Objeto a goza la muerte / Franco Félix

En los últimos cuatro meses, la relación amorosa de Ailen y Édgar ha tomado rumbos inesperados, ha dado un salto cuántico en la fenomenología del romance: de los besos en la boca pasaron sin percibirlo a compartir el baño simultánea y paralelamente. No saben cómo pasó. Un día estaban los dos ahí adentro y ya. Él, bajo el chorro de agua. Ella, sobre el excusado. Descubrieron que es permisible que, mientras uno se ducha, el otro cague sin el menor asomo de vergüenza o de incomodidad.
     Separados por una cortina azul que no impide el paso de las flatulencias, el chico lava sus testículos con lentitud y mesura. Piensa que el vello genital también debe recibir los mismos cuidados que la barba y el cabello, así que masajea con parsimonia el escroto, haciendo pequeños círculos como si desvaneciera los nudos musculares de la espalda de dos pequeños duendes con estrés. La novia, por su parte, gana tiempo leyendo una revista psicoanalítica. Quiere desarrollar un ejercicio para perturbar la defensa, desbaratar el orden, desmontar ese edificio mental que se ha construido como abrigo en contra de las pulsiones. Piensa en el paciente que tiene que ver esta tarde, en su viñeta clínica. Ha comprendido, de manera superficial, que las interpretaciones pueden lograr molestar esta defensa, pero no todas inciden en lo Real. Mira el pantalón arrugado en los tobillos. Entre los pliegues de tela, localiza el bolsillo trasero, extrae un pedazo de papel, un dibujo del nudo borromeo, una suerte de pauta metodológica que le permite concebir los conceptos de la extraña topología lacaniana.
     Un manotazo en la aspersión.
     Ailen deja caer su recorte con el sobresalto. Pregunta, tratando de ocultar su espanto:
     —¿Qué mierda fue eso? ¿Estás aplaudiendo?
     —No. Fue un mosquito.
     —No sonó como un mosquito —bromea y se cubre la boca, intentando contener la risa.
     —Es decir, maté un mosquito —limpia la sangre de su antebrazo—, con la palma de mi mano. Lo aplasté, fue asqueroso.

«Asqueroso», piensa Ailen. Ha detectado un brillo de lo Real. «Aquí hay un sujeto que goza con la muerte». Lo imagina desnudo, con el pene expuesto, húmedo, embarrando al insecto sobre el antebrazo, la crema roja del asesinato. Vuelve a los pantalones, del otro bolsillo saca un bolígrafo y empieza a escribir preguntas en la página blanca para notas al final de la revista. Es hora de practicar con Édgar. Ya entrados en confianza.

—¿Por qué matas a ese mosquito? —espera la respuesta con la pluma recargada sobre el papel que, a su vez, está recargado sobre sus piernas.
     —Porque era insignificante. Porque me molestaba —ahora peina con espuma sus vellos púbicos de arriba hacia abajo.
     —Bueno, y tú ¿quién te crees?
     —¿Cómo quién me creo?
     —Pues sí, ¿quién te crees para matar a un mosquito?
     —¿Un humano? —deja de acariciar sus testículos y coloca sus manos sobre la cadera; mira la figura apelmazada sobre el excusado.      El chorro de agua se desploma en la mollera, le entrecierra los ojos, se escurre por las mejillas y cae al piso desde la barbilla.
     —¡Vamos, qué clase de respuesta es ésa! ¿Eres mi tía hippie? —escribe, encoge la cabeza, sabe que la pregunta desconcertará a su amante.
     —Bueno, pues, no sé. ¿Nadie? —se vuelve y toma más champú.
     —Exacto, nadie. No eres nadie. Mira, asómate por la ventanita que tienes a un lado. ¿Ves?
     —Sí, ¿qué cosa? —con un ojo cerrado por la efervescencia y parándose de puntitas, echa un vistazo sobre las azoteas circundantes.
     —No ves ni un carajo, ¿verdad?
     —No, ¿qué, la luz? ¿Por qué me hablas así? —piensa que ella está en sus días, pero, como ha sido advertido por ella misma, es imposible preguntarlo, por más evidente que eso sea. Si no lo está, se pondrá histérica, si lo está, doblemente histérica.
     —Ajá. ¿Qué más? ¿Qué más ves, mi tesoro? —sus fosas nasales se dilatan, la risa se reprime con mayor maestría.
     —Pues nada más veo eso.
     —Exacto. Un punto insignificante en el universo. No ves los astros, ni los cometas, no hay hoyos negros, ¿verdad? ¿Por qué vales más que ese mosquito si tu visión es tan limitada, tan corta? ¿Qué te hace pensar que eres más importante que ese mosquito que se acaba de ir a la mierda por la coladera?
     —Bueno, no sé, porque soy una mierda —inclina la cabeza, mira el desagüe.
     —Así es. Sólo por eso. Porque eres una mierda. Ese mosquito vale más que tú. Ese mosquito es mejor persona que tú y él está muerto.
     —Es verdad. Soy una mierda. No volveré a matar mosquitos.

Ella está satisfecha. Anota casi al borde de la página: «El significante uno se ha rasgado. El sujeto cayó en la vergüenza. Perturbado el acto, continúa la interpretación». Ailen está contenta con el desarrollo de su experimento psicológico. Édgar está pensativo. Busca en los linderos, en los rincones más iluminados de su profesión —es abogado— una respuesta, un motivo que explique el asesinato del mosquito. Ha sacado de peores líos judiciales a gente mezquina, miserable, vil. ¿Por qué no defenderse? Ella coloca la revista sobre el excusado y jala la palanca. Se asea en el bidé. Y avanza hacia la puerta. Él encuentra la salida.

—Oye, tú, ven aquí.
     —¿Qué quieres, asesino?
     —Pues nada, mira, ahora tengo algo que decirte —se asoma por un lado de la cortina.
     —Dime, homicida —suelta el picaporte.
     —Imagina que el mosquito está vivo. Es decir, no vivo en el drenaje, sufriendo, agotado en la alcantarilla, abrazado al instinto de supervivencia en el agitado canal de mierda en el que se encuentra su cadáver real. No. Imagina que ese mosquito está libre. Volando, ufano, jactancioso. Y para eso tendremos que volver un poco en el tiempo. Viene de no sé dónde, atravesando las azoteas del barrio, entra por la ventana y entonces pasa junto a mí, huele mi carne, es atraído por la jugosidad de mi carne y no puede resistirlo. Ataca.      Pero yo me inclino en ese preciso instante para lavar mis bolas y el chorro de agua me protege con sus pesadas gotas como si fuera un campo de fuerza. Se detiene en el acto y sale del trance. Prefiere salvar su vida. Digamos que elige volver sobre sus pasos, o sus aleteos, lejos de aquí, a continuar con su breve existencia.
     —Ok. Continúa —baja la tapa del váter y se sienta encima.
     —El mosquito va, avanza con esta hambre maniática y desaparece de aquí, escapa de la muerte. Yo, pues, como siempre, salgo reluciente al mundo. Bello, en pocas palabras.
     —Sí, bello. Te he visto.
     —Bien. Pero, olvidémonos de mí. Sé que es difícil, porque llamo la atención. Mi barba, mi cabello, mi altura, mi blancura. Lo sé. Pero hagamos un esfuerzo: Olvidémonos de mí. ¿Vale?
     — Ok.
     —Sigamos al mosquito. Ahí va, alegre, alborozado, sin saber que, si yo fuera una persona más descuidada y no me lavara los testículos durante media hora en la regadera, habría muerto de un manotazo. A este mosquito no le importa eso. Es un mosquito, no sabe, pobrecito. Mis pelotas primero. Lavarlas. El mosquito sigue con vida y sale, feliz sobre su naturaleza.
     —Su naturaleza, sí. ¿Cuál?
     —Bueno, pues, ser atraído por el dióxido de carbono y el ácido láctico.
     —¿Y tú no tienes?
     —Sí, pero, vamos, estoy bajo la regadera, y huelo a Head & Shoulders. A mentol. Es divino. Huele aquí —se inclina hacia ella.
     —Ah, es verdad. Es divino —aspira largamente.
     —Pero continuemos —se sienta en la orilla de la tina.
     —Sí, adelante. El mosquito sigue y no sabe nada de esto. Él insiste, busca a quién picar. Continúa y entra en otra casa. Y es hechizado por el ácido láctico de un bebé.
     —¿De un bebé?
     —Pues claro, algunos bebés sólo se alimentan de leche materna. Una cosa asquerosa. Qué suerte tienes tú de no haber tomado esa mierda, de haberte nutrido artificialmente. Pero bueno, ahí está el bebé, el nuevo banquete. Dormido sobre su cuna. Mientras la madre está en la otra habitación, hecha pedazos. Su vida es un desastre, nunca se imaginó que tener un bebé fuera tan difícil. Es una patada en el trasero. Tener un bebé es lo peor. Es visitada por este pensamiento continuamente y se llena de culpabilidad. Jamás le ha dicho a su marido, pero en lo más profundo de su hueso espiritual experimenta un sentimiento deformado por la mezcla de rencor y cariño. Y sufre una crisis nerviosa. Pero jamás le diría a nadie lo que siente. Tanto tiempo ha querido un hijo, tantos tratamientos para embarazarse, para ahora darse cuenta de que no era lo que se imaginaba. La crisis avanza sigilosamente y tiene los nervios de punta. Pero no se atreve a decirle a su esposo. No se atreve porque tendría que explicarle que en el fondo estaba equivocada, que ser madre no es lo que desea ahora, que las cosas han cambiado, que detesta al bebé. No duerme y está en cuarentena sexual. Y, ay, cómo le gusta follar. Sin embargo, además del hartazgo y la vehemencia sexual reprimida, tiene episodios de paranoia. Cualquier chasquido activa su alarma. En medio de esta confusión existencial está dedicada a satisfacer las necesidades del niño. De este pequeño huevón que ahora mismo está dormido sobre su cuna y que será embestido por…
     —¡Por el mosquito! —cierra la revista, esconde el bolígrafo, cruza las piernas: presta mayor atención al relato de su amante.
     —Estás aprendiendo, mi vida. Sí, por el jodido mosquito que yo dejé escapar.
     —Entiendo, creo que sé a dónde quieres llegar.
     —Pues bueno, el mosquito va y se posa sobre la pequeña planta del pie derecho. Esa piel tersa, suave, equilibrada en términos de textura. Ah, qué manjar. Qué territorios tan vírgenes. El mosquito, a quien de ahora en adelante llamaré Jerry, es asaltado por la misma alegría que habrán sentido los vikingos al descubrir que la carne que antes comían cruda tenía un mejor sabor cocinada al fuego. Es un gran descubrimiento. La rueda de los mosquitos. La era industrial de la sangre. Ah, la piel de un bebé, esa delicia. Qué suerte tiene el mosquito.
     —¡Mosquito hijo de puta! —le tira un puñetazo en el hombro a Édgar.
     —Y ahí está. Introduce esa inmundicia, los palpos maxilares, en la suave e inocente epidermis de ese bebito que ahora gimotea y después llora desesperado.
     —Mosquito, eres una mierda.
     —El bebé no entiende. Tendría que haber leído a Freud o a uno de tus psicólogos preferidos para entender que la vida es así. Que dentro de su madre, durante nueve meses, la existencia es pura satisfacción, pero que eso se acaba a la hora de venir al mundo. No entiende que, desde que sale de la panza de su madre, debe enfrentarse a esta horrible verdad: nos arrojan al mundo para estar solos y ahí, arrojados, eyectados al mundo, debemos aprender que existe esta cosa de la exterioridad. Y así lo experimenta el bebé en ese momento. ¿Qué mierdas es la punzada en mi pie? ¿Esto es el dolor? No, no puede preguntar eso, pero sí puede sentirlo.
     —¡Mosquito de mierda! ¡Deja a ese bebé en paz!
     —Sí. Entonces, el bebé pega un alarido. Abre su boquita, que no por ser pequeña es menos efusiva, y emite el llamado natural. Un disparo de ruido que taladra la conciencia atrofiada de su madre. Ella, adormilada, se levanta a toda velocidad y corre hacia el niño. Ah, ese pequeño que ha de cuidar durante los próximos años de su vida. Ahí va, pero se tropieza. No ha terminado de despertar. Con la esquina del mueble se golpea el meñique del pie izquierdo. Ese dolor. Ah, el dedo chiquito, ese hijo de puta. Y, bueno, se lastima brutalmente y encoge su cuerpo, hace un cuatro con las piernas, pero los músculos de la rodilla derecha no terminan de despabilar y ésta se desvanece, se flexiona. El peso, la fuerza de gravedad hace su trabajo. Cae. Su cuerpo cae, cansado, sobre la cuna. La camita se viene abajo y el bebé sale expulsado por los aires.
     —¡No! —se levanta y le tira otro puñetazo.
     —Sí. El niño vuela. No lo sabe, pero está volando, y mientras vuela, Jerry también vuela, junto a él, batiendo sus alas. Despegando, extirpando su pico de la piel. Jerry, gordo, inflado, abastecido, el muy hijo de puta, vuelve a escapar. El niño, preso de la gravitación se estrella contra el suelo y se parte la cabeza.
     —No —Ailen tiene los ojos llenos de lágrimas.
     —Sí. Se golpea. Y muere. Porque los niños son frágiles. Y mueren con estos traumas. Los cuerpos son blandengues y la presión sobre ellos los mata.
     —No —se cubre los ojos.
     —Sí. Y la madre abraza el cuerpo opaco, silencioso, exánime, callado por fin. Lo aprieta sobre su pecho. Y lo arrulla. Se rompe. Se colapsa y pierde la razón. Porque una parte de ella le explica, se explica, que quizá los actos fallidos no son sólo circunstanciales, sino que dejan ver el inconsciente, su deseo más primigenio: no haber sido madre. No hay accidente. Sólo un asesinato.
     —…
     —Por la noche, cuando por fin llega el marido del trabajo, la ve ahí, sobre el piso, acariciando y arrullando al bebé muerto. Y luego vienen los paramédicos, y éstos le marcan a la policía. Y la policía llama a los peritos expertos y determinan la causa del accidente. Lo explican todo, detalladamente, como yo te lo acabo de contar. Lo tienen que determinar ellos mismos y sin ayuda de la testigo porque no habla, no reacciona. Ella nunca más abrirá la boca. Se mece con el cuerpo inerte entre los brazos. Se consume en la culpa. Escapa.      Desaparece del mundo racional. Un charquito de sangre se acumula en sus pies.
     —…
     —El juez Beltrán la declara inocente. Es decir, el cuerpo vaciado de ella es declarado inocente. Porque no hay manifestación de voluntad para llevar a cabo el delito y es impugnable por no detentar la capacidad de ejercicio, porque, claro, padece de sus facultades mentales. Por tanto, es homicidio culposo y vuelve a casa bajo la tutoría de su esposo.
     —…
     —A pesar de las recomendaciones, no es internada en un hospital psiquiátrico. Prefiere tenerla en casa. Él está intensamente enamorado de ella. El suceso, en vez de distanciarlo, lo ha acercado mucho más a su esposa. Y su optimismo crece. Piensa que con afecto podrá traerla de vuelta. Mira en YouTube varios tutoriales de psicología Gestalt y…
     —¡Qué error!
     —Sí, bueno, no sabe. Mira estos videos y siente una extraña determinación de rescatar su matrimonio y de devolver a su esposa a la vereda de la normalidad. Pero la mujer está ahí, en el mismo lugar, en la escena del crimen. Por recomendaciones de la terapeuta Gestalt, una mujer muy guapa que conduce estas cápsulas de psicología en internet, sustituye el objeto de dolor. Así lo llama ella: «objeto de dolor». Dice a sus seguidores que deben suplir ese objeto de dolor por otro objeto muy parecido. Dice: «Por ejemplo, si tu hijo resiente la pérdida de un perro, no lo reemplaces por otro. Tu hijo se dará cuenta, corazón. Lo que tienes que hacer es comprar una mascota de peluche para que el pequeño acepte, despacio, la pérdida y active su flama de amor nuevamente». Entiende la analogía y compra una muñeca.
     —…
     —La mujer está echada ahí, en el punto exacto. No come, no duerme, no hace nada. Y el esposo intenta, todos los días, desesperadamente, sacarla del trance. Pero ella no responde. Está en otra galaxia. Lo intenta todo. Su familia, sus hermanos, su música favorita. Nada. Recurre a otro método, también respaldado por la psicóloga de internet, y trae a otra mujer a casa. Contrata a una puta, una chica que no se acobarde con el experimento. La desviste frente a ella. Un beso en las tetas, una caricia. No reacciona. La puta le saca la verga y la succiona, para eso fue contratada. Y él se entrega, en medio del llanto, y la penetra. Día tras día, eyacula distintos culos. El hombre también va perdiendo la razón, lentamente. No come, no vuelve al trabajo. Está desaliñado y sólo sale al cajero para pagar a la prostituta en turno. El esfuerzo sexual e involuntario empieza a hacer mella en su conciencia. El amor, esa descarga desfigurada de la pasión, se modifica intempestivamente. Lo invade la culpa. Se siente asqueado. Mira su pene marchito, manchado de semen. La última puta recoge su dinero y se marcha. El hombre sin pantalones se echa en el sillón y estalla la tristeza. Vomita sobre su panza. Mira alrededor. La casa oscura, sucia, echada abajo. La tristeza es el último suspiro mental.
     —No.
     —No puede hacer nada. Lo único que queda es pagar sus errores. ¿Cuáles? Nadie lo sabe, excepto nosotros. El hombre va y saca una corbata. Se cuelga en la habitación. A los días, el olor a putrefacción impregnará los pasillos del edificio. Los mismos policías y los mismos peritos descifrarán la nueva escena del crimen.
     —No —Ailen se lanza sobre Édgar y llora sobre su pecho.
     —Por eso, tontita, por eso mato a ese mosquito de mierda llamado Jerry. Porque pienso que puedo salvar la vida de otro ser humano. ¿Qué te parece?
     —…
     Ailen no tiene palabras. Está muy conmovida. Édgar la consuela, le dice que sólo es una historia, que sólo es una hipótesis. Que no se preocupe, que el bebé, la madre y el esposo están con vida. Que lo mejor será comprar un insecticida. Ella se enjuga los ojos y lo apura para ir al supermercado a comprar diez latas de veneno contra insectos. Se ponen de pie y la revista cae al suelo, se moja. Adentro, en la última página, la tinta se derrama, el texto escrito con el bolígrafo se evanesce gradualmente: «el camino del analista es perturbar la defensa».
     Salen juntos del baño, pero ella regresa rápidamente, levanta sus cosas del suelo. Abre la cortinilla azul del baño y escupe sobre la coladera. Sus apuntes están arruinados.

 

 

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