Habitación, la brisa / Carlos Bernatek

a Jacobo Regen

Ahora que ha llegado el silencio
a este cuarto de hotel, apenas comienzo a recordar cómo he venido. Es la ciudad que te abruma, marea con ese siseo permanente, el tránsito de gente insomne. Aquí hasta el silencio hace ruido. Pero, por un momento, todo parece al menos quieto, detenido; como murmurando un impulso para que todo se reinicie ¿A qué he venido? Ya va siendo hora de que empiecen a olvidarme en vez de homenajearme. Me vistieron, me armaron una valija y me subieron a un avión. No lo culpo a Hache; él cree que estas cosas me hacen bien: las llama reconocimiento. Apenas quisiera yo reconocerme a mí mismo, reconocer quién fui antes, y qué quedó de aquél en éste que aún respira.

Todo ese episodio, el reflujo del aire que me trajo hasta aquí, lo tengo envuelto en una especie de neblina, como una madrugada en el campo, en la montaña vista por un miope. Dócil, animal viejo, me dejé conducir. Y hasta tuve una sensación de placer cuando atravesábamos las nubes, con los oídos tapados, pensando que ya estaba en el cielo y el tiempo se había detenido para siempre allá arriba.

La ciudad siempre ha sido así de salvaje. Basta que uno ponga los pies en la argamasa para que empiece el vértigo, las voces: todos te piden, te llaman, todo te apremia y los plazos de las cosas continuamente están a punto de caducar. Si tan sólo uno pudiera girar el cuerpo y estar de nuevo en casa…

«Ya estás aquí», ha dicho Hache, como si dijera «Lo peor ya pasó». Y, sin embargo, no siento que esté en ninguna parte. Intuyo en cambio que me estoy yendo, que ya he muerto y miro el mundo desde arriba, que planeo sobre las llanuras de camino a la montaña ya sin sentir dolor alguno. Porque el dolor —huesos, músculos, articulaciones, todo lo profundo— es siempre menos que el de haber perdido a Margarita. Se fue al poco tiempo de aquello del hospital, y ahí se me borró su huella. Me habían encontrado en la calle, medio extraviado; no podía recordar mi casa, ni mi nombre, pero a ella sí que la recordaba: la habría podido dibujar de memoria. Esa mitad era todo lo que me quedaba en la cabeza. Me encerraron y me quedé quieto, esperando que Margarita llegara un día, un amanecer cualquiera, que se abriera la puerta y sus gestos iluminaran la opacidad de la sala. Fui dócil mientras me inyectaban cosas y me atravesaban la piel unos tubos, vaya a saber uno con qué fin, como si la química pudiera quitar, drenarme de los humores del cuerpo el dolor de la ausencia, como un sueño que se desvela y que al despertar resulta otro sueño donde resuenan los ruidos opacos de un mundo a oscuras.

Cada vez permanezco más tiempo en la cama; de pie me canso, un cuerpo enhiesto es una maquinaria en movimiento. Acostado, me dejo sumir en un sueño leve que de a poco desdibuja la realidad, que borronea los límites entre la fantasía de la vida y la vida misma. Me sueño joven a veces, y vuelven los muertos del pasado, yo mismo muerto hablo con el joven que fui, con mi madre, con las mujeres que amé y nunca sabré si me amaron.

Golpean la puerta del cuarto: recuerdo que estoy en un hotel, en la ciudad, que me aguardan para el homenaje, que me han traído desde mi casa hasta aquí sólo para eso. Pero ya no quiero salir de esta cama que me abraza como alguna vez alguien quizá me haya abrazado. Qué importa el tiempo ahora, ni los homenajes, si Margarita se ha ido, si quien quisiera que me abrace y me arrope ya no sé si existe. Los años son así de crueles; nos hacen perder la ilusión, esa idea vaga de quiénes fuimos para los demás, y ni siquiera nos arropan. De viejos deberíamos tener una madre, alguien que nos cante y nos acune, que nos quite los miedos a la otra oscuridad, que nos lleve hasta la puerta de la mano, nos abrigue del frío y nos despida cada noche para siempre.

Por eso no voy a abrir la puerta. Aunque escuche la voz de Hache llamándome. Pobre Hache, con seguridad va a tener que dar explicaciones, pedir disculpas, pasar el mal trago. Ni siquiera puedo contarle porque no hay modo de contar cómo se extingue lo que alguna vez quemó. Todo se vuelve una espiral de imágenes, fotos antiguas de una vida que giran, se posan un instante y desaparecen ¿Qué he hecho? ¿Escribir esos poemas? Eso no es la vida. No sé qué es, pero no eso. Los homenajes sí son eso: hablar, agradecer, sonreír. Yo apenas quisiera agradecerle a Margarita esos últimos meses, y pedirle, suplicarle si fuera preciso, que vuelva una tarde, que nos sentemos juntos a la sombra de la parra, aunque sea en silencio, a mirar juntos el horizonte, la puesta del sol. Eso sólo.

No quiero morirme en esta habitación, tan lejos de todo. Quisiera vivir de nuevo, desde el principio, ingenuo como un niño de provincia, como si de nada me hubiera enterado: empezar otra vez como un libro que recién se abre, desde la primera hoja en blanco. La dedicatoria: A Margarita, mi amor, para que ella sepa cuánto la quise, y no sólo a ella, a todo lo que he amado, aunque sea un ratito, un instante antes de desaparecer en el aire como una pluma, un colibrí, el pétalo que cae desde un jazmín.

El aire se me dilata adentro, como si se apropiara del pecho, de cada latido. Ya siento que pertenezco casi al aire y ese soplido me lleva con él, y quisiera que esa brisa misma me llevara de nuevo a casa, a despedirme de las plantas, del paisaje, de todo lo que pueda sobrevivirme. Ya está, se cierra el libro y no queda mucho más por decir. Andará por el viento mi Margarita, imaginando el poema que nunca le he escrito, que se irá conmigo en la noche, en el último sueño, cuando la nombre y el eco en la montaña ya no me devuelva ningún sonido. Así me imagino el silencio, el hueco entre verso y verso, algo que se extingue lento.

Apenas una brisa que me devuelva a casa. Eso espero. Caigo desde un andamio, como un albañil que ha finalizado su jornada, y ya no veo más. Suenan palabras que ya no entiendo, que para mí han perdido todo sentido. Esas palabras, como todas las cosas que ya no escucharé, también sueñan que sueñan.

 

 

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