Gracias, Chanchúbelo / Alberto Laiseca

Me llamo Julio Esteban González y soy un mediocre. Tengo veinte años, pero eso no es excusa. A los dieciocho Rimbaud tenía su obra terminada y completa. Mientras en la Facu doy una materia y otra, con diversa fortuna, escribo cuentos. Quisiera tener talento en algo, por lo menos. Un reaseguro. Porque si no ya veo que voy a terminar siendo un excelente ingeniero mediocre. No le quiero sacar el laburo a alguien que lo merezca más. Escribo, sí, pero sólo consigo imitaciones, mimetismos y plagios. Los otros días me pasó algo más bien espantoso. Mandé unos «cuentillos» a la revista del Centro. Unos trabajos excelentes: simbolismo alemán puro. Y me quedé lo más tranquilo. Estaba yo tomando unos ricos mates en mi cuarto de la pensión de estudiantes de San Gerónimo 3120, sin la sombra de una leve duda respecto a mi genio. Pero. Cuál no sería mi desagradable sorpresa (como diría un soviético) cuando se abrió la puerta y por ella entró Miguelito Cortó. «Che, González: tengo que decirte algo». «Adelante, adelante, los amigos no molestan». «Leímos tus cuentos en el Centro. Estábamos todos: Dimitri Chubichequer, Calzadas Garza, el Checo Neruda y yo. Coincidimos en que son mucho más que meritorios. Son sorprendentemente buenos». «Ah, gracias. Me alegro de que les hayan gustado», dije yo imitando un tono humilde (Roma te premia con este Triunfo. Pero recuerda, Gran Julio, Padre de la Patria y Dictador Perpetuo, que eres mortal —me dice al oído el magistrado Portalaureles que va en mi carro). «Así que habíamos decidido publicarlos en el próximo número de Octógono», prosiguió diciendo Miguelito. «Pero justo en eso cayó por ahí Pedro Alberto Esnaola. Escuchó la alharaca que hacíamos con tus escritos y dijo: “A ver, che”. Y se puso a leerlos. Casi enseguida, a las pocas líneas, comentó: “Esto es un plagio de El lobo estepario de Hermann Hesse. Yo leí a Hermann Hesse y esto es un plagio de El lobo estepario”. Y se fue sin agregar nada más. Nos quedamos helados. ¿Es cierto eso?». «¡Pero…! ¡Pero cómo! ¿¡Plagio cómo!? ¿¡Por qué dijo eso!?». «Ah y yo qué sé. Yo no lo leí a Hermann Hesse. Ya me extrañaba, porque como yo pensé: un artista, un escritor, necesita diez o veinte años de trabajo antes de consolidar su estilo y vos parecías haber sacado tu talento de la nada». Y entonces Miguelito, muy a la manera de Esnaola, salió del cuarto sin decir una palabra más, dejándome sumido en el horror.
     ¿Hará falta que cuente lo que siguió? ¿Puede alguien imaginar las dudas, la contradicción, el combate? La verdad, a veces, es el Espanto Penúltimo. ¿Habrá tenido razón Esnaola? Soy inocente. Si me mandé un plagiazo didáctico fue sin darme cuenta y desde el subconsciente. En ese sentido soy como el Chavo del Ocho, de la televisión mexicana: «Lo hice sin querer queriendo», de puro sabrosón. Ojalá pudiera decir como ése al que lo acusaron de lo mismo y contestó muy fresco: «Oye, chico: yo soy socialista. No creo en la propiedad privada, qué vaina». Como excusa no está mal. El problema es que yo no quiero excusas sino realidades. Suponga que usted está veraneando lo más tranquilo en el Caribe, tomándose una piña y con una regia mina al lado. De repente un hada cruel lo saca de ahí para depositarlo en el planeta Marte. Ciento veinte grados bajo cero y sin escafandra. De alguna manera usted soporta el shock y no muere. No hay más que piedras, frío, arena y soledad. Puede que para el 2015 haya un descenso tripulado en Marte, así que va a tener que aguantar hasta esa fecha. Con un poco de buena suerte quizá pueda comer líquenes, pero no hay agua, así que como usted va a seguir vivo por arte de magia, durante décadas tendrá que soportar una sed espantosa. Pero anímese: la preocupación por la soledad le va a permitir olvidar la sed, así como la sed hará que usted se olvide de la soledad. El frío no es un problema muy grande: si se construye una gruta con los dedos (¿para eso cuánto puede demorar?: cinco años), los ciento veinte bajo cero van a ser sólo ochenta. Otra cosa: aire, lo que se dice aire, no tenemos. A lo sumo una molécula o dos cada tanto. Albricias.
     Pero todo tiene sus compensaciones. Según las sondas espaciales, en Marte hay pirámides gigantescas y una cara tallada en piedra que mide kilómetros. Como tiene a su disposición el tiempo del mundo podrá investigar todo eso antes que los norteamericanos. Imagine el reportaje que le van a hacer cuando usted sea un viejo y vuelva a la Tierra: «Bradbury escribió Crónicas marcianas; Fulanete (usted) las vivió». ¿Se imagina el anecdotario que va a tener cuando lo internen en un asilo de ancianos? Por otra parte, el aire de la Tierra es denso, pesado, rico en oxígeno. Cuando en plena vejez tenga que acostumbrarse a una atmósfera que lo quema con su opulencia inútil (inútil para usted) va a desear que lo pongan de nuevo en Marte.
     Bueno, pues más o menos esto sentí yo esa noche. Creí ser el Julio César de la literatura, pero me pusieron el espejo de Blancanieves y vi una piltrafa pateable. Fue muy molesto.
     Para colmo, unas dos horas después del suceso, volvió Miguelito Cortó. Yo estaba sentado en mi silla, lejos de mi mesa, mirando la pared. «Debés estar pensando en algo horrible», me dijo Miguelito. «Hay dos grados bajo cero y vos estás sudando». Me miró con más atención: «Sí: estás pensando en algo horrible. ¿Viste cómo suda uno cuando se le ocurre algo espantoso?». Y se volvió a ir sin agregar una palabra más.
     Antes de que siga voy a tener que contar algunas cosas mías, si no no se va a entender qué hice ni por qué.
     Mi padre era bioquímico y usaba liebres y conejos para sus experimentos. Yo solía jugar con estos animalitos hasta que sufrían «accidentes» en el laboratorio. Recuerdo una liebre en particular. Un amigo del campo se la había regalado a mi padre. Una siesta, mientras mi viejo dormía, la robé de su jaula y la llevé al patio para jugar. No sé qué se me dio por saltar el alambrado del fondo de casa y pasar a un terreno baldío lleno de yuyos. Como si quisiera jugar con la liebre en secreto, en un terreno especial. La tenía de las orejas con una mano y con la otra le hacía mimos, pero en un descuido se me escapó. Los pastos me llegaban al pecho y el animal era completamente salvaje pues fue capturado de adulto. Desapareció como un rayo. Yo debo de haber tenido nueve o diez años. Mi padre era ateo pero yo me puse a rezar. «Dios mío: si hacés que aparezca la liebre te prometo creer en vos para siempre». Después de rogar un rato, a los gritos, me volví. Y allí estaba, por supuesto: a dos metros. Repito: era un animal por completo salvaje y había salido a la disparada. Sin embargo estaba ahí, inmóvil. Parecía petrificada. No tuve ninguna dificultad para agarrarla de las orejas. Salté de nuevo el alambrado, crucé el patio y la guardé otra vez en su jaula. ¿Cómo no creer después de eso? Ahora bien, que alguien haga milagros no quiere decir que por ello sea bueno. Podría serlo todavía, pero no necesariamente.
     Con independencia de lo anterior debo decir que desde chico me interesaron los egipcios: momias, sarcófagos, pirámides, todo eso. Yo apenas tenía nueve años pero ya sabía, por ejemplo, que para los egipcios el escarabajo (el «cascarudo», como lo llamábamos de pibes) era sagrado. Entonces yo, después del incidente de la liebre, me dediqué a matar cascarudos para chuparle las medias al Anti-ser, porque yo no ignoraba que él es muy celoso y odia a los Dioses antiguos. En las noches de verano, cuando con otros chicos íbamos a jugar a la esquina, bajo la lámpara enorme del cruce de calles se juntaba una cantidad enorme de coleópteros. Los había de cuatro clases: rojos y chiquititos, con los ojos brillantes y que relumbraban en las sombras; otros con cuernos, que si les ponías el dedo te lo aprietan entre los cuernitos (había pocos bichos de éstos); los peloteros más comunes, marrones y de cabeza en forma de tortita; la cuarta clase eran los escarabajos egipcios típicos: sabemos que son los de ellos por los dibujos que dejaron y por los que hacían con piedra y metal. En esas noches de verano yo iba a la esquina con una botella de litro y la llenaba con las cuatro clases de cascarudos, le ponía un corcho, la dejaba en casa y volvía a la esquina a jugar a las escondidas o a cualquier otra cosa con mis compañeritos. Al otro día, al levantarme, lo primero que hacía era quemar vivos a los cascarudos que habían sobrevivido a esa noche de tortura, donde unos se pegaban zarpazos a otros y se ahogaban sin poder salir de la botella. Ése era mi homenaje al Anti-ser asqueroso. Estoy muy avergonzado de mis actos. Si lo cuento no es porque esté orgulloso sino porque es la verdad.
     Pero no fue la única inmundicia que hice. De algún lado aprendí el odio a los gatos. No es una casualidad si tenemos en cuenta que Bastheth, la Diosa egipcia, es la protectora de los felinos. Estaba yo en lo de un vecino, en el patio de esa casa. Por sobre el tapial saltó un gatito blanco y negro y llegó hasta mis pies. Era muy manso, confiado y se puso a beber agua de un charquito. Antes de que los vecinos pudieran hacer algo para impedirlo, tomé un ladrillo y le aplasté la cabeza. Recuerdo como si fuera ahora la agonía del animal. ¿Cómo es posible que el Universo siga funcionando después de una muerte tan inútil y estúpida? Un acto absolutamente criminal y gratuito. La madre del vecinito que yo estaba visitando me dijo horrorizada: «¡Julio, qué hiciste! ¡Era el gatito de Jorge!». Jorge vivía tapial de por medio. No sentía haber cometido acto reprensible alguno, como tampoco en el caso de los cascarudos, porque gatos y coleópteros son enemigos de Dios (de ese Dios que me enseñaron a adorar), pero sí tenía miedo de que Jorge se enterase de que había matado a su gatito. Así que tomé el cadáver, que daba sus últimas boqueadas, y lo tiré al excusado de mi vecino.
     Por todos mis crímenes aborrecibles anteriores, por todas las abominaciones que cometí, sí que es raro que yo haya hecho cada tanto otras cosas. Tirar, por ejemplo, un poco de panceta al fuego y un chorrito de vino, cuando muchos años más tarde realicé labores en el campo. Estaba en Mendoza, trabajando como cosechador en la aceituna, y leía la Odisea y la Ilíada, de Homero. En estos libros, como se recordará, los héroes cada tanto realizan hecatombes donde queman cuartos de buey y otras cosas en honor de los Dioses. Entonces yo, cuando volvía de trabajar y prendía un fuego (infinitamente cagado de frío), mientras me preparaba un guiso al lado de mi choza de cosechador, leía la Odisea (por ejemplo) a la luz de las llamas y cada tanto tiraba un trozo de panceta o un chorrito de vino en honor de los Dioses. Cosa rara en un adorador del Anti-ser. Creo, hoy, que se dio una lucha teológica dentro de mí entre los Dioses buenos y el Dios malo (que es para mí una especie de Dama Gris como la de la novela de Hermann Sudermann). Porque si no, si yo no fui campo de batalla teológica, ¿cuál es el sentido, vamos a ver, de tanta reiteración en los símbolos: el falso Dios, Enemigo de Toda Carne, que se toma la molestia de hacer que la liebre aparezca; su exigencia diabólica de que, como pago, lo sirva matando gatos y cascarudos (enviados de sus Rivales), y por último mi extraña persistencia en honrar a los Otros, los Olvidados y Malditos? ¿No sería que mi alma, con esos homenajes tontos (vino, panceta) estaba pidiendo ayuda a los Dioses que son buenos y aman a la criatura humana? Bien puede ser. Lo cierto es que una buena de esas noches, yo que creía pero no creía, que no creía pero sí creía, hice una invocación extraña. No sé qué se me dio. Me puse de rodillas en mi cuarto de aprendiz e hice la siguiente oración: «Oh Bastheth, Diosa Protectora de los Gatos. Yo no conozco mucho de esto. Te pido, por favor, que si existes te manifiestes. He sido un manijeado y un esclavo del Anti-ser, pero ya no quiero serlo más. Soy también un mediocre, lo sé y es horrible mi condición. Intercede por mí, oh Divina Diosa, ante los otros Dioses, para que yo llegue a ser un hombre de talento y una buena persona. Ayúdame para que yo nunca vuelva a hacer daño a otro ser viviente. Las irrepetibles vidas que quité ya no tienen remedio, pero puedo ser una buena persona, atenta a la vida, a partir de ahora. Ayúdame, Bastheth, Diosa amada». Olvidé agregar que esta oración no sólo la pronuncié de rodillas sino ante una vela encendida. Luego de la invocación apagué la vela y me mantuve varios minutos en silencio con fe y desesperación, por contradictorio que sea. De pronto, con el rabillo del ojo, observé un movimiento. Me volví y era un gato: atigrado, muy hermoso aunque más bien de albañal. Y entonces escuché una voz en el cielo de mi techo que decía: «Aquí te envío a uno de mis hijos amados, para que te proteja y te guíe a través de los duros años que vendrán para ti. Se llama Chanchúbelo. Procura honrarlo».
     «Ya sabrás por qué estoy aquí», dijo Chanchúbelo luego de un silencio; al gato se lo veía pero no se lo veía; con los años se iría materializando cada vez más. «Tu pedido ha sido escuchado: en lapso prudente escribirás una obra maestra. Pero nada es gratis en este mundo y menos en el otro. Esto tiene un precio». Chanchúbelo hizo una pausa espantosa de varios segundos. «Nadie podrá leerla ni saber que existe».
     Yo, por ese tiempo y a pesar de todo, aún era un pibe pícaro: uno de esos piolas que creen que pueden burlar un precio o quedarse con un vuelto. Acepté.
     A los dones del Cielo uno debe ayudarlos, caso contrario el destino puede ser cambiado para mal. Yo nada sabía de la vida y del arte, de modo que me vi obligado a cambiar de actitud. Largué todo lo que estaba haciendo. Me expuse a que me ocurrieran cosas terribles y, en efecto, me ocurrieron. Necesitaba ir a Vietnam, como quien dice. Entre una ración «ce» de combate y otra (más bien vituallas de campo de concentración) se fueron rompiendo los bloqueos. El problema es que la pobreza establece nuevos bloqueos, de modo que un día comprendí que también debía reaccionar contra eso.
     Cuando llegué a Buenos Aires descubrí otra manera de sentirme argentino. Caí en Plaza Once y tomé un subte. Por primera vez tuve idea de qué podía significar la palabra «grandeza». Yo, en mi ingenuidad, creía que los trenes subterráneos andaban automáticamente y que paraban, arrancaban, abrían y cerraban sus puertas desde un comando remotísimo dependiente de una gigantesca computadora. Cuando vi que a los subtes los manejaban tipos mi desilusión fue grandísima, pero de todas maneras la palabra «grandeza» nunca se esfumó del todo.
     Al mes y por onda llegué al legendario bar Moderno, de la calle Maipú. Recuerdo que vivía muy lejos, no tenía plata para el ómnibus y entonces iba a pie desde mi casa hasta el Moderno. El recorrido más lógico era ir primero quince cuadras hasta Chacabuco y luego remontar la calle hasta Maipú al 800. Por eso siempre (aún hoy) me refiero a ellas como «la Chacabuco-Maipú», como si fueran una sola calle y no una continuación de otra.
     En el Modernome hice de algunos amigos. Cierto día visité a uno en su departamento. Sonó el teléfono. «Esperate, González», me dijo el otro y atendió. No salía de mi asombro: un teléfono para él solo. No es que no supiera que existen teléfonos particulares, pero una cosa es saberlo y otra verlo. Yo era como un soviético. Sólo un alto dirigente del Partido o del Komsomol puede tener un teléfono propio. Los ciudadanos nos manejamos con públicos. En fin: todavía podría ser un artista muy reconocido (una estrella del ballet, por ejemplo), oficiales de mucha graduación, gente así, pero nadie más. ¡Qué lujo! Y mi amigo no parecía darle la menor importancia. Hablaba por su teléfono como cualquiera de nosotros puede comerse una porción de fideos con tuco. Me dije que algún día yo iba a tener un teléfono así. «Yo sé que va a llegar la hora dichosa en que pueda quemar la cartilla de racionamiento, el pasaporte interior y mi medalla de Héroe del Trabajo para poder pasar inadvertido (y menos sufriente) en una guita media», me decía. «Hay una Unión Soviética distribuida discontinuamente por dentro de todos los países del mundo, incluyendo Estados Unidos». Ahora que la Unión Soviética física y clásica desapareció, la otra, la de la pobreza de solemnidad, se va a reforzar. Creyeron haberla eliminado y sólo consiguieron pasarla a dentro de sí mismos. Siempre la tuvieron incorporada, pero ahora van a tenerla más que nunca.
     Los documentos de la pobreza parecen de amianto. No se queman de un día para el otro. Lo mismo cabe decir de la obtención de la obra maestra. Chanchúbelo, en una conversación, me dijo que la iba a tener en cinco años. En realidad así fue, sólo que el Cielo tiene cifras simbólicas que deben ser interpretadas. Los crecimientos completos llevan más tiempo.
     De cualquier manera un día tuve sobre mi mesa la obra. Era un libro de tapas duras y negras, sin inscripciones exteriores, de unas setecientas páginas. El único ejemplar. Lo abrí y ni yo podía creer que hubiese escrito eso. Qué se había hecho de los bloqueos. Dónde estaban mis imitaciones de Hermann Hesse. Qué diría Esnaola, si es que pudiera tener alguna importancia, ahora, semejante frivolidad. La obra maestra era ética, estética, mística y práctica.
     Llamé a un amigo muy genial a mi casa, porque no me animaba a sacar el libro. «Mirá: yo sé que no vas a poder leer este libro de golpe, porque es muy largo, pero me conformo con que leas aquí las primeras páginas. Vas a entender todo enseguida. Si te gusta le saco una fotocopia». «¿Qué es esto?». «Una novela». «¿De quién?». «Mía». Le pasé el libro. Las manos no me temblaban, cosa curiosa. Excitado pero tranquilo. Mi amigo lo tomó con todo respeto. Abrió despacio, para mirar la primera página. Estuvo no más de un segundo con ella y, con naturalidad, pasó a la próxima hoja. Leve gesto de contrariedad y pasó a la siguiente. Y a la otra, y a la otra. Fastidiado lo abrió en cualquier sitio. Repitió el gesto entre las últimas hojas. «¿Y qué es esto?», preguntó cerrándolo. Lo conservó, no obstante, sobre sus rodillas. «¿Cómo qué es? ¿Por qué qué es? Es mi novela». Optó por decirme con paciencia: «Escuchame, González: esto ya se hizo. Y varias veces». Yo sabía que eso no podía ser verdad, así que insistí: «¿Pero de qué me hablás? Es mi obra maestra. Me costó mucha sangre conseguirla como para que vos la examines a la ligera». Me estaba enojando y desesperando. Sólo el desconcierto me impedía estar aún más furioso. «Pero, González, ¿todavía te enojás conmigo? Un libro encuadernadito, con tapas duras y todo pero con las hojas en blanco ya se hizo».
     Comprendí que mi amigo no me mentía: él veía las hojas en blanco. Sólo yo podía leerlo. Días después hice la experiencia con otras personas, con idéntico resultado. Se empezaba a cumplir lo que me había dicho Chanchúbelo. Pero no me rendí. Ya que los otros no podían leerlo iba a leérselo yo.
     Reuní a los cinco amigos de más talento que conocía (entre los cuales se contaba el del desagradable incidente anterior) y empecé a leerles. De entrada se desconcertaron, pero eso duró poco al quedar enganchados por la música de las palabras. Incluso vi que uno sonreía; no era un gesto irónico: más bien lo hizo para sí mismo y su secreto. Quién sabe qué estaría pensando. Leí durante unos veinte minutos. Decidí parar porque comprendí que la profunda atención del principio ya no se mantenía.
     Parecían impacientes o aburridos.
     «¿Qué les va pareciendo?». «Muy bueno pero muy largo», dijo uno. «Cierta vez alguien quiso que escuchase la Divina Comedia, completa, recitada en toscano antiguo. Aguanté la mitad de un compact, después al tipo lo saqué cagando», comentó otro. Y prosiguió riendo con falsas carcajadas: «No pongas a prueba vos nuestra paciencia».
     Pero a mí el asunto no me hacía la menor gracia. Viéndome furioso, un tercero comentó (seguramente creyendo agradarme): «Rescato la musicalidad de las palabras». Todos parecieron aliviados: «Sí, la música. La música de las palabras». ¿Música? Música. Se me ocurrió algo horrible y pregunté: «Escuchen: ¿para ustedes tenía sentido lo que les leía?». «¿Sentido? No, ningún sentido. Sonó como un idioma organizado, muy antiguo. Algo así como babilónico, sumerio o hitita. Pero las palabras no, naturalmente. No se entendían. ¿Es un idioma verdadero, eso que hablabas? Sonó como verdadero».
     Me di cuenta de que yo hablaba castellano, pero ellos oían otra cosa. Hice entonces, esa misma noche, un intento final: ya no les leería la obra maestra, puesto que eso era tiempo perdido. Me limitaría a resumir su ontología, su propósito trascendente.
     Fue un nuevo fracaso. Me dijeron: «Ahora sí se nota que es castellano lo tuyo, pero tampoco se comprende. Yo, por ejemplo, puedo distinguir cada palabra por separado, pero no sé qué acepción estás privilegiando en un determinado momento. Entender la Cuádruple raíz del principio de razón suficiente, de Arturo Schopenhauer, sería muchísimo más fácil».
     Renuncié muy desmoralizado.
     Hubo una época en la cual estuve varias veces a punto de decirles a los demás: «Ustedes me roban con su incomprensión». Pero no hubiese manifestado verdad al decirlo, así como tampoco fue justo pensarlo. A mí no me roban. En todo caso a los Dioses. No pueden robarme porque no soy el dueño. Porque a lo que es mío, estrictamente mío, a eso, precisamente, siempre lo comprendieron. Es como la historia de Almotásim, de Borges. Me refiero al cuento «El acercamiento a Almotásim». Nos dice Borges: «Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de Robinson ante la huella de un pie humano en la arena— percibe alguna mitigación de infamia: una ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. “Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo”. Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo».
     Ahora bien, según mi convicción personal, Almotásim no sólo existe sino que ha existido varias veces, no muchas pero algunas, y siempre con la desaparición como resultado final. Alguien tan grande sería insufrible para los necios. No vendría a confirmar las teologías sino a negarlas y a establecer una nueva. Tal vez nos dijese que el monoteísmo es una equivocación y que tenemos que volver al politeísmo. Eso sería insoportable. Quizá su concepción política pusiera todo patas arriba. Si la equivocación de todos ha sido demasiado grande, ¿se soportaría que alguien expresase un pensamiento ontológico tan por completo opuesto? Yo creo que no. Imagino que un hombre así debería moverse con prudencia, para que no lo maten. Supongo que viviría pobremente, en el rincón de sus posibilidades; la emanación de su enseñanza no se daría mediante escritos, que nadie le publicaría (por suerte para él), sino oralmente, a los pocos que pudieran oír (sin descomponerse) una parte del horror.
     Es una suposición. No digo que así sea, pero supongamos.
     Entonces una manera de interpretar el mencionado cuento de Borges (independientemente de las intenciones de su autor) es: Almotásim es el Maestro demasiado grande como para que muchos lleguen a sospechar su existencia. Ésta sólo se intuye a través de los sobrevivientes (de los «aproximados») que formó. El acercamiento a Almotásim es la aproximación a los «esfumados» de la literatura.
     Volverse centro, pero centro de verdad, lleva inevitablemente a la lógica del poder y ésta a la lógica de la evaporación. Éste es el verdadero underground: ése del que no se habla.
     Es una pena que Borges no haya escrito la novela de Almotásim y se haya limitado (en un cuento) a comentar la novela que nunca existió. Hoy día, más que nunca, como en las antiguas iniciaciones, no hay suceso más importante que el ocurrido entre Maestro y discípulo. Ningún motivo más grande que justifique una novela, una obra.
     Entonces y volviendo a lo mío: a mí sí me comprenden. Es al Maestro, que está detrás, al que no pueden comprender.
     Él se conformó con la sabiduría que le brindó escribirla. Quiso, de todas maneras, transmitir ese conocimiento. Pero nadie podía verlo. No por falta de capacidad, sino por falta de iniciación. La parte superior de la montaña era invisible para los otros. Procuró entonces revelar la parte media e inferior de la montaña. En esto sí tuvo éxito. Felizmente, pues lo contrario habría sido el fin de todo. La plegaria, la adoración y el agradecimiento de los hombres es la vida de los Dioses. La base es la esperanza de la altura.
    
     Chanchúbelo, ya completamente materializado, vive en mi casa. Aclaro que en este momento es un gato hecho y derecho (lo cual no impide que, además, sea otras cosas). Todas las mañanas, al levantarme, le canturreo, en pali, el siguiente himno:
    
     Tan sólo Chanchúbelo es Chanchúbelo.
     Chanchúbelo es hermoso.
     Chanchúbelo es feroz.
     Chanchúbelo es malísimo.
     Chanchúbelo es enorme.
     Chanchúbelo rota sin fin alrededor de un centro sin fallas.
     ¿Puedes tú hacerte como Chanchúbelo?
     Si tú no te haces como Chanchúbelo jamás beberás de la fuente
     de la sabiduría.
     Vosotros me habéis preguntado muchas veces:
     ¿Qué o quién es Chanchúbelo?
     Pues bien, voy a responderos:
     Chanchúbelo es Tao.
     Vosotros también me habéis preguntado:
     ¿Por qué Chanchúbelo es Tao?
     Pues bien, voy a responderos:
     Chanchúbelo es Tao porque Chanchúbelo es el Gato Vivo.
     Los Maestros enseñan pero sólo Chanchúbelo tiene magisterio.
     Chanchúbelo es nieve negra.
    
     Gracias, Bastheth, Divina Diosa Protectora de los Gatos; gracias, bienaventurados Dioses egipcios; bendecidos mil veces sean los Dioses germanos, babilónicos, sumerios, romanos, griegos, americanos. Gracias, Chanchúbelo, mi amigo, mi Maestro y mi guía.

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