La prohibición Viene la mujer de Stevenson, temprano en la mañana, y le dice: No, y hace una pausa. Stevenson tiembla: siempre le tiene miedo a su mujer cuando le dice no, así, tajante. Es por eso que la ama. Espera y la mujer sigue hablando: no podés publicar eso, nos crucificarían. Stevenson sonríe como un niño al que retan y sabe que puede zafar: Lo escribí en un sueño, dice. Pero al ver las cejas alzadas de su mujer, aclara apresurado: Perdón, perdón, lo escribí porque lo soñé todo: lo que pasa. Pero la mujer es implacable. Puede ser, dice, pero ya está: lo quemé, lo destruí. Stevenson tiembla en una mezcla de terror, dolor y deleite. No lo dice, piensa: Era lo mejor que escribí. Pero ya está bien despierto, metido en lo real, en el ruido de las calles de Londres, que suena sofocado por la niebla, atrás de las ventanas. No dice nada Stevenson, la mujer se inclina, lo besa y se va, agradecida por el modo en que Stevenson acepta su dictamen. Ese mismo día Stevenson empieza a escribirlo de nuevo. Otra prohibición Muchos años después, Juan Carlos escribe el suyo por furia: no consiguió cigarrillos. Está prohibido venderlos ese día. Se venga, se venga, acumula desastres no sólo morales, más amplios, históricos y generales. Se venga fuerte, él no le tiene miedo a las mujeres, las reputea, se va embalando, ya no puede parar: después caen muñecos míticos, mitológicos: un gaucho, tres gauchos, treinta y tres gauchos. Pero la prohibición es mayor, de contornos imprecisos, casi parece de Dios: se mueve mucho en esos años, y hay un momento en que se le pierden todas esas palabras, ¿en una carpeta o una bolsa? entre una y otra orilla. Pero años después, como Stevenson, vuelve a escribirlas. Aunque con trampa: ahora es mayor, sabe más, apunta más fino. Como pedían en aquella revista literaria patea las puertas de lo sublime, y entra a saco en toda su literatura futura, con lo que escribirá a partir de aquella prohibición menor de no vender tabaco, muriéndose antes de la prohibición mayor, en bares, hospitales, carnicerías, bancos de seguro y pizzerías y en su propio país, libre de humo, pionero en el Río de la Plata que tanto recorrió, riéndose mucho en el otro mundo, con los ojos de pibe bien abiertos, de asombro ante semejantes idioteces.
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