Rafael Courtoisie / Fragmentos de la noche

a)  La noche siempre es una parte de algo mayor, algo que no termina con el día y que es más que la oscuridad y el sueño: la noche es la fruta repetida de un árbol incesante, alto y eterno, es la fruta cuyo número infinito hizo temer a Blas Pascal cuando desarrollaba la Teoría Combinatoria y perdía una y otra vez jugando a los dados, apostando, llorando a mares ante el pabilo de una vela que solamente estaba encendida en su mente, puesto que Pascal, el gran matemático y hombre de fe, lloraba sumido en la sombra, cuando creía que nadie podía verlo, cada vez que perdía en el juego.

b)  Jorge Luis Borges es responsable de uno de los títulos más sencillos y hermosos que hayan sido concebidos: «Historia de la noche».
Pero la belleza no quita lo falaz: la noche no tiene comienzo ni fin, la noche no tiene historia. La noche no ocurre en el tiempo sino en el cuerpo del espacio, un cuerpo extendido, completamente vivo y plegado sobre sí mismo, de modo que cuando se toca un extremo se está tocando exactamente el opuesto, y cuando parece que va a amanecer es otra noche la que está surgiendo, una noche hecha de carne de luz.
La noche no acaba nunca y nunca empieza.Qué maravilla el texto de Borges, para leer con los ojos, cuando atardece.

c)  La noche, entre los metales, se parece al hierro, por lo duro de su oscuridad y porque el agua y el viento la muerden aquí y allá, le comen el cuerpo, la rasgan con los dientes caninos del óxido, la locura y la soledad.

Pero la noche resiste. Sus partes aguantan.
La noche, entre los animales, es el búho y el gato y el cadáver de una quimera griega, momificada y exhibida en un salón secundario del British Museum.
La noche, entre los hombres vivos, se llama Juan, como el Bautista, como el apóstol y como el poeta Juancito Gelman, quien ha entrado en la noche para no morir.
La noche, entre los hombres muertos, se llama Isidore Ducasse, pero está vivo.
La noche, entre los muertos, se llama Marcel Proust, pero su busca del tiempo perdido lo hace respirar a oscuras.
La noche, entre las herramientas, es la masa de un martillo que no termina de golpear, y golpear y golpear.
La noche, entre las mujeres vivas y muertas, se llama Virginia Woolf.

Se llama Virginia Woolf.
Se llama Virginia Woolf.
Se llama Virginia Woolf.

d)  Mírate los dedos de la mano izquierda: son parte de la noche.
Claro: los de la derecha también, un poco menos.

 

Una miga de pan

Antes de abandonar la mesa, un sistema planetario se dispersa en el mantel.
Al retirar el plato las migas siguen su contorno ausente, el arco de circunferencia que dibujaba la loza cuando estaba aún con alimento humeante y cercado por esa escolta asesina y asimétrica del tenedor a un lado y del cuchillo del otro.
Casi siempre el cuchillo, el más feroz, a la derecha.
El tenedor, su cómplice sibilino, su pareja secreta, se ubica a la izquierda.
Parecen opuestos, pretenden pertenecer a extremos de ideología y fines
diferentes.
En el fondo son aliados, se unen o se cruzan sobre la ofrenda alimentaria para conseguir el mismo fin.
Colaboran, se ayudan. Son cómplices.
El tenedor a la izquierda para disimular, para completar, para expresar oposición ideológica y de forma retórica frente a la moral conservadora del cuchillo.
El cuchillo a la derecha, autoritario, amenazante, tirano.
El tenedor, sólo en apariencia más tolerante, a la izquierda, es feroz de otra forma: su dentadura metálica, su mordedura de cuatro dientes se hunde en las perlas de las arvejas, atormenta la blancura de las papas, pincha la rodaja de pepino y la hostia roja del tomate entristecido es ensartada sin que hesite ni suspire.
El cuchillo corta, el tenedor persigue, encarcela, atrapa.
Ambos están de acuerdo.
Trozan, parten, separan, descuartizan, acarrean, aprovechan la combinación del filo rectilíneo con las rejas curvas del tridente de cuatro dientes, demoníaco, que pinza y atrapa, que es cárcel aunque sutil, de aire más civilizado, casi artístico, petit bourgois pseudorrevolucionario, aristócrata y lumpen, todo a un tiempo.
Tenedor y cuchillo son herramientas monstruosas. Criminales. Psicópatas. Autores de delitos de lesa humanidad.
Pero ya no están sobre el mantel: fueron quitados de la vista condescendiente de los comensales, retirados encima del cadalso, del plato sucio de gotas de grasa e ignominia. De restos de cadáveres del almuerzo.
Queda solamente el sistema planetario de las migas, y entre las migas una que, tomada entre los dedos, semeja el misterio rumoroso y pleno de la luna.
Una miga: un trozo de la carne de Cristo cercano al anillo de vino que decora el fondo del vaso con su sangre, fruto de la vid y del trabajo del hombre.
La miga, «esa» miga: un pedazo redondo de conciencia irá, al fin, a parar a la basura, como algunas promesas y el hálito levísimo del Espíritu Santo.

Meditación sobre el vestido

La palabra «desnudez» está cubierta de signos, vestida de letras, oculta por velos de sonido.
La palabra «desnudez» engaña: es una de las palabras más vestidas, arropadas, cubierta por sus propias sílabas y por telas de seda o lino de adjetivos, verbos, adverbios, artículos y adyacencias en general que le tapan el rostro del sexo, cubren sus partes pudendas, sus «vergüenzas» sintagmáticas.
La «desnudez» sugiere, muestra pero sin exhibir.
El higo genital de su género gramatical femenino y la expresión colgante de su evidente badajo masculino que procura disimular entre los pliegues lingüísticos constituyen la falacia de falsa oposición, el oxímoron secreto de algunos sustantivos.
A pesar de lo que diga el diccionario, «desnudez» pertenece, según el caso, tanto a un género como a otro, y se mueve entre ambos con una liviandad que asusta.
Los extremos —que en otras lenguas son neutros, asexuados— aquí se muestran insinuantes, ambiguos, tientan en grado mayor o menor, según el temperamento del hablante.
Cuidado con la palabra «desnudez».
Quien la pronuncia lenta, delicada, siente, en la punta de la lengua, ganas de envolverla y abrigarla.

 

Meditación acerca del limón

El limón con su ruido ácido.
Su melodía, apenas como un sol vegetal apretado, adelgaza la voz del té.
Su silbido agrio flocula la leche, la hace digerible en grumos, logra que dentro del recipiente antes homogéneo, inmensamente blanco, se ponga a nevar, separa el suero de los copos, la verdad de la mentira, el fin de los medios.
El silbido del limón, como el soplo de un viento finísimo en invierno, desdobla el misterio segregado por las ubres de la vaca en partes de naturaleza diferente: una se parece al mar primigenio, amniótico, y otra a una galaxia láctea, alimenticia, coagulada en el mundo del vaso.
El jugo y la apariencia del limón es un sonido amarillo, persistente.
Su voz se escucha en la lengua, dentro del templo del paladar.
Mientras el aceite de oliva abriga la ensalada, la canción del limón hace tiritar a la lechuga, alza la sangre del tomate y permite que la sal traiga el oleaje, una lengua erizada de mar hasta la orilla del plato.
La música del limón es de una hermosa violencia: un sol cortado a la mitad se aprieta en la palma de la mano.
Su invencible debilidad derrota la tristeza.

 

 

Comparte este texto: