Contracanto a la desesperanza / Christian Barragán

Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos es la recopilación contemporánea más afortunada que hemos podido conocer en nuestro país de la profusa escritura poética actual de Norteamérica —la mayoría de la cual se desconocía en el medio literario mexicano, debido en buena medida, incluso, a su inherente riqueza: su diversidad. Me permito citar un párrafo completo del Prefacio a estas Líneas conectadas, elaborado por Dana Gioia, poeta y presidente del National Endowment for the Arts, que explica suficientemente esta consideración: «En los últimos cuarenta años el vanguardismo ha dejado de ser una fuerza literaria activa para convertirse en un fenómeno histórico de principios del siglo xx. Las consecuencias de este hecho han abierto para los poetas contemporáneos inmensas y complejas posibilidades: hoy todos los estilos coexisten y pueden ser fuerzas generadoras. La vanguardia cambió la percepción general de lo que son los estilos. En la poesía vigente de los Estados Unidos ¿qué puede ser más tradicional que el verso libre, más académico que lo vanguardista, más rebelde que un autor regional? Estas preguntas son útiles porque invitan a reflexionar, pero en última instancia no tienen respuesta: en la nueva poesía de los Estados Unidos no existe ya una corriente dominante sino una multitud de alternativas posibles». Es precisamente una considerable suma de esta gran urdimbre de voces, estilos y temáticas la que comprende este volumen.
    La lectura que podemos hacer de esta enramada de escrituras, entonces, no es posible sino señalando sus particularidades. Sin embargo, pronto se hace evidente que, en la compleja e infinita trama emocional que le corresponde vivir al hombre en este mundo reciente, se sobrepone destacadamente la desesperanza. Y ya sea bajo el velo de la
melancolía, la violencia, la amargura, la parodia o la recreación mitológica, la carencia de certezas en la vida inmediata exhiben como única vía de expresión un realismo grotescamente sincero y áspero que intenta nombrar una realidad no menos desoladora por cierta, lo que nos permite ofrecer un camino próximo a gran número de las voces recogidas en esta antología. Así, podemos afirmar que la fuerza del lenguaje empleado por los autores reside en su insoportable honestidad. Pero no hay que confundirse, ni en ellos ni en sus obras hay visos de velado coraje o manifiesto enfado. Por el contrario, su voz predomina a media altura y pocas veces se permite elevarse para ser escuchada; en ella no hay estridencia y la música que emanan sus versos es apacible, libre de toda fractura. Presta, por otra parte, a la primera persona del singular y su fiel memoria añorante. ¿De dónde, pues, aquel encendido vigor que anima su poesía y que a sus lectores nos incomoda, acaso como un recuerdo nunca olvidado y siempre negado?
    Tampoco encontraremos en la voz de los poetas de este día —«en este inesperado mundo» (José Emilio Pacheco)— ante el paisaje desierto, el claro de agua que redima. No habrá bálsamo que sane las heridas, ni palabra que al decirse no enmudezca. Ya no es la poesía la morada donde refugiarse del desastre, ni el poema lo que dice. La metáfora y la alegoría perecen ante una insólita realidad que ya no puede ser dicha. Ahora, el espectáculo de los grandes momentos de la historia cede su lugar al imperceptible ritmo de los ínfimos acontecimientos de la vida diaria. El destino y el azar son suplantados por el error o el acierto de la rutina. Y el poeta sólo es un hombre, y está solo. Su voz suena igual que cualquiera, y al hablar, al escribir, la vida resuena en ella con la más inconcebible pureza. Suji Kwock Kim (1968), originaria de Poughkeepsie, Nueva York, así lo demuestra en su agudo e inquietante «Monólogo para una cebolla»: «tú, que quieres asir el corazón / de las cosas, que quieres saber dónde se encuentra / el sentido. Prueba lo que tienes en las manos […]. / Pobre tonto, divido en su corazón, / perdido en su laberinto de cámaras, sangre y amor, / un corazón que un día te gastará entero en su último latido».
    Ajenos a la vida que sucede en el escándalo de las calles —que en otras épocas fuera condición innegable de todo aspirante a poeta que respetara su oficio (y por qué no, también su bolsillo)—, o al asfixiante murmullo del púlpito de los proclamados poetas oficiales, nuestros autores responden al llamado exclusivo de su nombre de pila, que de ningún modo los distingue por encima del resto de los mortales. Próximos al mismo cansancio y hartazgo de los vecinos que da igual que sean taxistas, políticos, profesores universitarios, indigentes, prostitutas, militares retirados o narcotraficantes, comparten los mismos asientos en los vagones del metro, los comunes abusos de las autoridades, la fría y rápida comida preparada de los supermercados, la taza elevada de los impuestos y la improrrogable fecha del pago del alquiler o la hipoteca. Y desde ahí, como si miraran el futbol en la televisión o tiraran en su cesto la basura, escriben. Y si al hacerlo, —quizá, como nunca, en silencio y retirados— recuerdan días más nobles, nada pretenden que cambie. Pues, aunque no son pesimistas, pronto aprendieron cuáles eran sus límites; y, desde entonces, tan solamente viven. He aquí la diferencia del insospechado impulso de su escritura. Cada uno de sus poemas es una realidad en sí, y no una representación o impostura de ella. Por lo que resultan, a la vez, severamente críticos del suceso que exponen. «Los supremos», del también neoyorquino Cornelius Eady (Rochester, 1954), es un contundente ejemplo de ello: «Nacimos para ser grises. Fuimos a la escuela, / Nos sentamos en filas, comimos pan blanco, / Miramos al piso, mucho. […] / Hicimos lo que pudimos, / Y todo lo que podíamos hacer era / Ponernos en nuestra contra. […] / Esto, desde luego, / Fue el entrenamiento. […] / Lentamente comprendimos: éste iba a ser el mundo. / Nacimos siendo vendedores de seguros y secretarias, / Amas de casa y cocineros baratos, / Almacenistas y mecánicos; / Y no sería una mala vida, nos prometieron».
    Fatigados e inseparables de su acontecer cotidiano y perecedero, los poetas norteamericanos recogidos en Líneas conectadas están desengañados de un mañana distinto. Son, en consecuencia, poseedores de una voz en suma limpia y leal a la memoria de su tiempo. Aturdidos por tantas mentiras ocultas en lo que se mira, pero también en lo que se dice, develan en cada palabra la innegable verdad que conocen y que nunca olvidan. La única vida que a ellos y a nosotros corresponde. Así vienen. Henchidos de esta vigorosa certeza han nacido, y contra la penumbra, el olvido, la muerte y la tibieza cantan: «He embutido aquí cada sílaba, / he numerado todo lo que sé y hasta más, / pero aun así la nieve tardía ennegrece estas ramas desnudas / al fundirse en lodo, aun así perros esqueléticos / observan desde la vera del camino, aun así mis dígitos / cuentan mis días con dolorosa rigidez. / No he dicho lo que quería decir»: H. L. Hix (1960), «Órdenes de magnitud».

Líneas conectadas. Nueva poesía de los Estados Unidos, de April Lindner (sel. e intr.). Fondo Nacional para las Artes de los Estados Unidos de Norteamérica / Universidad Nacional Autónoma de México /Sarabande Books, Louisville, 2006.

 

 

Comparte este texto: