Gerardo Deniz: cuatro visitas guiadas

In memoriam†Gerardo Deniz

Gerardo Deniz: cuatro visitas guiadas

La Dirección General de Publicaciones de Conaculta prepara la segunda edición de uno de los libros más originales de Deniz. Aparecido en el año 2000, bajo el sello de Gatuperio Editores, Visitas guiadas reúne cerca de cuarenta poemas acompañados de sus respectivos comentarios, que van de la simple enumeración de los «ingredientes» que los componen hasta el relato de los pasajes de la vida del poeta que se cuentan en ellos, todo generosamente regado de referencias librescas, filológicas y científicas —la mayoría de ellas de difícil acceso para el lector común. La intención de Deniz es demostrar que nada de lo que aparece en sus poemas es gratuito y que todo responde a una rigurosa necesidad. Este adelanto de la reedición de uno de los títulos de su bibliografía que más interés causaron entre lectores y críticos, y que prácticamente ha sido inconseguible durante los últimos quince años, es una muestra perfecta del mecanismo de su operación imaginativa y un buen ejemplo de la singularísima prosa de un poeta excepcional.
Fernando Fernández

Samsara
De Gatuperio (1978)

Las hijas de las madres que amé tanto
me besan hoy como se besa a un santo.

Tú y tú y tú,
Venus esteatopigia, ángel un poco demasiado tomentoso,
  señora:
empieza a redactar
mi parcial ficha antropométrica
para —parcial— orientación de tus hijas.
Tal vez alguna, Dios mediante,
después de llegar otra vez con retraso y absorta a la cena casera,
te ayudase a llenar renglones en blanco
—modos, hábitos, manías
que entonces no quisiste contribuir a establecer.

Samsara
Venus esteatopigias («culigrasas», en griego) llaman los arqueólogos a ciertas figuritas prehistóricas femeninas violentamente nalgonas. Tomentoso quiere decir velludo (las damas que, en su madurez, echan bigote, etc.).
Pues bien, tú, señora de mi edad, víctima acaso de nalgonerías o peludeces que en ocasiones trae el tiempo consigo; tú, que en aquellos tiempos en que me enamoré de ti y no me hiciste caso eras una venus, un ángel —ahora con defectillos—, ¿por qué no haces una descripción, una ficha con lo que recuerdas de mí —incompleto y anticuado, por supuesto? A lo mejor le podía servir de algo a una hija tuya, si Dios quiere —como ha querido alguna vez—, tal vez vuelva a casa un poco retrasada y abstraída, después de pasar la tarde conmigo.
Ella, a su vez, menos despreciativa que tú en aquellas viejas épocas, podrá completar la susodicha ficha con datos acerca de mis modos, mis hábitos, mis manías —ahora ya irreversibles y que tú, señora, en aquellas viejas épocas que decíamos, no te dignaste contribuir a implantar.
El epígrafe, decididamente irónico, es una de esas cosas inconfundibles de Campoamor. No respondo de su exactitud; lo conozco de oídas nada más.
Samsara es, en el budismo, el eterno girar de los seres y los tiempos.

Autopsia de Beethoven
De Enroque (1986)

Cuentan que sin tener aún hijos aullantes
ayudó usted, Rokitansky, a disecar al sordo
en el nombre del Señor, del Junior y del Paracleto
—y encontraron un buey sobre su oído,
un hígado más tieso que la nuez de Krakatuk
de que hablaba el otro karaliauchiusano ilustre
(pues el mago del Norte no es pa tanto).

Les essaims de moineaux se disputant des lambeaux de poumons,
Hosenknopf sentado en el suelo, inflando la vejiga,
Flora mericista sacándose enredaderas de la boca—

Sobre un azulejo talaverano aus dem Schwarzspanierhause
iban poniendo lo que salía de notable
—claves, silencios, alteraciones
semejantes a dijes, bagatelas, espinas diversas
del pescado que tanto le gustaba,
cuando apareció una pieza de lo más rara,
índice en alto, mandón, cual sovvenire apenas cartográfico
de una córcega. Pero al ir a envolverla para la colección hunteriana
se deshizo entre el revuelo del público,
pues una condesa maltrecha sucumbió a la emoción,
usted le acercó a las naricillas espíritu de cuerno de ciervo
(el ruido de un avión cubre el final).

Autopsia de Beethoven
El apellido de quien autopsió a Beethoven consta apenas en la historia y a nadie le importa. En cambio, el apellido de su joven ayudante en aquella ocasión habría de entrar más tarde en la fama: Rokitansky, uno de los fundadores de la anatomía patológica, quien realizó con sus propias garras decenas de miles de autopsias. Al margen de esta discutible ocupación, Rokitansky tuvo cuatro hijos. Dos médicos y dos cantantes o, como decía el alegre papá: —Dos heilen [= curan] y dos heulen [= aúllan]. (Este último chiste lo cuenta Freud por ahí).
En la católica Austria, es lógico que hasta las autopsias se hicieran con el permiso de Dios, sólo que el análisis de la Trinidad en «Senior y Junior» (el Paracleto no es novedad) se lo debo a Étiemble, autor que, por abundar en pendejadas, no deja de tener buenos puntos.
Lo primero que indagaron los autopsistas en Beethoven fue, por supuesto, el oído: gran músico y gran sordo, oh paradoja, etc., etc. ¿Qué encontraron? Nada de particular, por supuesto. ¿Cómo decirlo? Recurriendo a Esquilo. Al principio del Agamenón, el vigía solitario, para significar que no se atreve a decirlo todo, suelta la frase misteriosa y espléndida (que muchas traducciones soslayan):
—Hay un buey encima de mi lengua. Cf. Teognis, i, 815-6, cum commento.
Lo que sí fue patente aun en una brutal autopsia de 1827 fue que el hígado de aquel sordo estaba en estado deplorable. El alcohol, sin duda, y esas cosas. Era una verdadera piedra, duro como la nuez de Krakatuk.
Abramos un paréntesis. No tengo ganas ahora de investigar el episodio (del cual parece haber más de una versión), que de seguro no fue exactamente como lo voy a contar, pero eso no afecta al poema. Resulta que Alfonso Reyes aludió por ahí al «otro regiomontano ilustre»; como el uno era Fray Servando, se pensó que con «el otro» se refería a sí mismo. Hay quien dice que fue el Abate de Mendoza quien dedujo que el anónimo regiomontano era Kant, nativo de Königsberg
[= monte-del-rey].
Ahora bien, según es frecuente en la agitada geografía de la Europa oriental, la ciudad de Königsberg tiene varios nombres (hoy, por ejemplo, se llama Kaliningrado y es dichosa porción rusa). Tal vez el más legítimo de estos nombres sea el de Karaliauchius, en lituano. Allí nacieron varios personajes. Kant, desde luego, que en este poema representa el primer karaliauchiusano ilustre. Y E. T. A. Hoffmann, que es, así, «el otro». De Karaliauchius-Königsberg era también el chiflado de Hamann, «el Mago del Norte» —sólo que, según yo, no merece ser llamado ilustre; no fue pa tanto. Volviendo un poco atrás, bastará con recordar que la durísima nuez de Krakatuk figura en un conocido cuento de Hoffmann. El poema es diáfano, según se va viendo.
El gran Berlioz, de joven, pasó un mal rato la primera vez que, metido por prescripción paterna a estudiante de medicina, entró en una horrenda sala de destripamientos donde se veían, entre los cadáveres despedazados, «enjambres de gorriones disputándose jirones de pulmón» —según narró luego en sus memorias Berlioz. Cronológicamente, aquello sucedió unos años antes de la autopsia de Beethoven; me siento, pues, autorizado para llevar a Viena los gorriones franceses.
Durante su última enfermedad, visitaba a Beethoven el hijo chico de un viejo amigo; Beethoven llamaba al niño Hosenknopf [= botón de pantalón]. El resto de este verso es lo único en el poema que una erudición suficiente no lograría desentrañar: en efecto, la imagen de un niño sentado en el suelo, inflando la vejiga (de vaca, supongo), en una antigua carnicería, procede de un viejo grabado, en una colección de «artes y oficios» que me acompaña desde la infancia. Es un poco salvaje hacer intervenir aquí esta evocación personal del oficio de carnicero, y aún peor el hacer que el pequeño Hosenknopf juegue de esta manera con la vejiga del gran hombre. Es que quiero que la autopsia de Beethoven tenga espectadores variados.
Flora, por ejemplo. Se la puede ver, echando una enredadera por la boca, a la derecha (si mal no recuerdo) de la Primavera de Botticelli. (Que se trata de Flora, en ese cuadro, lo leí por ahí; si no es ella, lo lamento). Por supuesto, la autopsia de Beethoven fue en primavera. No se me olvide: el «mericismo» (del verbo griego para «rumiar») es el arte de tragarse cosas inverosímiles y luego ir sacándoselas de la boca.
Hagamos una merecida pausa antes de examinar lo que sacaban de Beethoven los autopsistas, Rokitansky y su maestro.
Beethoven agonizó largamente y murió en una casa llamada «del español negro» [= Schwarzspanierhaus]. El porqué de este nombre nos apartaría del recto camino; no interesa. Largos años después de la autopsia, el pequeño Hosenknopf, ya crecido, redactó sus recuerdos, a los cuales llamó «de la casa del español negro» [= aus dem Schwarzspanierhause]. Es razonable suponer que en una casa tan hispánica hubiese azulejos de Talavera, y es bonito imaginar que encima de uno de ellos fuese colocando Rokitansky, con mucho cuidado, los fragmentos notables de Beethoven que el autopsiador mayor iba extrayendo con sabiduría.
Después del buey sobre el oído, ¿qué aparecería? De momento —cosa quizá natural en un músico—, «claves, silencios, alteraciones», garabatos de escritura musical, en palabras del más repetido poema de Pellicer (según señalaría A. Asiain en cierto memorable ensayo). Garabatos, bagatelas (título, éste, de un racimo de hermosas piezas para piano del Beethoven más maduro). O espinas de pescado, la comida favorita de Beethoven, como es bien sabido.
Ahora, atención —pues sale a relucir un fragmento anatómico extraño, inesperado. Sin duda pequeño (por lo fácilmente que se deshace enseguida), pero significativo de seguro; su forma recordaba la de la isla de Córcega, era de ésta un recuerdo [= sovvenire] apenas cartográfico. El dedo mandón alzado se ve claro en el mapa de dicha isla.
Más enrevesado que el problema de Reyes y el regiomontano ilustre es el de Beethoven y Napoleón. Baste con recordar que, según cuentan, Beethoven empezó por dedicar su 3ª. sinfonía a Napoleón (nativo de Córcega, casualmente, y mandón como Beethoven). Luego se enojó con él y la llamó sinfonía «compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre» [= …il sovvenire di un grand’uomo].
El hallazgo de aquella porquería en forma de córcega despertó (según el autor del abominable poema) gran revuelo entre los asistentes a la autopsia. Al grado de que la inapreciable pieza anatómica se desintegró. Lástima, pues la iban a remitir a la célebre colección del médico inglés Hunter —con lo cual la córcega habría durado hasta la segunda guerra mundial, cuando una bomba nazi mandó al carajo la venerable colección hunteriana.
La confusión se agravó porque en el público se desmayó una de las múltiples condesas (¿Teresa? ¿Julieta?…) que sazonaron la vida de Beethoven. El joven auxiliar Rokitansky le tuvo que dar a respirar a la dama un pomo de aquellas famosas «sales» para que volviera en sí. Dichas «sales» (cloruro de amonio) olían a amoniaco. Y «espíritu de cuerno de ciervo» no es sino un hermoso nombre arcaico del amoniaco.
¿Continuamos? No, desde luego. Sirva de pretexto para la interrupción un ruido de avión, mucho más actual que el revoloteo de condesas y pajarracos. Unas observaciones finales.
El poema no apunta a nada, por supuesto. Únicamente se burla del afán de encontrar, mediante una autopsia brutal, el «porqué» de una sinfonía. La pequeña córcega visceral, tan prometedora, se deshace de un soplido (y, de haberse conservado, tampoco habría aclarado nada).
Ahora bien, ¡ojo!: el que quiera, que extrapole a partir del poema; estará en su derecho. Sólo que, hablando con exactitud, el poema no dice que las «cosas del espíritu» sean cosas sublimes, muy por encima de la vil materia e irreductibles a ésta. El autor del poema, según se puede deducir de otros múltiples pasajes suyos, está persuadido de que no existe ningún «espíritu» y de que con la materia, vil o no, es suficiente. Aquí nada más se divierte con la inepcia de 1827 (que por algunos lados no ha cambiado hoy: desde hace más de treinta años, el cerebro de Einstein espera, dentro de un frasco de formol, a ser estudiado). Todo es materia y energía, pero muchos asuntos no se logran poner en claro con sólo meter dedazos en las tripas.
Aunque culpable de numerosas atrocidades, creo que en pocos se acumularon mis horrores en el grado que en este poema (o lo que sea).

Impedimento estérico
De Gatuperio (1978)

A veces, alejándome en mi celerífero
que trocaré pronto por una draisiana,
se me ocurre (entonces me vuelvo y te tiro un beso)
que si tus esteroides te hacen tan bella,
los míos más bella todavía,
y hasta crean el concepto de belleza,
bien pudieran
—con un estorbosísimo sulfhidrilo en 8ß, quizá—
lograr que al dejar de mirarte no me afectara tu pendejez
(ya que suprimirla
sería superior a toda química).

Impedimento estérico
Después de la revolución francesa, los elegantes paseaban montados en celeríferos, y más tarde en draisianas («caballos de dandy», en inglés), seudobicicletitas tan grotescas que lo mejor será buscar su ilustración en alguna enciclopedia.
Pues bien, alejándome de ti en un artefacto de éstos, a veces se me ocurre que eres intensamente pendeja. Eso lo pienso muchas veces, claro, pero el que sea cuando todavía estás tan cerca, me inspira cierto remordimiento; por eso me vuelvo y te tiro un beso.
Las hormonas sexuales son sustancias esteroides. Las tuyas te hacen más bella; las mías hacen que me lo parezcas —y hasta hay quienes suponen, como yo, que el concepto mismo de belleza no tiene nada de metafísico, sino que procede exclusivamente de crudas interacciones bioquímicas de este género.
Ahora bien, si las estructuras químicas de las sustancias biológicas tienen efectos tan trascendentales, es lástima que la naturaleza no imponga alguna alteración a alguna hormona, que haga que yo viva mejor. Entre las infinitas modificaciones estructurales posibles se me ocurre, al azar, la introducción de un sulfhidrilo en la posición llamada 8beta de los esteroides; el tal sulfhidrilo (no importa lo que sea) ocupa mucho espacio en la molécula, y en la mencionada posición causaría lo que se llama impedimento estérico, estorbo o atasco espacial (título del poema).
Que yo viva mejor, decía. Me conformo con que el cambio bioquímico haga que no me percate de tu pendejez al dejar de verte (soy tan buena persona, que en tu presencia no me doy ni cuenta). No es pedir tanto: si pidiera que dejases de ser pendeja, en cambio, me temo que no habría modificaciones químicas que lo lograran.
Desde luego, el que la palabra «impedimento» aparezca en el título alude también al impedimento para tomar las cosas como son. Etc.

Amados, 1
De Enroque (1986)

                                         Lee los libros esenciales, 
 bebe leche de leonas; gusta el vino
                                         de los fuertes: tu Platón y tu Plotino,
                                         tu Pitágoras…

Entre los árboles del Bois de Boulogne avanza,
pestañea,
        continúa.
Viene leyendo un librito.
En la derecha el biberón. Se detiene,
chupa con recato,
              continúa.
—….
   —De leonas.
(Con la voz y la sonrisa que se hicieron legendarias).
Se borra en la neblina,
                    murmura
8 ×3, 24; 8 ×4, 32; 8×
Hoy lee a Pitágoras. Esencial.

Amados, 1
Lee «tu Pitágoras», aconsejaba el pobre Amado Nervo en sus pomposos versos que pongo de epígrafe.
Qué bonito suena: leer a Platón, a Plotino, a Pitágoras… Por supuesto que Nervo no lo hacía. Pero qué tal presumía. En el caso de Pitágoras hay un amargo hecho que Nervo ignoraba y que revela de modo deslumbrante la vana papanatez de su grotesca recomendación: es imposible leer a Pitágoras, pues de Pitágoras no nos queda ni una palabra. Sólo algunas anécdotas tontas. Apenas la tabla de multiplicar, conocida por pura tradición como «tabla pitagórica». A eso se reduce la vigorizante «leche de leonas» que, según aquel infeliz poeta, nos legó Pitágoras y que él, Nervo, ingería a copiosos biberonazos… Si así de consistente era lo que intercambiaba con la Amada Inmóvil, lo siento por ambos.

 

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