Fernando del Paso El hombre que traicionó a Maximiliano / Fernando del Paso

80 años de Fernando del Paso

El hombre que traicionó a Maximiliano

Maximiliano mereció haber sido traicionado por un hombre de raza blanca, cabello rubio y ojos azules. Déspota ilustrado, que creía en el derecho divino a gobernar de la casta de los Habsburgo, descendientes según algunas leyendas de Julio César, Eneas y Osiris —aunque, como dijo Fernando II, lo más probable es que descendieran de pastores—, Fernando Maximiliano tuvo siempre la tendencia a confundir la belleza física de las personas con sus virtudes. Para él, toda persona de facciones hermosas, esbelta, blanca, y de preferencia de ojos claros, tenía que ser buena. Lo que no quería decir que para él los prietos y feos fueran necesariamente malos. Tuvo siempre un gran respeto por Benito Juárez y aprendió a apreciar la lealtad y otras cualidades del General Mejía. Pero Maximiliano admiraba, por encima de todos los otros pueblos, al inglés y al suyo propio: el alemán. En sus memorias, si bien critica algunas atrocidades cometidas por los ingleses, elogia lo que considera como la sabiduría británica para sojuzgar con elegancia a otros pueblos, así como su gran capacidad para rodearse de «confort». En Gibraltar, las delicias del queso Cheshire —el del gato de Lewis Carroll—, las mermeladas, las salsas picantes, el barco Britannia con sus mesas de caoba y sus vajillas Royal Worcester y su cargamento de vacas para que los oficiales tuvieran todos los días leche recién ordeñada, le hacen olvidar pronto a esos presos a quienes los ingleses hacían cargar unas enormes bolas de hierro de un lado a otro, dejarlas en el suelo por unos instantes, y volverlas a cargar hasta donde estaban antes, para recomenzar de nuevo, y así, durante muchas horas. También distraían a Maximiliano, del triste y vulgar espectáculo que daban los marineros ingleses borrachos perdidos en sus días de asueto, los narcisos y las fragantes flores de lavanda que crecían entre las rocas de Gibraltar, y con las que enriqueció su variada colección de recuerdos que incluían conchitas recogidas en las playas de Cartagena, y muestras de azufre multicolor y cristales de selenita encontrados en el cráter del Vesubio. Creyente en la superioridad de la «ardiente» raza germánica frente a «los degenerados descendientes de Roma», Maximiliano manifiesta una y otra vez, en sus cartas y sus memorias, el desprecio hacia otros pueblos y naciones. Cuando se habla de ofrecerle la corona de Grecia, califica a los griegos de imbéciles. Las mujeres de Portugal le parecen muy feas y, refiriéndose al marqués de Bombal, dice que esa «gente degenerada» había merecido tener un tirano como él. En Madeira lo distraen los palanquines, una bruja local, los geranios y las camelias, de la vista de los nativos de la isla, que le parecen «horribles». En Albania, donde se baña en el mar, tal sus palabras: «in conspectu barbarorum», dicho sea «en pelotas», la belleza del paisaje natural le hace decir que esas regiones merecerían «otras poblaciones y otros gobernantes». En Argelia, donde asiste a una cacería de avestruces y come rodeado de moros, enanos y bufones una exquisita gacela asada «blanca como la nieve», escribe: «el negro, en nuestra época utilitaria, cuesta demasiado y da poco a cambio; es como un pavorreal en un gallinero». Mucho le debe de haber costado a Maximiliano, ya coronado Emperador de México, ya habiendo asentado sus reales en la capital, abstenerse de criticar los defectos de lo que para él debió haber sido una raza física y mentalmente inferior, si bien no llegó a los extremos de Carlota, quien en un principio trató de convencer a sus parientes, y sobre todo a ella misma, de que el pueblo mexicano era tan inteligente o más que los pueblos europeos. No pasó mucho tiempo para que Carlota comenzara a poner los pies en la tierra: «Es necesario rehacer todo en este país —le escribía a Eugenia de Montijo— … la población indígena es la única que trabaja y hace vivir al Estado». En otra carta posterior, dirigida a la misma emperatriz de los franceses, Carlota habla de «la nada que reina en el país, una nada más poderosa que el espíritu humano… fue más fácil erigir las pirámides de Egipto —dice— de lo que será vencer la nada mexicana». Mientras tanto, Max, en sus cartas, dice que todo el mundo, en México, «vive para el dinero, los oficiales no tienen honor, los jueces son corruptibles, el clero carece de amor cristiano y de moralidad», y, más adelante: «mientras más estudio al pueblo mexicano, más llego a la convicción de que habrá que intentar hacerlo feliz sin él y a pesar de él». Pero no se encuentran, en esas cartas, comentarios en los que Maximiliano manifieste desprecio al pueblo de México —o a su gran mayoría— por motivos raciales. Esto hubiera equivalido a confesarse gobernante de un pueblo inferior. Sin embargo, sus prejuicios se revelan en su preferencia por los oficiales blancos y bien parecidos para que formen la guardia palatina; en su elección del más bonito de los niños Iturbide —hijo de gringa— para adoptarlo como heredero al trono y, entre otras cosas, en su simpatía hacia el Coronel López, a quien hace su compadre. Quizás Maximiliano consideraba que la raza indígena era «superior» a la negra, o «menos inferior». Quizás se guardó su opinión por orgullo y por razones políticas. De todos modos, es un hecho el gran desprecio que sentía hacia pueblos que no fueran el inglés o el germánico, y más aún hacia la gente de color. En Lisboa se burla de los negros porque tienen «el monopolio de lavar la ropa blanca». En San Vicente se refiere a los hijitos «color chocolate» de las negras como «pequeños animales» y a ellas las llama «escarabajos negros». En Bahía escribe que las voces de los negros «tienen algo de animal» y que «carecen de modulaciones». Le extraña ver negras viejas con cabellos blancos y dice que este contraste es muy desagradable. «Y —agrega— así como no se puede distinguir entre las avestruces, asnos o faisanes individuales, resulta también imposible distinguir entre un negro y otro… en vano busca uno entre las oscuras órbitas cualquier signo de alto intelecto». «En Bahía —dice más adelante— no se ve a Ceres y Pomona caminando por las calles, sino a negras y mulatas horribles». Fernando Maximiliano de Habsburgo, déspota ilustrado, con poca ilustración y un despotismo sólo de corazón, demasiado débil como para poder gobernar un país, y sobre todo un país en el estado de caos y miseria en el que se encontraba el nuestro tras cuarenta años de pronunciamientos y despojos, incluidos los tres años de la Guerra de Reforma, no nació para venir a morir a México. Nació para quedarse en el nido acojinado de Miramar, a escribir versos y recitarlos en voz alta, del brazo de Carlota y frente al azul Adriático. Nació para cabalgar, no en los llanos de Ápam y vestido de charro con espuelas de Amozoc, sino a la orilla del Danubio y a la sombra del fantasma de quien quizás fue su padre, el malogrado Rey de Roma. Pero Maximiliano, por ambición, traicionó su vocación por la vaciedad contemplativa y las exploraciones del Mato Virgem. Maximiliano traicionó a Carlota no tanto por engañarla con Concepción Sedano, sino por abandonarla frente al gobierno en los momentos más difíciles, para irse a cazar mariposas a Cuernavaca. Maximiliano traicionó a su Casa, al llamar a Napoleón III —al que antes había calificado de parvenu— el «soberano más grande de su siglo». A Maximiliano, por último, no lo traicionó Miguel López, su compadre rubio de ojos azules, sino él mismo. Porque si aún se pone en duda el que Max enviara a López para pactar con Escobedo, es un hecho que, ya prisionero en Querétaro, más de una vez expresó Maximiliano sus deseos de llegar a un trato con Juárez para que lo dejara salir del país. La muerte —a la que, como es sabido, se enfrentó con gran valor— lo salvó de esa última traición.

México, df, 17 de agosto de 1981

 

El zoológico de Maximiliano

Que el emperador de México, Fernando Maximiliano, se pusiera a cazar mariposas mientras su reino se desmoronaba —como lo mencionamos en un artículo pasado—, no es un cuento ni una novela. Mientras Almonte recibe instrucciones detalladas de Max para hacer en Viena un nuevo tratado que reemplazara al de Miramar, en el cual Max había aceptado renunciar a sus derechos dinásticos de la casa de Austria. Mientras el Mariscal Bazaine, en vistas a un retiro total de México, comienza a concentrar a sus tropas, evacuando así plazas importantes que de inmediato son ocupadas por los republicanos. Mientras aumentan día a día las rencillas entre oficiales y soldados de los cuerpos voluntarios belgas y austriacos y los mexicanos y, junto con ellas, las deserciones. Mientras Carlota llega a Saint-Nazaire, primera etapa, en Europa, de su viaje hacia la insania. Mientras otro de los enviados de Max, Éloin, totalmente desconectado de la realidad le escribe desde Viena diciéndole que los Archiduques austriacos tenían la intención de poner su palacio —el de ellos— bajo la protección de la bandera mexicana para salvarlo de los prusianos. Mientras, en fin, el absurdo, los errores y las traiciones, las indecisiones y las intrigas se multiplican, y él mismo oscila entre la abdicación y la huida y lo que a sus ojos se presenta a veces como el camino hacia el martirio, Maximiliano descansa en Orizaba y colecciona lagartijas, mariposas y escarabajos. Su compañero y asesor en estas aventuras es el naturalista Bilimek, un ex monje a quien Blasio describe como un hombre gordo, de pelo y barba canosos, anteojos gruesos y pesados, provisto de un inmenso parasol amarillo y que hablaba una mezcla macarrónica de español y latín. Con esto, Maximiliano no hace sino continuar uno de los sueños de su infancia nacidos en el jardín del palacio de Schönbrunn, donde, además de una cabaña al estilo Robinson Crusoe, tenía un pequeño zoológico particular. En las memorias de sus viajes, el Príncipe austriaco no deja de hacer referencias constantes a todos los animales que le llaman la atención. Desde los dromedarios de Pisa, allá llevados por un antecesor suyo, y las gigantescas truchas de Caserta —que, al igual que las carpas de Lachsenburg, acuden al llamado del cuidador— hasta el pájaro guerrero, o Thala Sandroma, que gira alrededor de su barco en las cercanías de Ragusa. En el palacio real de Lisboa expresa su admiración cuando el monarca portugués le muestra su inmensa colección de pericos y cacatúas, ruiseñores y toda clase de aves africanas exóticas. En Valencia, un gallo ciego le recuerda a Juan de Bohemia, quien, habiendo casi perdido la vista, lucha hasta encontrar la muerte en la batalla de Crecy. En las Canarias, lo sorprenden los perros y las cabras de tres colores y compra gallos finos para enriquecer su colección de animales. En Argelia perturban su sueño, en las llanuras de Blidah, varias cigüeñas que, nos dice Maximiliano, quizás eran las mismas que una vez habían seguido el ferrocarril que lo conducía hacia Praga. A un hombre así, que podía darse el lujo de amar la Naturaleza desde un punto de vista casi olímpico, le debe de haber entusiasmado la idea de transformarse en amo y señor de un país americano con una fauna tan rica como la de México. Durante su estancia en el Brasil, Max registra en su diario algunas de las maravillas de la fauna tropical. El Sangue do boi, pájaro de intenso color rojo, que es como «una joya que vuela». Diversas clases de besaflores o colibríes, «que desafían cualquier descripción —dice—, como el aliento de la poesía o las vibrantes notas del arpa eólica». Las luciérnagas gigantes. El guatí de verdes ojos resplandecientes cuyos arranques de cólera le parecen muy cómicos. Los cangrejos que tapizan los mangles. Los faisanes verdes con ojos sombreados de escarlata, de los cuales Max es la primera persona en llevar dos ejemplares vivos a Europa. En Brasil, también, en pleno Mato Virgem —donde come mono asado—, Maximiliano, vestido con una blusa azul, pantalones de lino blanco, una gorra de dormir —«lo más adecuado para caminar en la selva», afirma— y botas rojas, se encuentra de pronto lleno de «carapatos».
     «La sola idea de verme cubierto de insectos, y sobre todo de insectos extranjeros —escribe en sus memorias—, me llenaba de horror y disgusto». Pobre Fernando Maximiliano: en Brasil, y tal como lo cuenta, le quedaba el recurso de bañarse con agua de tabaco o de llamar a un negro: «los negros son especialmente hábiles para quitar estos insectos», dice. Pero no contó con esa clase de ayuda durante la primera noche que él y Carlota pasaron en el Palacio Nacional de México, en la que ambos se vieron atacados ferozmente por insectos extranjeros —chinches mexicanas de la peor ralea—, que tuvieron el privilegio de alimentarse con la sangre del descendiente de los Césares y de la nieta del rey de Francia. Como resultado, Max tuvo que abandonar el lecho conyugal para pasar la noche en una mesa de billar. Este primer encuentro con un humilde pero feroz representante de la fauna local, sería recordado más tarde por el emperador desde su celda de Querétaro. Tampoco, en México, pudo Maximiliano —a pesar de sus escapadas a Cuernavaca y de su estadía en Orizaba— dedicar todo el tiempo que hubiera querido a conocer y disfrutar las especies exóticas. A cambio de ello, no faltaron, en el Diario Oficial del Imperio, artículos sobre diversos animales, desde la boa hasta las sanguijuelas. De estos otros chupadores de sangre se encargó en especial el gobierno de Maximiliano, decretando la creación de viveros a fin de combatir la Glossiphonia granulosa. Haciendo a un lado otra clase de sanguijuelas que en un momento u otro se nutrieron del Imperio —como el famoso Padre Fisher y la familia Iturbide— y de algunas fieras como el General Márquez, Maximiliano limitó su zoológico privado a algunos cuantos pájaros y fieles canes. En Cuernavaca, sus perras habaneras lo acompañaban cuando, acostado en una hamaca de seda, bebe vinos del Rhin o pulque con champaña. En Querétaro, Max se pasea por el Convento de la Cruz seguido de su perra española Bébelle, mientras le dicta a Blasio modificaciones al Ceremonial de la Corte. A Querétaro se lleva también a su perro King Charles Baby, el cual, para regocijo del emperador, suele morder los tobillos de algunos de sus oficiales. Y a Querétaro, por último, lleva sus dos caballos favoritos: el dócil Anteburro, del que se baja poco antes de llegar a la ciudad, para subirse al fogoso Orispelo, vestido ya el Emperador de general mexicano, al cuello el Gran Collar del Águila Imperial. En marzo de 1867, pocos días antes de que las tropas juaristas destruyan el acueducto que surtía de agua a la ciudad de Querétaro, Maximiliano le escribe una carta a Bilimeck donde le dice que a su alrededor, en lugar de abejas, revolotean las balas, pero que en los bosques de Calpulalpan había tenido oportunidad de contemplar mariposas soberbias. Recuerda su primer encuentro con las chinches mexicanas y le dice al naturalista que ha descubierto en el Convento de la Cruz una nueva especie «que parece tener mandíbulas dobles». Maximiliano la bautiza con el nombre de Simex domesticus queretari.

México, df, 31 de agosto de 1981


Estos dos artículos, aparecidos originalmente en Proceso, fueron escritos mientras el autor trabajaba en su novela Noticias del Imperio.
 
 

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