LIBROS / Los árboles que poblarán el Ártico, de Antonio Deltoro / Carmen Villoro

    
La poesía de Antonio Deltoro habla de lo que es más difícil hablar: la experiencia interior, emocional, de la vida. Difícil, porque para ello no hay palabras, o las que hay no son las adecuadas y algunas veces el silencio es más elocuente que ellas. De todos modos, Deltoro habla de eso tan normal y al mismo tiempo tan extraordinario, tan universal y tan particular, que es estar vivo. Para poder tocar con su poesía lo que difícilmente se transmite por el lenguaje, el poeta ha hecho a lo largo de su obra un ejercicio de depuración. Cada palabra, cada verso es pesado en una balanza, delicadamente calibrado, metódicamente degustado, no con el afán purista del científico, sino con el talento artístico del jardinero que poda las plantas quitando las hojas secas para que las fuertes reverdezcan. Con este trabajo, su obra no gana en perfección, —no es ésa su búsqueda—, sino en sentido. Su poesía ha tomado las formas de la prosa, del verso largo, del verso corto, y en este libro más corto todavía, como si cada vez necesitara menos palabras para decir más. El colmo (es un decir) es el último poema de este libro, «Algo», en el que condensa en tan pocas y breves palabras esa experiencia innombrable que es el olvido.
    
     Algo
    
     Se fue
     como se han ido
     tantas cosas
     de mis manos.
     Ahora mismo,
     sólo recuerdo
     que recordaba
     algo.
    
     Así que, mientras más avanza su poesía, de libro en libro y de página en página, se va quitando adornos, ropas, se descalza, se vuelve cada vez más natural y orgánica y tiende a desaparecer. Pero antes de que eso suceda, su poesía se detiene en los objetos, en los hechos, en las sensaciones corporales, cada vez más en estos registros íntimos del cuerpo que nos reportan nuestra condición de existencia. Lo hace sin prisa, dejando que la experiencia se decante por sí misma. Porque para Antonio Deltoro, así lo ha dicho, «escribir poesía, más que un trabajo, es una disponibilidad; un colocarse en cierta posición para alcanzar un estado apenas separado del cotidiano: una “normalidad aguda”, como dice Guillén: como el niño que sale a la calle y no sabe qué juego lo encontrará».
     Pero el juego de Antonio es un juego desde la quietud, desde la inmovilidad, no en balde otro de sus libros de poesía lleva el nombre de El quieto. Y aunque sea otro el libro que estamos presentando, no puedo dejar de leer el poema de ese otro libro, El quieto, que se llama «Un árbol»:
    
     Un árbol ancho,
     donde no cante el pájaro,
     ni las ardillas suban,
     ni se esconda inquietud.
     Un árbol que vaya ganando calma
     como los otros altura y espesor.
     Quiero plantar un árbol de silencio
     y sentarme a esperar
     a que sus frutos caigan.
    
     Su poesía tiene, entonces, que ver con la espera, con la paciencia, con la contemplación atenta y minuciosa de las cosas. De ahí su gusto por el aforismo y el haikú. Nadie más ajeno que Antonio Deltoro a los esnobismos y a la pirotecnia verbal. Sus poemas no buscan ser espectaculares, no tienen argumentos ni anécdotas complejas, son sencillos y legibles; sus palabras van a buscar lo hondo como en una barranca, quizá por eso utiliza tanto esta imagen, además de que ha vivido siempre cerca de ellas. El escritor ha dicho que el poema nace de un vacío y al final el poema vuelve a él. Es una descripción de su poética y también una metáfora de sus preocupaciones. El poeta ha vivido toda su vida junto a un despeñadero. Así vivimos todos, pero sin conciencia del abismo. Es como si él supiera de esa ausencia que somos, o como si la poesía fuera ese puente movedizo que atraviesa las barrancas que nos construyen.
     Si en sus libros anteriores sus poemas abordan los temas cotidianos y urbanos, en este libro la mirada está puesta en lo orgánico: la naturaleza y el cuerpo sentido como ese animal que somos. La vida es admirable, se le puede ver suceder en la selva y el río, al interior y al exterior del árbol, en los actos y los gestos de los mamíferos, los reptiles, los insectos. Lector acucioso de Eugenio Montejo, Deltoro descifra, como él, un alfabeto que asombra y da sustento a nuestros sentidos. «Si la vida es un río, / ¿por qué no ser un lento río de madera?», dice en su poema «Lecciones que van por las ramas». «Somos tiempo», dijo Octavio Paz, y la poesía de Deltoro no está hecha de otra materia que el tiempo. Y claro que ahí al fondo está la muerte, como en el reloj con instrucciones de Julio Cortázar, en todo en realidad está la muerte, inevitable, pero habría que saberla vivir como los fósiles y las piedras, como los planetas o la oscuridad de las estrellas. O habría que podrirse suavemente para volver a erguirse con raíces y ramas y formar las selvas creadoras de las nubes y las nubes creadoras de las selvas.
     El título del libro Los árboles que poblarán el Ártico es un juego de la imaginación, una ironía que anuncia el final, el caos, la hecatombe, o, tal vez más simplemente, que todo cambia al margen de los hombres. También en el poema «Luna» está plasmada la última oscuridad a la que se encamina el universo. La soledad antigua que todos esperamos. El dramatismo que habita en estas líneas es, sin embargo, de ánimo sosegado, como la aceptación de la vejez en el dolor de espalda. Pero el poeta sonríe al sentir la lluvia «que muchos años después / sigue cayendo». Dice: «Qué maravilla reducirse, / concentrarse, / no salir, / no abarcar, / quedarse con la lluvia…». Y sí, el poeta alude cada vez más a los fenómenos privados: los olvidos, los dolores, los sueños. Pero, como siempre, toca temas diversos y curiosos y lo hace con un sentido del humor agudo y tranquilo. Sonríe porque el mundo tiene algo de gracia. Entre sus sueños está ése en el que se siente exiliado en París, están sus recuerdos de infancia, como el de sus amigos Cañizares y Fernando, que tenían habilidades admirables; o la vivencia de la tormenta que entraba por abajo del portón de madera en la casa de los padres, y con ella el recuerdo de la guerra de España que, en realidad, entraba por todos lados.
     Así que en la poesía de Deltoro hay una mezcla muy particular del niño y el sabio, o del que es sabio porque ha sabido conservar al niño.
     Es, quizá, que cuando el poeta integra la vivencia de la mortalidad y el dolor, disfruta con una sonrisa ese momento efímero que somos. En el poema «Totoltepec» expresa esa contradicción del ser: «Para qué tanto buscar, / siempre se encuentra; / […] quédate aquí, / no busques más / que no se encuentra». La renuncia a la felicidad total nos da siempre un contento disponible.
     Deltoro ve, en la imagen de la tarde, la metáfora del transcurrir del tiempo que tanto le importa, no porque le importe, sino porque le interesa. Dice en su poema «En las tardes»:
    
     Tan enfermizo como bello,
     este canto desde distintos árboles
     te hace vivir, desde distintas tardes,
     en una muy antigua que envejece.
     La sientes, moribunda,
     cada vez que te apartas,
     en la fragilidad dorada
     que precede al ocaso.
    
     Ahí, en la fragilidad dorada, está escrito este libro en el que hay moscas, estrellas, lagartijas, caballitos de mar, gatos y jacarandas. Y está ese «yo» que vive lo que vive, cada día. También están los otros: los débiles y los indiferentes, los correctos, los nerviosos, los tardíos, los desvelados, en fin, los otros, innumerables, tan humanos. El poeta ha llegado a las ligas mayores, por su talento y por su edad, pero sigue jugando a la pelota y a la poesía con alegría y gratitud. En su poema «A bote pronto» dice: «Espero que en mi última hora / gane el agradecimiento, / no el llanto: pido no hacerme el remolón, / quisiera / que me encontrara / la muerte / a bote pronto» .
    
     Los árboles que poblarán el Ártico, de Antonio Deltoro. Era, México, 2012.

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