mezcla de ingredientes para cada plato, no sentía el menor asomo de culpa de que el rastro de los viajeros sólo llegara hasta su hotel. Me lo explicó, sin muchas palabras, una mañana de diciembre, en verdad un amanecer, pues también yo fui amante suyo. Muy fugazmente; las cosas no salieron tan bien como habrían podido salir, como se jactaban otros huéspedes, los de mayor edad. Y aquella madrugada, mientras saboreaba sin rencor un café con ginebra recostada en la barandilla del puente que salía de mi cabaña, me dijo que no era su culpa que la mayoría de los huéspedes hubiesen elegido la pensión suya como final de viaje. Si allí los había llevado el camino de las aguas, allí se quedarían, me confió bajando la voz, desviando la mirada hacia el río.
     Hasta cierto punto yo la entendía. Es verdad que los viajeros llegábamos ya cansados, sin muchas fuerzas para seguir el recorrido, la búsqueda de otro destino final. Quizás lo único que necesitábamos era una pequeña ayuda para terminar este ciclo, para descansar. Y en la Pensión de las Tres Banderas era posible dejar de lado todo tipo de preocupaciones, apremios y hasta las decisiones cotidianas. Pasada la primera semana de alojamiento, la gran mayoría —incluso aquellos que habían llegado con el propósito de quedarse tan sólo unos pocos días— ya no mostraban la menor voluntad de marcharse. Cada día que pasaba cumplían con mayor puntualidad el horario de las comidas y encontraban menos reparos a las férreas reglas de Doña Jacqueline: como ella prefería a los viajeros responsables y maduros, no aceptaba huéspedes menores de sesenta y ocho años. Como detestaba las improvisaciones y los sobresaltos, una vez pasada la primera semana se exigía firmar un contrato de alojamiento por seis meses, con tres horas diarias de alcohol incluidas, de ocho a once y cuarto de la noche en la taberna, y las tres comidas diarias. El establecimiento ofrecía una tarifa global que debía pagarse por adelantado. No se admitían parejas ni del sexo opuesto ni del propio. Para no confundir huéspedes con empleados, que también eran de edad avanzada, éstos debían usar en todo momento una gorra marinera mientras que los huéspedes que desearan pasearse por los amplios y cenagosos predios del hotel debían exhibir sin falta una flor en la solapa o en el moño. También estaba vetado el hospedaje de personas con mal aliento o con hábitos de higiene mediocres. A los pobladores de las aldeas vecinas sólo les estaba permitido (previa aprobación de Doña Jacqueline) ingresar a la taberna durante sus tres horas de apertura. Jamás al restaurante, el jardín de las hamacas o la biblioteca.
     Nada de qué sorprenderse, me aseguró Doña Jacqueline mientras sorbía su café acentuado con ginebra. Inclusive se daba el caso de huéspedes que decidían por su propia cuenta firmar el contrato por dos años, algunos por tres. Con mayor razón cuando se enteraban de la maldición que pesaba sobre aquellos que trataban de marcharse a otra parte. Tenía que haber excepciones, por supuesto, pero las noticias que nos llegaban sobre los ausentados eran tan terribles, tan funestas, que no era posible atribuirlas simplemente a las coincidencias y el paludismo.
     Gabriel Wellington resultó ser un caso difícil. Uno de aquellos casos turbios que de tanto en tanto le gustaba encarar a Doña Jacqueline con la ayuda de sus inmediatos colaboradores. Cuando llegó a la pensión no se notaba tanto, pero Wellington pertenecía a la cuerda floja de aquellos individuos que, cuando finalmente llegan a un sitio, al mismo tiempo quieren quedarse y marcharse. Los fremissant, los llamaba la patrona, una palabra que según parece significa «trémulos» o «siempre inquietos». En francés. Doña Jacqueline también había viajado.
     A los catorce meses justos, de un día para otro, Wellington tomó la decisión de escapar de la pensión, dándole un vuelco total a su existencia. ¡Y desde luego a la mía!
     Que a nadie le quepa duda un solo instante: Gabriel Wellington merece ser el protagonista de la historia, no yo, y merece todo el crédito —o sea la gratitud, la responsabilidad o la culpa de lo que nos ocurriría después—, ya que fue él quien sintió la urgencia de que nos marcháramos de la Pensión de las Tres Banderas e insistió en ello varias noches seguidas cuando nos encontrábamos en la taberna. Había que irse de allí, me decía tratando de encubrir su agitación. ¡De cualquier modo; antes de que fuera demasiado tarde!
Al parecer la decisión la había tomado cuando empezaron a faltar nuestras amistades en el restaurante y la taberna del río sin que nadie diera explicaciones ni se volviera a saber de ellos. Sobre todo cuando se desvaneció, sin despedirse, Madame Sophie Mesnil, una encantadora octogenaria nacida en Luxemburgo y residente en Paraguay, con quien él conversaba noche tras noche. Al cuarto día de su ausencia, Wellington explotó ante el barman y, en vista de su mutismo, le reclamó alzando mucho la voz: «No, no me voy a quedar callado. ¿Qué le ha pasado a esa mujer? ¿A dónde ha ido?»
     Quienes aún seguíamos en la barra de la taberna (ya los sirvientes habían retirado las mesas) nos quedamos muy sorprendidos, pues era un hombre tímido y de apariencia frágil, aunque sólo de apariencia. Un par de minutos después de su sublevación, en cuanto tomó otro sorbo de su néctar, le entró un sopor muy hondo y entre el barman y yo tuvimos que llevarlo cargado a su cabaña.
Cuando regresó a la taberna, un par de noches después, no habló conmigo ni con nadie. Se sentó a la mesa más cercana al río, fingiendo que leía un periódico viejo mientras bebía muy lentamente un vaso de ron con zumo de fruta. No había necesidad de decir nada; yo sabía lo que le ocurría: si bien todos los demás habíamos ido cediendo a la comodidad y la molicie, Gabriel Wellington se estaba rebelando contra la alimentación obligatoria, el límite de horas en la taberna y contra la zona agreste alrededor de las cabañas que no nos permitía acercarnos a mojar los pies en el río, tan sólo escuchar el murmullo de las aguas.
     Hasta que una noche me dijo:
     «Tengo un padre muy anciano pero aún con vida a quien quiero volver a ver. Me voy de aquí mañana a la aurora. Hablé con el mulato que ayuda en la cocina; un primo suyo tiene acceso a un bote con motor de peque-peque y fondo plano que puede atracar muy cerca del hotel. A sólo un par de metros de la taberna. A esa hora no habrá nadie patrullando. ¡Tú vienes conmigo!».
     ¿Era una orden?
     Sí, era una orden, así que no le respondí porque no me gustan en absoluto cuando provienen de los civiles. Pero esa noche no logré conciliar el sueño, de manera que llegué al sitio acordado veinte minutos antes del amanecer, incluso antes de que llegara él.
El ayudante de cocina nos traicionó, perdió la vida esa noche o se quedó dormido. Da igual, en todo caso no aparecieron ni él ni el peque-peque de su primo ni nada.
     Aguardamos diez minutos sin hablar y sin fumar. Hasta que se encendió una de las bombillas a la entrada del restaurante y en ese instante Wellington arrojó al matorral zapatos, mochila y sombrero, y me ordenó:
«Carlos… ¡Carlinho! ¡A nadar!».
     Nos enfrentamos a una corriente no demasiado arrolladora pero inexorable, que nos quería arrastrar hacia el río Amazonas, braceando con las fuerzas que nos quedaban, intentando al menos sobreaguar. Queríamos escapar juntos y seguir el camino de la selva hasta donde nos llevara. Gabriel Wellington logró llegar con vida a la otra orilla. Así me pareció. Yo no llegué. Por eso puedo contar esta historia con conocimiento de causa y sin la menor prisa. Estoy aquí, de este lado.

 

 

Comparte este texto: