Durmiendo como rey / Víctor Vásquez Quintas

Era de noche y los coches en la carretera lanzaban sus luces contra ellos. Durante una fracción de tiempo las siluetas desiguales se iluminaban y era posible distinguir que se trataba de una familia colocada muy cerca del asfalto. Estaban en una ligera curva, con terraplén, haciendo señas para que un taxi se detuviera. En el paraje no había faroles ni casas cerca. Al pasar los autos la noche volvía a tragárselos y después volvían a renacer con las luces de otros coches, repitiendo las señas que llevaban haciendo por más de media hora.
     —¿Es ése? —señaló Nancy las luces de un carro, jalando la falda de mamá.
     —No lo sé —dijo mamá con voz tranquila, aunque fuera la quinta vez que escuchaba la pregunta—. Pero hazle señas.
     Nancy alzó ambos brazos y saltó varias veces intentado atraer la atención del conductor.
     —¡Aquí, aquí! —gritó.
     El coche no se detuvo.
     —¡No era! —dijo Nancy desconsolada—. Estoy cansada, mamá.
     Volteó hacia arriba, donde se suponía que estaba la cara de mamá. Pero resultaba difícil de ver. Sólo podía distinguir algunas partes de mamá, principalmente mechones brillantes que reflejaban las luces de los coches. Era imposible ver la cara de mamá entre la oscuridad. Simplemente sabía, por medio de acordarse, que tenía en brazos al pequeño Gael cubierto por una franela calientita que lo hacía dormir como rey.
     —Pasará. Ya verás que pasará —acarició mamá con su mano libre la cabeza de su hija.
     —¿Y si no pasa? —dijo Nancy—. ¿Qué pasa si no pasa?
     —Pasará —dijo mamá—. Pero si no me crees, pregúntale a tu papá.
     La niña dio media vuelta, y de haber habido luz suficiente habrían podido verse sus dos trenzas moviéndose como suaves cuerdas de barco, su falda gris con pinzas y el suéter rojo del uniforme de la escuela.
     Nancy quedó frente a la oscuridad. Sólo veía las sombras de los matorrales debido a las luces de los coches y tal vez a las estrellas y la luna. Sin embargo, había algo más allá que podía mirar y mirar sin jamás encontrarle forma, únicamente sonidos que eran arrastrados por el viento: ramas torciéndose, silbidos, patas avanzando con rapidez.
     —¿Papá? —dijo Nancy—. ¿Dónde estás, papá?
     —Aquí —dijo papá.
     Nancy se inclinó hacia adelante y apoyó sus manos en las rodillas, bajando un poco su cuello como si quisiera encontrar a su padre en la tiniebla.
     —¡No te veo! —dijo.     
     —¡Aquí! — papá movió la pierna de tal manera que una de sus botas golpeó tres veces la tierra, haciéndola sonar como si tocara un tambor abierto.
     Nancy se acercó al lugar de donde provenía la voz de papá.
     —Ya te veo —dijo ella—. ¿Estás acostado en la tierra, papá? ¡Te vas a ensuciar!
     —Estoy descansando —dijo él—. ¿Quieres probar? La tierra es muy suave.
     —¡No! —dijo Nancy—. Ya me quiero ir a casa, papá. ¿A qué hora viene el taxi?
     Las luces de dos coches pasaron iluminando la cara de papá. Él miraba a mamá, pero ella volteaba hacia los autos y alzaba la mano y, además, cargaba en el otro brazo a Gael.
     —No lo sé. Es cosa de seguir intentando, ¿verdad? —se dirigió papá a mamá.
     Ella no respondió. Estaba levantando el brazo para detener el ramo de luces que venía hacia ellos. Se escuchaban las ruedas y los motores a toda potencia correr como caballos en una carrera.
     —¡Es un taxi! —gritó mamá en ese momento, acomodándose a Gael en el brazo.
     Papá se levantó y empezó a sacudirse el polvo del pantalón. Se apoyó sobre el carrito de supermercado que había sustraído de algún centro comercial y que servía para cargar los materiales del puesto callejero donde mamá preparaba las mejores empanadas de quesillo con flor de calabaza. Fue una suerte que consiguieran situarse junto a las oficinas de correo. Era un gran lugar. Mucha gente pasaba y las ventas caían bien ahora que papá llevaba tiempo sin trabajar como repartidor de tanques de gas. Y no es que papá fuera malo en su trabajo o no supiera trabajar en otra cosa, simplemente lo habían despedido hacía dos meses y no lograba encontrar algo tan bueno como su antiguo empleo. Aunque lo intentaba, de verdad.
     Papá empujó el carrito del súper y lo llevó al asfalto. Las luces del taxi se pasaron al carril de tránsito lento y fueron acercándose a ellos.
     —Ojalá sea éste —dijo papá.
     —Sí —dijo mamá.
     —Ojalá haya espacio para el carrito del supermercado —añadió papá.
     —Ojalá —dijo mamá.
     Nancy se rio. Papá iba a preguntarle de qué se reía, pero en ese momento el taxi se detuvo frente a ellos. En el parabrisas había un letrero fosforescente.
     —l-a-c-h-i…—intentó leer Nancy.    
     —Lachigoló —dijo mamá.
     —¿Es éste, mamá? ¿Es éste?
     —Sí.
     Nancy celebró dando varios saltos.
     —¿Ya ves, papá? Mamá tenía razón.
     —Sí, hija. Mamá tenía razón —papá soltó aire por la boca—. Es hora de irnos a casa.
     Las ventanillas del taxi eran oscuras y no se podía ver dentro.
     —Somos tres —dijo papá asomándose por la ventanilla. (Gael, por ser muy pequeño, no contaba como pasajero)—. Necesitamos que abra la cajuela.
     El conductor encendió la luz interna del taxi, color morada, e hizo emerger su cara de hombre viejo. Tres señoras estaban sentadas en el asiento trasero. Era un taxi colectivo. Los únicos que llevaban de la ciudad al pueblo. El asiento del copiloto estaba vacío.
     —Sólo puedo llevar a dos. Sólo dos —repitió el chofer—. La cajuela está abierta.
     Papá se volteó. Miró primero a mamá, a Nancy y el carrito del súper. Pero si no fuese por los faros de unos coches que cegaron a      Nancy, ella habría visto la forma en que papá miró con envidia al pequeño Gael.

 

 

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