A Juan Rulfo, en silencio / Arnaldo Calveyra

Empezaré por donde hubiera deseado terminar: Pedro Páramo es un poema que a lo largo de sus páginas y por obra, entre otras cosas, de ese permanente jadeo, encierra, como de un espejo al otro, los elementos de una pieza de teatro Noh.
     Nada menos parecido, sin embargo, en la fría demencia, en la convención y acaso en los alcances (como no sean los aparecidos que nos atormentan, nos acosan, no cesan de venir a nuestro encuentro, de mezclarse con nosotros). Pero lo cierto es que cuando leí Pedro Páramo, acaso para salvarme de la belleza terrible, pronto me encontré ante una representación de Noh japonés.
     Con fantasmas convivimos a lo largo de la lectura como de la representación, del aire que respiran respiramos, personas muertas se nos acercan para interpelarnos, para declararnos su desconcierto, su desasosiego de estar muertos, imitan ante nosotros los gestos de la vida.
     En una representación de Noh, un techo es parte del decorado, ese techo no parece de mucho peso, desde ese lugar perfectamente delimitado los personajes vestidos de manera estilizada monologan, dialogan, al unísono con el silencio cantan, organizan coros. Desde ese lugar nos dicen, tanto en el sigilo como en el denuesto o el exabrupto, que lo que estamos viendo acaso no sea. Que lo más probable es que lo que estamos viendo no sea.
     En Pedro Páramo, el descampado sin tregua (¿a qué techo, a qué santo encomendarnos?), y cuando la ventana de una casa parece aproximarse, se trata, como en un espejismo, de ventanas aparentemente ciegas, pero los esqueletos de Posada en muchedumbre, con sus órbitas desmesuradas, asomados a ellas vigilan nuestros movimientos de muertos en ciernes, adiós una vez más a las ilusiones de echarnos en un rincón a descansar —la ilusión de que pronto, en algún lugar, haya rincones—, la ilusión de entrecerrar los ojos, de poder acaso llevarnos algo a la boca…
     Si bien es cierto que a Pedro Páramo se lo puede leer como a una pieza de Noh (la misma falta de oxígeno, el mismo enrarecimiento del aire que respiramos), en este caso se trata de un Noh al estado de intemperie.
     Todo esto para decir las diferencias entre ambos lugares del drama cuando en ambos casos se trata del mismo drama: a su lectura (quien mira lee), un elemento del aire que respirábamos se ha volatilizado.
     ¿Los aparecidos consumirían más oxígeno que nosotros?
     Como si desde el comienzo alguien nos hubiera mandado un directo en cada oído. Y así avanzamos como personas a las que el aire faltara. Y como si nuestros oídos hubieran también cesado de respirar, el aturdimiento nos gana.
     Volver a respirar, eso pedimos, eso queremos, eso les pedimos a esas pocas páginas en que parece haberse concentrado la historia de un grupo de hombres, a menos que alguien (¿pero quién?) llegue y nos salve.
     ¿El obstinado silencio de algunas fotos que Juan Rulfo sacó en vida podrá obrar ese milagro: convertirnos en fantasmas de presencias tangibles que éramos, en fantasmas de nosotros mismos para, a nuestra vez, ganar el descampado de los hombres lobos?
     En ese Noh llamado Pedro Páramo, como en una fotografía sobreexpuesta, asistimos a la historia del hombre pasado de madre a causa del demasiado silencio que hacen los muertos de alrededor, hombre nacido para vivir rodeado de muertos que le dictan las conductas más peregrinas. Como en una anábasis inmóvil, el hombre asciende la falda de una montaña que lo deja sin aliento. Tan cierto ese silencio —cierto como en el caso del fantasma que cierra una puerta con la sola fuerza de su deseo—, que leyéndolo quisiéramos reconstruir los picachos de blancura enceguecedora de su Noh.
     En una representación de Noh esperamos que algo suceda (instantes inolvidables en que, contra toda esperanza, nos ponemos a esperar). En ese sentido, seríamos tributarios de una intriga.
     En Pedro Páramo, como en Edipo en Colono, ya nada puede suceder porque todo y cada cosa han sucedido. Desde el comienzo lo sabemos. Lo que de veras sucede en nuestra lectura. Nuestra lectura y el cuchicheo.
     ¿Pero y el cuchicheo? ¿Quién podrá salvarnos del cuchicheo?
     Hombre que cree avanzar y va cubierto de muertos; y la propia Comala, la espantadiza, la evasiva Comala, evasiva como un recuerdo, fruto de un espejismo colectivo (es, en cualquier caso, en un sueño), si alguna vez estuvo en pie, la construyeron sobre cementerio: muertos sin enterrar de una batalla, encontronazo, sorpresa, crimen de muchos, españoles alzados contra el rey y cuyas corazas sirvieron de sudario. Sabe que en la lejanía lo esperan esas ventanas de las que, más que todo, quisiera huir, acaso una ilusión de agua…
     «Es como si los oídos cesaran de respirar. Aire es lo que falta para poder avanzar. Aquí nos ahogamos. Ya ni siquiera estamos en alguna parte, ni siquiera figuramos en los libros del juez de paz…».
     «Es imposible que nos oigan, que alguien nos oiga. Sólo el pie parece arrastrar al otro pie y, al cabo, todo el cuerpo, como a un perro. Sólo que la cola ha desaparecido».
     «Estamos desganados. Pasan unos pájaros rumbo a alguna parte pero nosotros estamos sin alas, remontar el vuelo nos resulta imposible…».
     Tendríamos que remontarnos a ciertos capítulos del Libro de Job para encontrar tamaño desamparo —el cuchicheo interminable de la carne exhausta de los que no acaban de morirse.
     «¿Y qué hacer de la memoria? ¿La memoria a cada paso como el goteo de una canilla? Un velo descolorido, un trapo en el mejor de los casos, desgarrado en lugares, ya sin consistencia de tan gastado, ¡oh, qué fácilmente podemos ver a través!…».
     Qué fácil nos resulta en Pedro Páramo mirar a través de ese trapo roto, encogido a cada vez como una piel de zapa, reseco, se parece a la piedra del camino, a lugares donde alguna vez hubo árboles.
     ¿La esencia de la memoria en el teatro Noh?: la irrupción, el estallido del tambor que consigue al fin abrirse paso por entre los intersticios de silencio. Un tambor rompe el hilo delicado del que nuestra suerte (y la de los personajes) parecía depender.
     En Pedro Páramo, ese trapo agujerado.
     Poema de donde toda vida y toda traza de vida parece haberse retirado, a no ser la vida espontánea de las palabras. Vida de las palabras, de cada palabra, tal fuerza, la maestría, tal la felicidad, la libertad de la forma, parecen brotar espontáneamente —con evidente alegría, en todo caso— de una tierra estéril.
     Y esa voz de narrador (la voz arcaica del Noh, por momentos impostada, enmascarada en la voz de uno o de varios aparecidos) nos va dando las noticias de ese viaje inmóvil.
     La geometría de ese Noh nos apabulla. Habla de ruptura, de fractura irremediable. Habla de nosotros, los vivos de esta historia.
     «¿Dijo usted que aquí había árboles? ¿Qué árboles? Ni siquiera de este tamaño. Aquí no se está cerca y, menos que menos, bajo ninguna sombra de árbol. Aquí, que yo sepa, no se habla de árboles…».
     Sí, ¿qué hacer con cada línea de Pedro Páramo?, ¿esa falta de oxígeno se debe acaso a la muchedumbre de muertos que respiran de nuestro aliento? En todo caso, cuando ese efecto se produce, el lector debe hacerse de una nueva acomodación molecular para proseguir su viaje de lector.
     Entre ese grito mudo que irá a perderse en las alturas sin oxígeno y el apunamiento final por el Noh oriental, la bóveda se completa. La rueda especular del cielo nos habrá reflejado uno a uno, a nadie menos que a cada uno en su momento, la rueda habrá cumplido su rutina de vuelta entera.
    
    
     Festival Internacional de Biarritz,
     Cinémas et Cultures de l’Amérique Latine, 1996.

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