Tres momentos de la literatura argentina / Silvia Eugenia Castillero

    
1. Todo comenzó en la calle Anchorena 1660. María Kodama —como una aparición— nos recibió (y flotaba) en la puerta de la Fundación Borges, donde vimos algunos manuscritos, fotos de viajes, miniaturas, libros, objetos diversos y el bastón de Borges. También dibujos que solía hacer para acompañar la escritura de sus cuentos.
     Cuando miraba el dibujo de «Las ruinas circulares», María me susurró al oído, como en secreto, que ése es el cuento que más le gusta a ella. Me lo dijo y se marchó sin explicarme el porqué; me quedé mirando el laberinto que Borges había dibujado, esas ruinas concéntricas, con trazos precisos casi fotográficos de un lugar que para mí era conocido. Sucedía que el dibujo que otrora hiciera Borges me conectaba con un todo existencial, a medida que lo miraba me imantaba, pues se convertía en el cruce de innumerables relaciones. Al igual que en el cuento, el dibujo me abría caminos no hacia lo cerrado, sino hacia los puntos diversos del cosmos. 
     Por otra parte, ese caos me escondía una verdad, y lo que era ficción se volvía concepción del mundo, lo que me llevaba —cada vez más— a asistir al momento en que los relatos tomaban la forma de verdad histórica, algo sin tiempo pero anclado en el continuo que es el infinito o la nada. En el laberinto se engendraba la paradoja misma del espacio, el juego de sentidos cerrados y perspectivas abiertas —de reflejos encontrados. Sólo ahí, en el seno de la alegoría, se llegaba al significado del tiempo.
     Esa realidad —esa verdad— es enigmática y es imperativo descifrarla. Soy lectora y, al serlo, me convierto en protagonista de un mundo para despejar su enigma. Aún más, Borges liga estas ruinas circulares con todas las ruinas del planeta, con la historia toda. Nos convierte —como lo afirma Alberto Manguel— en parte de esa literatura universal formada por todas las pequeñas literaturas, a la que confluyen todos los autores en una sola gran autoría humana, y un solo lector. Esto significa que estamos dentro de la tradición literaria, con un pasado que nos nutre y un futuro que nos aguarda y nos moldea.
     Me demoro en «Las ruinas circulares», a la espera de la revelación inminente; me demoro y ahí quedo anclada, pasmada, presa del gozo porque la revelación no se produce; logro, sí, habitar la dimensión estética, la tensión —esa contención: ¿el arte? — es la que me atrapa y me colma.
     Al salir, supe que, en su juventud, Borges habitó la casa contigua.
    
     2. Buenos Aires. Camino por la calle Corrientes: librerías, cafés. Es una avenida ancha y agitada con un parecido a alguna ciudad europea. De golpe recuerdo…
     «…y de golpe, sin saber cómo, se había oído hablándole a Talita como si fuera la Maga, sabiendo que no era pero hablándole de la rayuela, del miedo en el pasillo, del agujero tentador […] Se estaban como alcanzando desde otra parte, con otra parte de sí mismos, y no era de ellos que se trataba, como si estuvieran pagando o cobrando algo por otros, como si fueran los gólems de un encuentro imposible entre sus dueños […] De alguna manera habían ingresado en otra cosa, en ese algo donde se podía estar de gris y ser de rosa, donde se podía haber muerto ahogada en un río (y eso ya no lo estaba pensando ella) y asomar en una noche de Buenos Aires para repetir en la rayuela la imagen misma de lo que acababan de alcanzar, la última casilla, el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos vueltos hacia adentro reconocían y acataban» (Rayuela, capítulo 54).
     Rayuela llegó a los jóvenes mexicanos como una especie de I Ching, un libro mágico, imantado de toda una literatura que ahí no sólo se sintetizaba sino que era sometida a una voz y una mirada lúdicas, arriesgadas, llenas de futuro y euforia. Porque esa voz enarbolaba y hacía eco al ideal de salvación global, humana, la idea de la fraternidad, de que después de las dictaduras seguía la vida en comunidad, el socialismo, el comunismo. Por fin, la llegada al centro y de ahí —como constelaciones— hombres y mujeres eran liberados para vivir, eso, vivir lo cotidiano y a partir de ahí imaginar, crear, abandonarse a los sueños. Y ser fraternos, hermanos, revolucionarios.
     Rayuela cambia el mundo porque nos lleva al otro lado, el lado de allá, a esa otra realidad, otros espacios escondidos en los espacios de todos los días, en las rayuelas callejeras, en las ventanas y los puentes. En los besos. Un libro experimental, misterioso, cuyas reglas son otras reglas capaces de desplegarse en el curso de la lectura.
     Rayuela se quedó entre los jóvenes como una lectura mítica que se iba heredando de generación en generación. Nada tenía que ver con la manera como se le consideraba o se le leía en la propia Argentina. Ni su poca popularidad en su país natal en los años setenta, ni su muerte en los ochenta, nublaron la presencia de Cortázar entre la juventud mexicana.
     Como dice Elsa Drucaroff, Rayuela y, en general, los cuentos de Cortázar nos dieron esperanza. En un país surrealista como México, un autor que en la propia sintaxis de sus historias daba la pauta a la utopía, a la irreverencia, a la desacralización de la vida cotidiana y sus reglas absurdas, prendió con toda la fuerza de su imaginario y dejó improntas importantes en los lectores mexicanos.
     Aunque no entendiéramos Rayuela, aunque nos hablara de calles y lugares tan lejanos y extraños, sin conexión con nosotros, continuábamos la lectura porque tanto la novela como los cuentos eran una especie de conversación, un género desenfadado entre la carta y la autobiografía, había algo del delirio de un diario, y de las confesiones que se vierten en una carta amistosa o de amor.
     Cortázar abrió puertas y zanjas, dio locomoción a procesos en nuestra conservadora cultura de los años setenta, y nos permitió imaginar de otra forma, llevar a cabo una literatura sin solemnidades ni rodeos; una literatura directa. Sus historias nos empujaban a andarlas y desandarlas por dentro y por fuera y conquistar un presente que sólo al tocarlo se desgajaba en caminos diversos, en historias paralelas. Un tiempo concéntrico, el inicio —el ahora de la narración— se volvía mirada al pasado, pero una vez dentro, este pasado es presente para irse casi inmediatamente al lugar del recuerdo.
     Entre estas grietas de la continuidad temporal encontramos, sin embargo, repeticiones; el texto regresa a sí mismo, abierta y explícitamente, de manera obsesiva, como si el lenguaje buscara el sentido que el contenido aparentemente no tiene. Estamos jugando la rayuela de caracol, el dibujo no está del todo hecho, el lector va y regresa antes de llegar al cielo, se cae en enormes vacíos y retoma el camino para extraviarse otra vez entre la yuxtaposición de anécdotas. Es un juego entre el tiempo de las historias y el de la narración. Un tiempo que se teje entre el narrador y el lector, donde el lenguaje es el intercesor, y a veces se anticipa lleno de impaciencia, embargado por el sentimiento y la nostalgia. Es un tiempo vertiginoso que completa por adelantado una historia que todavía no termina o que la prefigura, que va llenando de semillas la narración, algunas de las cuales se desarrollan hasta el final, mientras otras mueren antes. Cortázar elabora un texto anacrónico y acrónico para dotarlo de un carácter retrospectivo al mismo tiempo que sintético; texto donde cada instante es la totalidad.
     Con esa dosis de experimentación capaz de llegar al otro lado de las cosas, de llegar incluso a un París que se nos volvió tan mítico como posible. Del Pasaje Güemes al Passage Vivienne, de Buenos Aires (Latinoamérica) a París, de la vida cotidiana a la vida extraordinaria; del lado de acá al lado de allá.
    
     3. Llegué a París con mi Rayuela en la mano y en busca de esos sueños pergeñados en los cuentos de Cortázar. Pronto conocí a uno de sus mejores amigos, Saúl Yurkievich. Fue como entrar de lleno al tiempo de cielos y pasajes, fue como volverme protagonista de «El otro cielo» o de algún otro cuento de Cortázar. Con Saúl hacíamos los recorridos que solía hacer, y jugábamos a imaginar qué íbamos a encontrar afuera cuando saliéramos del metro, igual que Julio, como lo nombraba Saúl. Un día Yurkievich me regaló un periódico, Diario de poesía, una revista en forma de periódico donde se publicaba únicamente poesía; por esos días estaban de visita en París los poetas que lo publicaban: Daniel García Helder, Daniel Samoilovich y Daniel Friedemberg. Entre sus páginas encontré un texto que me cautivó desde el inicio, «Jefe de correos Frenio Guiscardi»: «es una masa de pelos, lana y algodón, de forma genéricamente esférica, pero con los años se ha aflojado mucho y a veces está a punto de deshacerse, sobre todo cuando lo lleva el viento. Pero lo extraordinario en él es el sentido de la orientación, que le permite emigrar aun en condiciones meteorológicas desfavorables. Habitualmente el jefe de correos Guiscardi pasa el otoño y el invierno en Sicilia o en Calabria, pero con el inicio de la primavera se muda a Baviera, o en todo caso al sur de Alemania, donde permanece durante todo el año». El autor que firmaba me era totalmente desconocido: Juan Rodolfo Wilcock. Nunca lo había oído nombrar, menos leído, pero el tono del texto, su factura, su alcance, me hicieron saber que se trataba de un clásico. 
     Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Poeta, narrador, crítico y traductor, fue amigo íntimo de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, así como de Borges, colaborador de la revista Sur. Escritor precoz, neorromántico, publicó seis libros en Argentina y luego, en 1954, partió a Italia, donde se exilió incluso de su lengua materna, pues en adelante escribió su obra en italiano. En su libro Sexto, de 1953, leemos en «Después de la traición»: «¿Recuerdas, mi alma, ese árbol favorito? / Verdes eran las tardes a su lado, / míralo ahora en polvo transformado / por los relámpagos de su delito».
     Sin duda el ingrediente que me impresionó fue su imaginación vehemente que logra desarrollar con gran exactitud verbal. Obsesivo de la forma como un puente entre lo factible y lo imposible, continuaba corrigiendo sus textos aun después de ser publicados. Su libro El caos es editado en italiano en 1974 en Adelphi, y casi simultáneamente publicado por Sudamericana en español, donde también se publicaron sus otros libros en traducciones al castellano: El templo etrusco (1972), que el mismo Wilcock describió como «una involuntaria sátira de la dificultad, o mejor dicho de la imposibilidad de crear, hoy, mientras todo se derrumba a nuestro alrededor»; La sinagoga de los iconoclastas (Adelphi, 1972; Anagrama, 1982, 1999): una galería de retratos, vidas imaginarias de treinta y seis personajes, héroes del absurdo, que evocan el libro de Marcel Schwob y los libros inventados de Borges, y llegan a tocar la maravilla de la locura, la demencia y la genialidad. El estereoscopio de los solitarios (1972), una novela con setenta personajes principales que nunca llegan a conocerse: mitos y leyendas distorsionados. Los dos indios alegres (1973): una novela dentro de una revista dentro de una novela, en la que van apareciendo personajes absurdos que ilustran, a través del humor, las miserias y los esplendores del género humano. El libro de los monstruos (1978): la última incursión de Wilcock en lo fantástico. Libro lleno de erudición, de excentricidades, grotesco e insólito, es un bestiario donde los personajes disparatados son sin embrago totalmente reales.

     Wilcock logró una prosa inverosímil, llena de humor, en muchos casos homicida, prosa que resquebraja nuestras imágenes del universo para dibujar un contra-universo instalado entre lo ridículo y lo sublime. Logra una destreza narrativa casi terrorista en su elegancia y precisión descriptivas. Su maestría verbal —su luminosidad— vuelve a su obra una profecía de la modernidad y nos ofrece la felicidad de su lectura.

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