Inés no da entrevistas / Mónica Lavín

Abrí el paquete de libros, ansiosa por el estreno de un nuevo título. Allí estaba Desararaigos, una portada sobria, pero otro el nombre de la autora. Inquieta, desenfundé el ejemplar; en la solapa, la foto de la autora confirmaba que no era yo. Un retrato en blanco y negro de una mujer que más parecía diva de los años cincuenta que escritora del siglo xxi. El retrato revelaba el hombro descubierto del que seguramente era un vestido de noche, una gargantilla de brillantes diminutos, o lo que así parecía, un largo cuello despejado y un rostro de pómulos notables y boca carnosa, bien enmarcado por el pelo recogido en un chongo elegante. No era mi nombre, ni era yo, ni siquiera en el pasado. Esto era un timo. No quise leer una breve semblanza de un párrafo que revelaba juventud en la autora y hablé a la editorial, indignada. Los demandaría. Verifiqué que el texto del libro fuera el mío, tal vez alguien había coincidido en el título, cosa dudosa, pero el arranque preciso —que hice y rehice— estaba impreso y me volvió a parecer acertado. El orgullo, que en otro momento me hubiera invadido como un trance efímero del paso de lo privado a lo público, era ahora rabia. Desconcierto. La asistente del editor no me comunicó con él, pero dijo, como si hubiera recibido instrucciones previas, que su jefe me invitaba a comer el día que yo quisiera de esa semana. Hoy mismo, respondí.

Cuando llegué al restaurante que acostumbrábamos, con un amargor en el rostro, como si no estuviera cierta de una jugada en la que me esperaba la estocada final, el editor intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo «¡Salud!» y alzó la copa, que yo no secundé.
     —No me vas a comprar con regalitos —dije, alterada, sin abrir la caja azul de Tiffany.
      —Seamos realistas, tu título no venderá. En cambio, si es el estreno de una autora joven con dotes notables para la escritura, con un sarcasmo y una sabiduría inusuales, causará sensación —fue al grano.
      Di un trago fuerte al vermouth, no sabía si debía ponerme de pie y salir de allí. Me ofendía.
      —Es una buena trama para una novela —contesté, agria —. ¿Sabes cuántos años me ha costado mi nombre?
      —Vanidad, querida. ¿Quieres vender libros o proteger tu nombre?
      No tenía respuestas para semejantes asuntos que no me había planteado.
      —Nosotros hacemos libros para que se vendan. Tenemos estrategias. Tú no necesitas un nombre, ya lo tienes.
      —Me estás insultando, cada libro es nacer de nuevo.
      —Vamos, tú y yo sabemos de este asunto. Te estás poniendo melodramática.
      —Y tú insolente.
      Trajeron el sashimi fino, y jugueteé, incierta, con algunas de las lajas.
      —Esto es increíble, alterar la autoría de un libro mío es usarme. Esa posibilidad no existe en el contrato.
      —Tu agente y yo lo pactamos en una adenda. Estamos seguros de que habrá dinero y el siguiente lo publicarás con tu nombre. Inés Suárez será una mártir de la literatura. Morirá joven y el título venderá aún más. Será una minita de oro. Tal vez algún día revelemos la verdad. Ya veremos si conviene. Entonces tú podrás entrar al relevo, como la víctima de los tiburones de la industria editorial que hicieron aquel acto vil sin tu consentimiento y te ataron de manos. Pero ahora te toca ser heroína silenciosa. Y cobrar. ¿No te querías ir fuera del país por un tiempo a escribir?
      Sopesé las palabras que sometían mi rabia.
      —¿Y quién dará la cara a la prensa?
      —Inés no da entrevistas, vive en Filipinas. Es su primer libro y no quiere salir a la luz pública.
      —Eso apagará a los medios.
      —Tenemos más fotos para encenderlos.
      —Es muy bella —tuve que conceder.
      —No que tú no lo seas, querida. Pero al tiempo no se le puede detener. Tus libros son cada vez mejores y no conviene que publiques tan a menudo. Hay que hacer que tus lectores esperen al gordo. El que viene. Éste es muy experimental. Confía en nosotros.
      —¿Y quién es ella en realidad? —desatendí sus consejos.
      —Inés Suárez, vive en Filipinas… —repitió como un autómata.
      —Déjate de tonterías.
      Trajeron la langosta y vertieron el vino fresco en las copas. Y yo pensé en la vanidad. El título o mi nombre… El dinero no es la vida. Me animé a desatar la caja y a descubrir una gargantilla de brillantes delgada y fina como la que llevaba Inés en la foto. Desconcertada, sólo atiné a decir:
      —Nunca pensé poseer algo así.
      Cuando llegué a casa estaba mareada. Me despejé el cuello y me puse la gargantilla frente al espejo. De mi piel rebotaron pequeños destellos como los del sol sobre el agua de las albercas. Sentí la suavidad del descanso, de ceder la responsabilidad de las palabras a otra.
      Aunque al tiempo no se le podía detener, esta vez me pertenecía, sería yo una espía del devenir de un título por el que no tendría que dar la cara. Ni una sola entrevista. Que los otros hablaran de él. Gozaría en silencio los logros y mentiras que emergieran del mito. Acaricié los brillos.
      Tendría material para la novela siguiente y una gargantilla impensable.

 

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