El sitio donde termina el mar para que pueda comenzar el bosque [fragmento*] / Rodrigo Fresán

El sitio donde termina el mar para que pueda comenzar el bosque [fragmento*] / Rodrigo Fresán
    
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     Lo primero que filman, por supuesto, es la biblioteca. Primeros planos y planos generales y acercamientos y distanciamientos en los que se alcanzan a leer títulos y no se alcanzan a leer apellidos. O viceversa. Aunque, claro, algunos títulos legibles activen automáticamente el apellido en letra más pequeña. O al revés. Acción y reacción. Alfa y Omega. Serpientes que se comen la propia cola o se estrangulan con ella. Estantes y más estantes. Y cabe preguntarse si son los estantes los que aguantan a los libros o si son los libros donde se apoyan los estantes. O ambas cosas. Libros de pie, libros al pie de la biblioteca, libros acostados, libros acostados detrás de libros de pie, libros de rodillas, libros reclinados e inclinados, como si rezaran a otros libros más arriba pero por debajo de otros libros más alto aún; a pesar de que la posición de éstos y aquéllos no signifique nada y revele menos en cuanto a calidad y prestigio y afecto y admiración de quien los leyó. No hay jerarquías claras ni favoritos evidentes; no hay orden alfabético o cronológico o geográfico o genérico. Todos juntos ahora, todos mezclados, y los libros alcanzan el techo y hasta suben por las escaleras, cubriendo los escalones como si fueran una variedad policroma de kudzu; convirtiendo esas escaleras de madera en escaleras de libros que alguna vez brotaron de la madera. Libros que de la madera salen y a la madera retornan. Libros que se transitaron como escalas en un ascenso sin cima ni destino. Libros subiendo por el solo placer de seguir subiendo y continuar leyendo hasta el último peldaño, no de una biblioteca pero sí de una bioteca: de una vida hecha de libros, de una vida hecha de vidas. Sí: la biblioteca como un organismo vivo y en constante expansión y sobreviviendo a dueños y usuarios.
     Una biblioteca sin límites precisos en la que nunca se encuentra el libro que se está buscando pero en la que siempre se encuentra el libro que debería buscarse.
     Una biblioteca que, a veces, se deja caer (hay casos documentados) y, mientras éstos extraen o agregan un libro, aplastan a sus dueños hasta una muerte que no es feliz pero, seguro, hay muertes peores, formas mucho más vulgares y menos ilustradas de morir sepultado.
     Una biblioteca que, de tanto en tanto, deja caer el fruto maduro de un libro al suelo, como empujado por la mano de un fantasma o de su dueño, que no es un fantasma exactamente pero… Y el libro se abre y allí se lee, por ejemplo, como ahora mismo, subrayado hace años por una de esas fibras de tintas que resaltan todo con un brillo casi lunar, algo como «No te enojes porque nuestros personajes no siempre tengan los mismos rostros; así están siendo fieles a la vida y a la muerte». O algo como «Está el folklore, están los mitos, están los hechos, y están todas esas preguntas que permanecen sin respuesta». Y, al lado de esa frase atrapada en un globo de cómic que no conecta con ninguna boca, la irregular letra imprenta manuscrita y pequeña pero tan leíble, tan leída. Letra de alguien que siguió escribiendo a mano a pesar de teclados cada vez más livianos y blandos y plasmáticos. Letra más de científico loco que de médico cuerdo (¿Slow Writer Sans Serif Bold?), añadiendo, en tinta roja junto a la cita en negro sobre blanco, un «Y esas preguntas sin respuesta no son otra cosa que el folklore y los mitos y los hechos de una vida privada, muy privada: please, do not disturb».
     Una biblioteca con libros cubiertos de polvo. Polvo doméstico que, en un noventa por ciento, no es otra cosa que materia muerta desprendiéndose de seres humanos y que, dicen, es factor clave para la buena conservación de los libros. Así que no desempolvarlos del todo ni demasiado seguido y, ah, justicia poética y justicia literaria: nosotros nos deshacemos para que los libros se mantengan enteros y del polvo de nuestras historias venimos y al polvo sobre los libros volvemos. Volvemos a una biblioteca —como toda biblioteca— frente a la que uno puede pararse como contemplando las ruinas nobles de un mundo perdido o los materiales nuevos de un mundo por encontrar.
     Una biblioteca a la que, de tanto en tanto, por accidente y como después de un accidente, desorientados por el shock del impacto, llega alguien para quien los libros y, sobre todo, la acumulación de libros, es un incomprensible misterio. Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. Y, así, una biblioteca que bien puede provocar entre los visitantes accidentales —con una curiosa mezcla de respeto, inquietud y desprecio, como si se refiriesen a invulnerables y abundantes cucarachas, a una plaga o a un virus— un «Pero ¿has leído todos estos libros?». Visitantes que preguntan eso porque no se atreven a preguntarse lo que en realidad no quieren saber: «¿Cómo es que yo he leído tan pocos libros? ¿Cómo es que en mi casa apenas hay libros y casi todos son de fotos y algunos de fotos de casas con bibliotecas en las que apenas hay libros salvo libros de fotos y por qué en el lugar de libros, de libros con letras, en sus lugares, hay demasiadas fotos de personas a las que se supone que debo querer incondicionalmente pero cuando lo pienso un poco, con un par de copas encima, la verdad es que me parecen casi todos unos verdaderos y auténticos…?». Son éstos los mismos turistas maleducados —a los que no les produce ninguna extrañeza la cantidad de cruces en las iglesias o de billetes en los bancos o de comida en los mercados— que se sienten tan cordiales y satisfechos y supuestamente interesados, pero manteniendo una distancia de seguridad, por la inquietante fauna local cuando, a continuación, te preguntan «¿De qué tratan tus libros?». Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde —¡aleluya y eureka!— se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir ni pasar página. Y para que —tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados por una sola mano— los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá. Todas esas líneas verticales y líneas horizontales y todos los colores y blanco y negro. Y la respuesta a lo de antes (a la incredulidad envidiosa de que alguien haya sido capaz de consumir y procesar todo ese papel y tinta) es «Sí, los he leído todos… ¿algún problema»?». Y, también, la respuesta es no. Porque hay libros que se compran y se guardan para el futuro, como si se almacenase alimento para una gran sequía o para una nueva edad glaciar. O para abrazarlos o cubrirse con ellos, en los compartimentos de una nave espacial, a la caza de un nuevo hogar, mientras afuera todo estalla y se funde y se apaga. Libros que, aunque no se hayan leído y, tal vez, no se lean, cumplen una función clave, imprescindible: esos libros son el pasado y el futuro y, también, el presente del imaginar (otra forma de lectura, después de todo) el qué cuentan, de qué tratan. No juzgándolos pero sí intuyéndolos o adivinándolos a partir de portadas y fotos de autores y breves biografías y sinopsis en sus más o menos anchas espaldas y en sus menos o más esbeltas solapas.
     Una biblioteca que se las ha arreglado para sobrevivir al margen pero no en los márgenes de esas cámaras fotográficas de páginas, de esos depósitos de letras. Artefactos que no se pueden oler ni prestar ni robar ni arrojar contra una pared; ni permiten el inesperado reencuentro con algo (nota o foto o recorte) en sus tripas; ni nos ayudarán a comprender la naturaleza de alguien cuando, recién llegados a una casa, nos acercamos hasta la biblioteca para leer títulos como si decodificásemos las manchas inconscientes de uno de esos test psicológicos.
     Una biblioteca con demasiadas encarnaciones de Tender Is the Night y de Tierna es la noche o —según la traducción— Suave es la noche, y hasta una Tendre est la nuit y Ночь нежна y Yö on hellä y Zärtlich ist die Nacht y Գիշեր ն անուշէ y Tenera è la notte, todas de Francis Scott Fitzgerald y de Фрэ́нсис Скотт КейФицдже́р y de Ֆրենսիս Սքոթ Ֆիցջերալդ.
     Una biblioteca donde, a modo de decoración, como puntuando el fluir discursivo de los libros, hay también una primera edición en long-play (precintada, envuelta en su funda negra, sin abrir nunca) de Wish You Were Here de Pink Floyd; una no muy vieja pero instantáneamente antigua cámara digital (una de esas calcomanías en su flanco de metal, de las que se aplicaban a los flancos de los viejos baúles de viaje. Donde se lee «Abracadabra»); y un pequeño y primitivo y atemporal juguete de hojalata. Un hombre a cuerda, llevando una maleta sin necesidad de incluir baterías o interruptores. Uno de esos objetos que parecen haber sido fabricados para provocar incontenibles ganas de agarrarlos en todo aquel que los mira. Y hacer girar la llave que se clava en su maleta. Y de ponerlo a caminar. Y, sorpresa: de hacerlo, de sucumbir a su encanto, el hechizado descubrirá que este juguete (algo anda mal, o tal vez no) no avanza sino que retrocede, que sólo puede ir marcha atrás, como revisitando su viaje. Y, junto al juguete, la reproducción postal de un cuadro que muestra un reloj con sus tripas al aire. Resortes y engranajes, curvas cubistas y, mejor, ya es hora, encender los motores de lo que aquí se contará y play y record y mirar por el visor como se espía por el ojo de la cerradura que conduce exactamente aquí […]

*          De la novela La parte inventada, que acaba de publicar Random House.

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