Fin de semana / Sergio S. Olguín

     i
     Veintiocho segundos. Ése era el tiempo que tardaba el ascensor en hacer los veintidós pisos desde la oficina en la que trabajaba hasta el segundo subsuelo. Para cumplir con esa marca el ascensor no debía detenerse en ningún piso intermedio. Veintiocho segundos desde que se cerraban las puertas hasta que comenzaban a abrirse en el garaje del edificio. El ascensor comenzaba a frenar seis segundos antes de llegar. Desaceleraba en la planta baja y llegaba plácidamente, como si no hubiera caído setenta metros en unos veinte segundos. Emilio había hecho todos los cálculos. Veintiocho segundos tardaba cada viernes en caer. Cada piso que dejaba atrás lo iba transformando en un tipo diferente al que conocían sus compañeros, el Jefe, las secretarias, la recepcionista, que al fin y al cabo era la última en verlo antes de la transformación. Era como Batman bajando por los batitubos hacia la baticueva. Aunque él no se convertía en ningún héroe, la ropa seguía siendo la misma, no había escondite secreto. No estaba por salvar al mundo. Veintiocho, veintisiete, veintiséis. Cuando la cuenta llegara a cero ese viernes, como todos los viernes, se estaría hundiendo en el fondo de él mismo.
     En esos veintiochos segundos también pasaba de las luces de la empresa, de los ventanales que daban al Río de la Plata, de la vista abierta de la costa uruguaya, a la húmeda oscuridad de paredes grises del subsuelo. Como si ese edificio supuestamente inteligente lo acompañara en su estado de ánimo. Buscó su Toyota en la cochera habitual, entre la Suzuki gsx-1300r Hayabusa de Felipe y el bmw del Jefe. Los dos seguirían todavía un rato más en sus despachos. Felipe hacía tiempo para comenzar la noche en el after de Gibson. El Jefe leería por enésima vez los reportes que Felipe y él le habían entregado al cierre de las bolsas y después de la reunión con los hermanos Alvariza. Le gustaba ser el último en irse de la oficina y alimentar el mito de ser el que más trabajaba. Se llevaría carpetas al country y lo llamaría a Felipe durante el fin de semana. A Emilio también, pero él no lo atendería. No atendía nunca un sábado o domingo. El Jefe pensaba que era un gesto de rebeldía de Emilio. Una excentricidad que compensaba con creces de lunes a viernes y que por lo tanto el Jefe decidía dejar sin sanción.
     Cuando su Toyota alcanzó la salida de la calle Tucumán ya se había hecho noche. En invierno siempre tenía la sensación de meterse en la oscuridad, como si ese cielo negro no encapotara todo Buenos Aires sino el lugar que él pasaba con su auto. Se metía en la oscuridad como el Jefe en el country o Felipe en el último bar de moda. El pie derecho se movía entre el acelerador y el freno con independencia de lo que él pensara. Era como respirar. Llegar a su departamento era eso: una función fisiológica que las distintas partes del cuerpo llevaban a cabo sin que él lo decidiera.
     De garaje a garaje no tenía más de veinte minutos con el tráfico del viernes por la tarde. Pero la simetría del viaje (oficina, ascensor, garaje, calle, garaje, ascensor, el palier privado de su departamento) no se repetía en su ánimo. Sin siquiera encender las luces del living fue hacia su cuarto, se quitó la ropa, buscó unas bermudas con las que también jugaba tenis los martes y se tiró sobre la cama. Así, mirando el techo, en las primeras penumbras de la tarde, esperó que se terminara de hacer noche. El cielorraso de su cuarto iba desdibujándose hasta que sus ojos ya no lo veían.
     En esa hora que pasaba tirado en la cama no se dormía. Al contrario, mantenía sus sentidos tan alertas como si estuviera a punto de ser víctima de un ataque de un desconocido. Cuando la habitación quedó sin una luz natural se levantó y fue hacia la cocina. Abrió la heladera: estaba repleta de gaseosas, cervezas, jugos, sándwiches envasados, quesos, frascos de aceitunas, frutas. Una heladera repleta era lo que el Emilio-Días de Semana le dejaba a Emilio-Fin de Semana. Emilio miró todo con cierto desprecio. Tomó una botella de agua sin gas y cerró la heladera de manera tan leve que quedó abierta y tuvo que empujarla un poco más para que cerrara correctamente.
    
     ii
     No siempre había sido así. Había sido peor. Diez años atrás su padre había caído enfermo. Le habían detectado un tumor en los pulmones y había comenzado con distintos tratamientos. Rayos, quimioterapia, terapias alternativas. Su madre lo había hecho recorrer todo consultorio que ofreciera la más mínima posibilidad de curación. No le importaba si eran médicos o gurúes, sabios o chantas. En todos puso su esperanza y tal vez por eso su padre no murió sino dos años más tarde, cuando se agotaron todas las medicinas, tradicionales y exóticas.
     Fue en esos días cuando Emilio comenzó a caer. Al principio todos (su madre, su hermano Joaquín, su novia Angie) pensaron que era consecuencia de la enfermedad paterna, que no podía soportar ver la agonía de su padre postrado en una cama. Emilio pasaba días sin salir de su cuarto, o era capaz de no ir por semanas a la facultad. Pero cuando nadie lo esperaba volvía a ser el de siempre. O no, mejor dicho, volvía a ser una versión recargada del de siempre. Recuperaba las clases perdidas, acompañaba a su padre a los tratamientos, apoyaba a su madre, alentaba a Joaquín y hacía sentir a Angie el centro del universo.
     Emilio se había convertido en un ser imprevisible. Podía pasar meses de actividad frenética para caer sin previo aviso en un mundo pesadillesco. Se encerraba en su cuarto pero sobre todo se encerraba en sí mismo. No dejaba una grieta por donde alguien pudiera prestarle ayuda. Y si era maravilloso estar cerca de él cuando el mundo le sonreía, las caídas descolocaban a todos, a pesar de que con el tiempo se dieron cuenta de que eso siempre ocurría e iba a ocurrir. Y Angie lo dejó y perdió un par de trabajos, tuvo que recursar algunas materias y su padre se murió después de una larga e innecesaria agonía que coincidió con una de las caídas de Emilio. Apenas estuvo en el velorio y acompañó al séquito de deudos casi arrastrado por su hermano que hasta se animó a pegarle un cachetazo. Quería despertarlo, sacarlo de ese mundo de zombis que Joaquín pensaba que Emilio disfrutaba. Lo cacheteó, lo insultó y lo obligó a ir hasta el cementerio.
     Lo que no sabía Joaquín era que Emilio no quería estar allá abajo, que hacía esfuerzos increíbles por dominar la situación. Emilio descubrió que si se abocaba intensamente a una actividad, sin importar cuál, había menos posibilidades de que cayera. Estudiaba cada materia de la carrera con tanta pasión que parecía haber abandonado los momentos de caída. Estudiaba y eran meses de gloria. No sólo sacaba buenas notas sino que tenía suerte con sus compañeras. No se había puesto de novio como con Angie, pero nunca le faltaba una chica en su departamento de soltero. Ni tampoco le faltaba trabajo. Era él quien decidía dejar a su amante, o cambiar de trabajo a un ritmo demencial. Pero cuando daba el último parcial de la materia, se hundía. Su espíritu se dejaba tragar por una arena movediza. Y no salía de ahí por un buen tiempo.
    
     iii
     El sábado se despertó cerca de las once. La luz del sol se colaba por la ventana cerrada. Lo había despertado un sueño que había tenido un rato antes: estaba en la casa de Villa Gesell que los padres alquilaban cuando él tenía nueve o diez años. Estaba sentado entre los pinares y sentía (no era que veía sino que tenía la sensación) cómo un perro corría hacía él a sus espaldas. Intentaba darse vuelta o levantarse, pero no podía. El animal apoyaba sus patas sobre él, que se despertó en ese instante. No había llegado a ser una pesadilla sino una especie de susto.
     Fue hasta el baño y se quedó sentado en el inodoro un cuarto de hora. Recién se levantó cuando sintió que sus piernas se acalambraban. Se lavó la cara pero no se afeitó ni se lavó los dientes. Tampoco se detuvo a mirarse en el espejo. Sabía que no le gustaba lo que había del otro lado.
     Las ventanas del living quedaban generalmente levantadas. Le molestaba la claridad, así que fue hacia la cocina. Se sirvió un vaso de jugo de naranja y comió unas galletas Oreo que encontró en la alacena. La heladera no andaba del todo bien, hacía un ruido como las heladeras antiguas. Parecía un motor forzado que descansaba un par de minutos y volvía a arrancar como si le costara el esfuerzo. Emilio se quedó escuchando el ruido de la heladera, el silencio y el nuevo arranque. Silencio, ruido, silencio, ruido de motor viejo.
     Veinticuatro horas antes, Emilio negociaba la compra de acciones de Electrospyres, una empresa sudafricana dedicada a productos electroquirúrgicos, en la Bolsa de Nueva York a nombre de un cliente local. El Jefe había tenido una semana difícil con inversiones poco adecuadas, rechazos de empresas locales y algún otro mal paso del que no dudó en responsabilizar a Felipe y a él por su mal desempeño, aunque en la mayoría de los casos se debía a decisiones suyas poco felices en las que Felipe y Emilio no habían tenido que ver. Pero el acuerdo con Electrospyres había hecho girar la rueda de la fortuna y el Jefe había abierto su botella de whisky japonés para convidar a Felipe y a Emilio, un síntoma de que estaba muy feliz con el dinero que iba a entrar en las semanas siguientes por concepto de comisiones.
     Emilio venía trabajando en el tema desde hacía tiempo, y si no se había caído el acuerdo había sido básicamente gracias a su esfuerzo, ya que no parecía el mejor momento para tomar acciones de una empresa sudafricana que, si bien estaba creciendo, tenía un techo bastante previsible. Pero Emilio había conseguido triangular la operación con un inversor mexicano interesado en el cliente argentino. Durante varios días caminó sobre la cuerda floja de negociaciones que podían caerse por cualquiera de los lados. Además cada grupo interesado tenía demasiados participantes, voces, asesores y hasta tomadores de decisiones que complicaban demencialmente el trabajo de Emilio. Pero él surfeaba maravillosamente bien sobre la locura bursátil y los temores empresariales. Su Jefe lo sabía y se lo reconocía con el whisky de viernes por la tarde, y con las comisiones que, si bien no eran generosas en porcentaje, sí lo eran en cantidad concreta de dinero, debido al volumen de los negocios. Y se lo reconocía cuando los lunes no le reprochaba la falta de respuesta a sus llamados y a los mails del fin de semana.
     Pasó lo que quedaba de la mañana mirando la televisión. Como no le interesaba ningún programa en especial hizo zapping hasta detenerse en uno de esos programas de ventas de productos que ofrecían cuchillas eléctricas o cinturones masajeadores. Lo miró completo y cuando se reiniciaba siguió con el zapping. Alrededor de las 14 fue hasta la cocina y sacó una pizza del freezer. La puso en el microondas y esperó que se hiciera mientras miraba la puerta del microondas como si fuera la pantalla de la televisión. Se abrió una cerveza. Después otra. La pizza había quedado con la masa blanda. Comió un pedazo y dejó el resto sobre la mesada de la cocina. Abrió una tercera lata de cerveza y se la llevó a la habitación.
     —Soy un workalcoholic —repetía cada vez que alguien descubría que los fines de semana, comunes o largos, él no llevaba a cabo ninguna actividad social digna de tal nombre. La explicación iba perfecta con lo que pensaban de él y evitaba seguir con el tema. Nadie se detenía a pensar que si así fuera le bastaría con llevarse trabajo a la casa los fines de semana. Le bastaría ser como el Jefe o como Felipe, muy a pesar suyo, que trabajaban los siete días de la semana. Ni qué hablar los domingos, cuando la Bolsa de Japón del lunes abría a la tarde del fin de semana, cuando los japoneses depresivos ya se habían suicidado pero los locales todavía meditaban si hacerlo o no.
     En apenas dos meses tendría vacaciones. Quince días que los amantes de la teoría del workalcoholismo pensarían que se la pasaría sentado en el rincón más oscuro de su departamento. El año anterior se había ido con Felipe (que había planificado el viaje varios meses antes) a Bangkok y a unas playas de Tailandia. En el viaje París-Bangkok Emilio había convencido a dos turistas francesas para que se unieran en su raid por los lugares más exóticos del sudeste asiático. Emilio estaba interesado en todo: en las comidas, las artesanías, las playas, las putas, los problemas políticos tailandeses. Su ritmo dejaba agotado al turista más activo. Las francesas se cansaron al tercer día y hasta Felipe lo seguía a regañadientes, especialmente cuando Emilio quería convencerlo de asociarse para formar una fundación para el intercambio comercial y cultural de Tailandia con la Argentina. Hasta llegó a reunirse con un ministro tailandés una mañana entre el desayuno en una pagoda y el almuerzo en una playa a cien kilómetros de Bangkok.
     Cuando regresaron a Buenos Aires, Emilio no volvió inmediatamente al trabajo. Tuvo que pedirse una semana más. El Jefe primero se enojó pero después no le quedó otra que aceptar que su mejor bróker necesitaba recuperarse de la joda. Felipe habló ambiguamente de drogas, mujeres al por mayor y la más increíble combinación de bebidas alcohólicas que un hombre podía llegar a tomar. Exageró, pero la explicación le vino perfecta a Emilio, que pasó esa semana en el rincón más oscuro de su departamento.
    
     iv
     Después de la tercera cerveza, Emilio se quedó dormido mientras hacía nuevamente zapping. Cuando se despertó comenzaba a oscurecer. Las sombras ya volvían menos luminoso el living y fue hasta ahí. Encendió la Playstation 3 conectada al led del living y mientras se cargaba fue hasta el bar y se sirvió un whisky generoso. Las imágenes de un auto escapando de un control policial y de otros enemigos ocupó la pantalla del televisor. El Grand Theft Auto iv ya estaba listo para una nueva misión. Se arrellanó en el sofá, buscó la partida empezada y comenzó a jugar. La Playstation era el punto que el Emilio de los fines de semana compartía con el Emilio de los demás días. Estuviera excitado por un negocio que debía cerrar al día siguiente, preocupado por un cliente demasiado difícil o perdido en las sombras de un sábado a la noche, Emilio siempre podía pasar horas con el joystick inalámbrico destruyendo enemigos para cumplir con los objetivos de dinero ganado que el gta exigía. Las misiones avanzaban sin interrupciones.
     Sobre la mesa ratona vibraba en silencio su celular. Debía de ser María Pía, la gerente de marketing de Procter & Gamble que había conocido unas semanas atrás en un after del Microcentro. Se habían ido juntos al departamento de ella cerca de Puente Pacífico y habían tenido una maravillosa noche de sexo y coincidencias (la música de Moby, las películas en las que actuaba Daniel Craig, las playas del nordeste brasileño, la comida india). Ese primer encuentro no fue una falsa ilusión fruto de demasiados tragos disfrutados en happy hour, sino que se vio fogoneado por las siguientes citas en las que recorrieron bares y restaurantes para terminar en el departamento de alguno de los dos. A María Pía le había llamado la atención que no tuviera fotos suyas ni de ningún ser querido en su hogar (en el de ella se podía recorrer su vida en los retratos que aparecían aquí y allá en los tres ambientes). Emilio le quitó importancia porque a él realmente las fotos no le decían nada. Algo que también era común a su pensamiento de lunes a domingos.
     Al llegar el primer fin de semana de su relación, María Pía no pudo arreglar un encuentro con Emilio. Los siguientes días volvieron a pasarla muy bien juntos, pero tampoco se vieron a partir del viernes. María Pía comenzó a sospechar que Emilio tenía otra novia, o tal vez una esposa e hijos y que ese piso en Puerto Madero, decorado con tan pocos toques personales, era un bulo para sus relaciones informales con otras mujeres.
     El celular sonaba. María Pía debía de estar furiosa, o preocupada, o triste. Tarde o temprano iba a sentirse desilusionada y lo iba a dejar. Emilio lo sabía. Miró el celular vibrando e iluminándose sobre la mesita, pero no atinó a tomar la llamada. Siguió matando enemigos con su joystick.
     Unas horas más tarde, Emilio sintió acalambrados los brazos y la espalda. Puso pausa en el juego y fue hasta la cocina. Sobre la mesada quedaba la pizza. La probó y era como masticar un plástico. Sacó de la heladera un sándwich de miga envasado y una cerveza. Se llevó todo al living y siguió jugando un rato más, pero ya no tenía ganas. Fue hasta la computadora y se puso a ver pornografía en algunos sitios pagos de los que tenía una membresía. Vio porno de chicas con chicas, producciones profesionales con estrellas del género. Le gustaba creer que podía haber un mundo de placer sin la presencia de hombres, que dejara afuera de cualquier fantasía incluso a él. Sólo chicas hermosas y calientes. Se masturbó y luego siguió recorriendo las páginas porno porque no se le ocurría nada mejor para hacer. Finalmente se sirvió otro whisky y se quedó dormido en el sillón de tres cuerpos.
    
     v
     El calor del sol le pegó en la cara. Abrió los ojos y por un momento no vio nada. Una ceguera blanca por la excesiva luz que entraba de los ventanales. Le dolían la espalda y la cabeza, tenía contracturadas las piernas y sentía el estómago revuelto. Se levantó pesadamente y fue hasta el baño. Se quedó sentado en el inodoro mucho tiempo, hasta que las piernas contracturadas comenzaron a acalambrarse.
     Cuando volvió al living se acercó a los ventanales. Abrió uno y el viento le dio un suave empujón, como si quisiera impedirle salir al balcón. Miró hacia la Costanera Sur y vio a la gente que ya iba a pasar el domingo entre parrillas al paso, un río seco y algunos árboles donde tomar sombra. Se acordó cuando adolescente su padre los llevaba a él y a su hermano Joaquín a pescar al Río de la Plata en una lancha vieja. A veces llegaban hasta Colonia o iban a la altura de Quilmes, según donde el padre descubriera que había pique. Si su padre estuviera vivo, si lo llamara para ir a pescar, si él pudiera verlo como cuando era adolescente: sabio, eterno, cercano. Hoy ya nada le quedaba salvo un recuerdo que se iba vaciando de imágenes, que había perdido los olores y los ruidos y que su mente reducía a unas frases. En treinta segundos podía decir todo lo que le quedaba de sus domingos más felices junto a su padre y a su hermano.
     Buscó en el botiquín del baño unas píldoras Oxa b12 y se tomó dos. Fue hasta la cocina y se preparó un Nespresso, que tomó amargo y de pie. No podía sacarse la sombra de su padre que había aparecido en el balcón. Tenía la garganta seca. Se tomó una latita de Coca-Cola y fue peor. Ahora se sentía inflado, pesado y con la boca pegajosa. No tenía fuerzas para prender la Play ni para buscar más porno lésbico en internet ni para hacer zapping en la tele de la habitación. Se sirvió un whisky y se sentó en el piso, apoyado contra una pared, y se puso a esperar. Los minutos caían con la fuerza de un látigo en la espalda. Con el whisky a medio terminar volvió a dormirse o perdió el conocimiento.
     Sintió una mano en su cara. No era exactamente una caricia, aunque tampoco era un cachetazo para hacerlo volver en sí. Era más bien un gesto intermedio, una mano que le recorría el pómulo izquierdo con firmeza y cariño a la vez. Emilio abrió los ojos. Ya no había en el living la luz blanca de la mañana. Frente a él, agachado, mirándolo como un médico o un árbitro de boxeo, estaba Joaquín.
     —Dale, boludo, despertate. A vos sólo se te ocurre dormir en el piso, con el somier que tenés en la pieza.
     Cuando vio que su hermano reaccionaba, Joaquín se despreocupó de él y fue hacia la cocina. Emilio sintió ruido de agua y una hornalla que se encendía. Desde la cocina Joaquin gritó:
     —Menos mal que traje yerba. Mucho cafecito de las Filipinas pero ni una puta yerba Rosamonte.
     Desde que Emilio había comprado ese piso, le había dado un juego de llaves a su hermano. Y desde entonces Joaquín las había usado cada domingo a la tarde. Se aparecía sudoroso porque venía de jugar fútbol con sus amigos. Venía con un bolso y siempre traía algo más.
     —¿Sabías que acá nomás tenés una panadería que hace las medialunas igual que las de Atalaya? No se puede creer.
     Emilio se había puesto de pie pero se había quedado parado en el mismo lugar, como congelado. No le gustaba que su hermano se metiera en su casa y dispusiera de todo como si fuera el dueño. No le gustaba ese papel de buen samaritano que repetía cada domingo. Debía quitarle las llaves que le había dado.
     Joaquín acomodó el paquete de medialunas sobre la mesa ratona y después fue a la cocina a buscar todo lo que necesitaba para cebar mate. Le hizo un gesto a Emilio para que se acomodara en un sillón. Encendió la televisión y puso un partido de fútbol. Jugaban Estudiantes y Newells. No era un partido que a Joaquín le interesara especialmente, pero lo miraba con detenimiento y le hacía comentarios a Emilio a la vez que le pasaba el mate. Emilio lo dejaba hacer, le contestaba con monosílabos y comió una medialuna para no tener que soportar que le insistiera con la comida.
     Cuando llegó la noche Joaquín buscó entre los imanes de la heladera el teléfono de algún delivery que le gustara. Se decidió por una parrilla que quedaba ahí nomás, en Puerto Madero. Pidió unas costillitas de cerdo con batatas fritas y dos flanes. Sólo se permitió abrir una botella de vino cuando ya había llegado la cena y se disponían a comer. Pero sólo le dejó tomar una copa. Si Emilio tenía sed, había agua.
     Vieron juntos en la televisión del cuarto una de las películas de Bourne ya empezada. La habían visto mil veces, pero eso no le quitaba interés a las huidas de Bourne por los techos de Berlín o por las calles de Grecia. Cuando terminó la película era ya cerca de medianoche. Joaquín lo obligó a meterse en la cama. Emilio le dijo:
     —Quiero que me devuelvas las llaves.
     —Ni en pedo.
     —Te lo digo en serio.
     —Me gusta tu depto y me gusta usarlo de bulo cuando te vas de viaje, o venir y tomarme tus Ruttini, así que olvidate que te devuelva nada.
     Joaquín lo arropó como si fuera un hijo pequeño o un padre enfermo. Después le dio un beso en la mejilla y le dijo.
     —Mañana hablamos.
     Pero era mentira, porque Joaquín no lo llamaba el lunes. Ni los días siguientes. Nunca hablaban por teléfono. Aparecía los domingos por la tarde y se iba siempre cerca de medianoche. Se retiraba justo cuando él comenzaba a dormirse. El sueño lo arrastraba aunque se resistiera. Mejor entregarse a la inconsciencia de la noche. Cuando se despertase al día siguiente, Emilio desplegaría las alas y volaría por encima de esa ciudad como hace un águila sobre los cielos que domina.

Comparte este texto: