Dominó / Eduardo Sacheri

    
Cuando se apea en el andén, Rodríguez se queda quieto. No hace como los otros pasajeros, que buscan las escaleras de salida de la estación. De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, observa el tren que se aleja hacia San Antonio de Padua. Un punto cada vez más chico, cada vez menos ruidoso, en la línea del horizonte. Enciende un cigarrillo en la estación desierta de las dos de la tarde del domingo. Se pregunta si no será mejor permanecer ahí, en esa cinta de cemento vacía, esperando un tren que lo devuelva a Buenos Aires, a su vida de todos los días. Pero sabe que es una especulación, una manera de mantener una ventana abierta en una habitación opresiva. Pero nada más. Rodríguez sabe que no va a atreverse.
     Después de la última pitada arroja la colilla a las vías, junto a otras miles. Alza la vista. El panorama no es muy distinto del que vio la última vez que visitó el pueblo. Han demolido algunas casas para edificar locales comerciales. El resto está igual. Las construcciones bajas, la línea del horizonte bien a mano, mucho cielo, las copas invernales de los paraísos y los sauces. «Acá no cambia nada», se dice, y no consigue decidir si eso es algo bueno o algo malo. Enciende otro cigarrillo y se sienta en un banco de listones grises. El guardabarreras toca una campana y acciona una palanca. El aire se llena de los bufidos del tren que va hacia la Capital. Mientras fuma, Rodríguez lo ve detenerse en el andén de «Trenes hacia adentro». Lleva menos pasajeros aún que el que lo trajo a él. El guarda hace sonar un silbato y el tren abandona lentamente la estación. Se alza la barrera. Con un movimiento rápido Rodríguez descarta la colilla.
     Ahora sí camina hacia el extremo del andén. Un hombre trepa de dos en dos las escaleras, se vuelve hacia el lado de Castelar, divisa el tren en la lejanía y hace un gesto de contrariedad. Después se quita el sombrero y se enjuga el sudor de la cara con la manga del saco mientras recupera el aliento. Cuando pasa a su lado cruzan un vistazo y Rodríguez hace un gesto, una mueca que no llega a ser una sonrisa, pero que le indica al otro que entiende su fastidio.
     Baja los diez escalones, cruza el paso a nivel y enfila por la calle Juncal hacia la casa de sus padres. Las veredas están desiertas en la inminencia de la siesta. De tanto en tanto, desde alguna ventana de las que dan hacia la calle, le llega el rumor de los platos a medio lavar en las cocinas, conversaciones de sobremesa, el prólogo de las transmisiones deportivas de la radio. Al cruzar Mansilla consulta el reloj. Las dos y veinte. Va puntual. Ha fallado la manida profecía ferroviaria de su padre, esa que asegura que los trenes, desde que son propiedad del Estado argentino, han abandonado su británica puntualidad. Verificar que su padre, al menos hoy, al menos esta vez, se ha equivocado, le inyecta un sarcástico entusiasmo del que se arrepiente enseguida: ¿no es penoso que él siga pendiente de las sentencias de su padre, por más tiempos y distancias que intente poner entre ambos?
     Llegará a la casa a las dos y media. Su madre saldrá a recibirlo secándose las manos limpias en el repasador a cuadros. Rodríguez se inclinará para recibir su beso y retribuírselo. Ella comprobará, con un vistazo, que su aspecto general, su peso, el color de su piel y el brillo de su mirada sean los de un hombre sano y fuerte en la plenitud de la vida. Recién entonces lo hará pasar, mientras le pregunta por Susana y por las chicas.
     Cruza Olazábal, sigue hasta Lavalle. Por fin la casa. Toca el timbre y de inmediato oye el tintineo de las llaves. Rodríguez abre el portón y avanza por el jardín mientras la puerta se abre. Ese gesto explica su sitio en esa casa. Si fuera la suya, no habría tocado el timbre. Si no fuera la de sus padres, aguardaría en la vereda a que saliesen a recibirlo.
     Su madre se asoma sonriendo, y Rodríguez ve cómo se le iluminan los ojos. Es el momento de encorvarse y del beso en la mejilla. La deja hacer mientras aguarda el escrutinio. Evidentemente está aprobado, porque ella vuelve a sonreír mientras cuelga su sobretodo en el perchero de la entrada y le pregunta, en voz un tanto alta, por su mujer y por sus hijas. ¿Qué pasaría si Rodríguez desenmascarase la impostura? ¿Acaso su madre no los visita en Buenos Aires todos los miércoles a la tarde, a escondidas de su padre? ¿Acaso no sabe ella que Susana y las chicas están tan saludables y felices como hace tres días, cuando ella llegó de visita con el budín de frutas secas? Rodríguez no llega a comprender por qué lo fastidia esa pantomima. Tal vez porque es otra evidencia del poderío tenaz de su padre, ese hombre viejo cuyas sentencias son indiscutibles. Pero no tiene sentido desenmascarar el fingimiento de esa mujer que sigue empeñada en cuidarlo, de manera que le contesta que Susana y las chicas están bien, y que le envían cariños.
     Necesita concentrarse para que su tono suene natural, cotidiano, desprovisto de tensión, angustia o resentimiento cuando pregunta, también en voz alta: «¿Y papá?». Su madre, antes de soltar la última línea que le toca decir, se estira hasta la alacena para buscar tres tazas del juego bueno.
     «En la galería. O con la quinta, andá a saber», contesta después, mientras enciende un fósforo y lo acerca a la hornalla.
     Mientras atraviesa la cocina y sale al patio, Rodríguez repara en lo tranquila que suena siempre la voz de su madre. ¿Será fingida esa calma, o sinceramente no teme que su esposo y su hijo terminen trenzándose en una de esas discusiones horribles que parecen su único modo de vincularse? Rodríguez se demora un segundo con la puerta abierta y la ve poner la pava al fuego, colocar la manga en la cafetera, verter en ella tres cucharadas colmadas de café. Tal vez sea cierto que está tranquila, y contenta de que sus dos hombres pasen juntos la siesta del domingo. Tal vez las mujeres saben transitar las cosas de un modo que los hombres ignoran por completo.
     Rodríguez cierra detrás de sí la puerta del fondo. Así se llama ese sitio en su casa, en su familia. «Fondo», y esa palabra abarca el patio de baldosas, el jardín minúsculo, la quinta de verduras contra la medianera de atrás. Su padre está ahí, encorvado sobre la hilera de tomates, con las manos hundidas en la tierra barrosa. Cuando advierte su presencia se incorpora, se limpia las manos y regresa hacia el patio. Rodríguez lo ve como siempre: flaco, bajo, serio, fuerte. Se estrechan la mano, y el hijo siente la rudeza de esa piel que siempre le hace acordar a la superficie porosa y árida de un ladrillo. Se sostienen la mirada, porque su padre jamás baja los ojos y porque Rodríguez, sabiéndolo, se propone tampoco claudicar ante esas piedras pequeñas y azuladas que lo escrutan sin prisa.
     «Cómo estás». La pregunta suena chata, como si no fuese una pregunta. «Bien, papá. Y usted». Rodríguez también, si se lo propone, puede ser neutro. «Su madre pensó que tal vez viniera a la hora del almuerzo», dice su padre mientras acomoda una de las sillas de hierro y se sienta.
     Rodríguez sabe que no es cierto. Su madre sabe perfectamente, porque lo acordaron el miércoles, cuando ella estuvo de visita en su casa del Centro, que llegaría a las dos y media, a la hora del café, para irse a más tardar a las cuatro. Una hora y media. Un lapso plausible para estar sin discutir, para permanecer sin pelear. Rodríguez siente un minúsculo impulso de decirlo, de desenmascarar la realidad de que ambos saben que serían incapaces de permanecer todo un almuerzo en armonía. Pero calla. Tal vez la madurez sea esto: dejar los silencios como están.
     La puerta de la cocina se abre con cierta violencia porque su madre, que lleva la bandeja con las cosas del café, ha tenido que abrirla con el codo. Rodríguez se acerca a ayudarla. Los tres se sientan a la mesa de cemento y patas de hierro. En realidad su madre permanece de pie mientras sirve, y su esposo paladea el primer sorbo, y aprueba con un gesto. Recién entonces ella toma asiento entre los hombres.
     Después de algunos titubeos, la conversación se pone en marcha. Los tres andan con cuidado, Rodríguez el primero. Nada de religión, ni de política, ni de normas para la crianza de los niños ni de planes para su educación futura. Su madre, de todas maneras, es una aliada perspicaz en la espinosa labor de conducir la nave de la visita por entre los arrecifes mortíferos que él y su padre se han pasado la vida construyendo. Hablan del trabajo de Rodríguez, de las buenas perspectivas que se abren en la oficina con la apertura de la sucursal de Flores. Su madre le cuenta un capítulo más del culebrón de los Mendoza, sus vecinos, que ya no saben qué hacer con la hija mayor, esa descarriada. Hablan de ese otoño suave y seco que están teniendo. De la enfermedad de la tía Clara.
     Rodríguez hace un gesto hacia la quinta y elogia las lechugas. Su padre asiente y comenta que tendrá que cubrirlas antes de que caiga la primera helada.
     «¿A ti te apetece otro café?», le pregunta su padre. Rodríguez dice que sí, mientras piensa lo diferente que es el perfecto español que habla su padre, con sus tús, sus «tis» y sus zetas, con respecto a su propio español porteño, saturado de voseos y de verbos acentuados en la última vocal que lastiman el oído: «mirá, vení, tomá, salí». Otra herencia fallida, otro puente roto entre los dos.
     Están solos en el patio, porque su madre ha saltado como un grillo de su asiento, de vuelta hacia la cocina, al escuchar que quieren más café. Rodríguez quiere consultar su reloj, pero teme que su gesto sea demasiado ostensible. Tal vez falte poco para las cuatro, para dejar esa casa otra vez a su espalda, para caminar a paso rápido hasta la estación, para subir al tren y dejarse caer en un asiento vacío y colocar la radio en el marco de la ventanilla y escuchar el partido.
     «¿Le parece que el kiosco de los Varela estará abierto el domingo a la tarde?», pregunta de repente. La cadena de sus pensamientos lo ha llevado a concluir que necesita pilas para la portátil, no sea cosa de que se le agoten en plena transmisión. Su padre parpadea, tal vez sorprendido. Rodríguez le explica lo del partido y las pilas. Completa la explicación hurgando en el bolsillo y dejando la radio sobre la mesa. Es un aparato bastante grande, que lleva cuatro pilas chicas. Es mucho más caro escuchar la radio a pilas que la vieja radio eléctrica. Pero ese rato a solas, con el relato del partido por encima del traqueteo del tren, mientras regresa a su casa y a su vida, a Rodríguez se le antoja la gloria misma, y el de las pilas es dinero bien gastado. Claro que no dice nada de eso a su padre, que sigue con los ojos fijos en el aparato negro de bordes plateados.
     «Pues lo dudo. Domingo a la tarde… Me temo que estará cerrado», concluye su padre. De nuevo hacen silencio. Rodríguez, con los ojos fijos en la huerta, desea que su madre vuelva pronto.
     «¿Hoy jugamos con Boca, cierto?», pregunta repentinamente su padre. Rodríguez deja de mirar la hilera de lechugas. «Sí», responde Rodríguez, y le queda la incomodidad de haber dado una respuesta demasiado breve, como si su padre hubiese hecho un gesto hacia él, un gesto profundo y meditado, y él no hubiera sido capaz de apreciarlo. Esa primera persona del plural. Ese «jugamos». Por eso, porque se siente confusamente en falta, Rodríguez agrega: «De visitantes», y alza las cejas como dando a entender que el partido va a ser difícil. Su padre, voluntariamente o no, reproduce su gesto, mientras asiente. Desde la cocina llega la voz de la madre, que pregunta si la azucarera ha quedado ahí en la mesa. «Sí, mujer. Aquí está», alza la voz el padre, levantando el recipiente y volviéndolo a posar en su sitio, como si su esposa pudiera verlo desde adentro.
     «Difícil…», dice su padre, y Rodríguez entiende que se refiere al partido contra Boca, en la Bombonera, partido que está a punto de empezar y que él no podrá escuchar si no abandona la casa en los próximos diez o quince minutos. Pero algo lo detiene. Una piedad infrecuente, que le impide dejar que el comentario de su padre se pierda en el silencio. «Dificilísimo», coincide Rodríguez. Y siente que su respuesta sigue siendo demasiado exigua. Por eso agrega: «Y para peor, no juega Cosentini».
     Su padre ladea la cabeza y frunce la boca, pensando. «¿Ah no?», pregunta por fin, mientras fija en él las piedritas azules de sus ojos. Esta vez Rodríguez responde casi con naturalidad: «No, papá. Se lastimó el domingo pasado contra San Lorenzo. Y el suplente es De Santis». «¿De Santis, ese que trajeron de Quilmes?», pregunta su padre. Rodríguez asiente. «Es malísimo», sentencia su padre, y Rodríguez sonríe y asiente. Su padre sonríe también, apenas.
     Rodríguez consulta su reloj con ademán veloz, disimulado, pero su padre lo nota. «A ti se te hace tarde, ¿no es cierto? Y yo aquí dándote la lata…». Rodríguez lo mira y demora en responder, porque necesita saber si lo ha dicho con sinceridad o con ironía. Concluye que no hay sarcasmo en lo que su padre ha dicho. «No», dice Rodríguez, y agrega: «Yo no tengo apuro… pero a usted se le hace tarde para el dominó». «Sí, es cierto», responde el padre, y carraspea. Levanta la azucarera y la apoya otra vez en el mismo sitio. «Se me había ocurrido…», vuelve a carraspear su padre. «Tú dirás… pero si a la radio le faltan pilas… puedes quedarte a escucharlo aquí, y luego te vas». No dice «luego» sino «logo», cerrando la palabra en ese español que se ha traído desde Galicia y lo acompañará para siempre. Rodríguez demora en responder porque está sorprendido. No sólo lo sorprende la propuesta de su padre. Lo sorprende, sobre todo, darse cuenta de que sí, de que quiere quedarse.
     Se abre la puerta de la cocina y su madre viene otra vez con la bandeja. Rodríguez se pregunta si notará la turbación que sienten él y su padre. «Se te va a hacer tarde para el dominó, Fermín. Ya son las cuatro», dice, mientras restriega los pocillos entre las manos, como para mitigarles un poco el frío, antes de llenarlos otra vez.
     El padre carraspea por tercera vez. Sus ojos vuelven a cruzarse con los de su hijo. Rodríguez hace que sí con la cabeza, y su padre habla con la cara vuelta hacia la pared de los rosales. «Hoy no voy, Beatriz. Antonio se queda en casa a escuchar el partido por la radio». El hijo no dice nada. Echa un vistazo a su padre, que tiene el ceño fruncido, el rostro colorado, las piernas estiradas, el mentón hundido contra el pecho.
     Rodríguez pestañea varias veces para evitar que se le humedezcan los ojos. Clava también la mirada en la única rosa fría de pétalos abundantes que florece en los rosales de la medianera. Le acomete una ansiedad súbita. Ojalá ganen el partido. O que al menos empaten, porque de visitantes en la Bombonera, el empate no es un mal resultado.
     Casi a su espalda, su madre termina de servir los cafés, y comenta algo de que va a ir hasta la panadería a comprar unas facturas. Medialunas no, porque el panadero de ahí a la vuelta las hace muy secas. Pero sí facturas. Vigilantes y sacramentos. Y su tono de voz es absolutamente sereno, natural, como si la tarde fuese una tarde como cualquiera, y lo que está sucediendo ocurriese todos los días.
     Cuando se quedan solos pasa un largo minuto en el que los dos hombres permanecen quietos en silencio. Por fin el padre se incorpora y entra en la cocina. Rodríguez escucha sus pasos alejándose hacia las habitaciones. Casi enseguida lo oye volver. Su padre carga la radio eléctrica, la de siempre, la de carcasa verdosa. Rodríguez se apresura a hacer sitio sobre la mesa del patio, para que pueda apoyarla.

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