Derrotas de un dramaturgo / Hugo Alfredo Hinojosa

La dramaturgia, no menos que la poesía, cedió el lugar a la narrativa como producción dominante de la literatura desde el siglo xix hasta la fecha, en el imaginario del prestigio comercial. Imposible derrocar a la narrativa. Sin embargo, ¿quién desea eso? Quizá quienes intentan, sin éxito, reformar la literatura a partir de cada concepto vanguardista que nace de la euforia del nuevo siglo. Sin embargo, las novedades nutren las comedias intelectuales de los críticos, primero boquiabiertos y después renegados. Uno de los problemas de la dramaturgia contemporánea tiene que ver más con la autocomplacencia de sus creadores, primero, y después con el prejuicio de los críticos que no validan su forma ni su contenido. «El diálogo en sí no tiene nada de valor», apuntan quienes desconocen el lenguaje teatral. Le aplauden a Hemingway el uso de sus diálogos, pero demeritan a la dramaturgia por la carente complejidad del drama humano. No es novela. ¿Qué pensaría Shakespeare al respecto? Sin duda, esta visión reduccionista condiciona en varios sentidos la opinión de lectores y espectadores obedientes que, al ser guiados por el crítico unidimensional, se retiran sin pensarlo de la vida misma de lo teatral. ¡Qué bueno que eso no ocurrió ni con los isabelinos ni con el Siglo de Oro español!
    Los tiempos del realismo en el teatro mexicano (de Rodolfo Usigli, Emilio Carballido o Sergio Magaña) han quedado atrás. La exploración de la escritura para la escena es más amplia de lo imaginable. El costumbrismo cedió paso a la investigación, la investigación a la vanguardia y ésta a las modas sin vida, importadas sin conciencia crítica. En un país donde la definición de lo mexicano de por sí es un problema, cualquier falso profeta anuncia un nuevo evangelio; después de todo, la retórica continúa siendo el mejor instrumento de venta.
    Debido a que, por lo menos en México, los dramaturgos no consolidaron aparatos de poder político, el género teatral perdió terreno y presencia. La poesía y la narrativa son los géneros responsables de dictar tendencias y visiones, tanto fértiles como devastadoras. Véase, si no, el escándalo que se arma cuando aparece una antología de cualquiera de esos dos géneros. Por un panorama como éste, nos encontramos con que, a más de 50 años de Usigli y su Gesticulador, la percepción sobre el teatro mexicano está, para algunos, por demás devaluada: todos somos Usigli y todos somos Carballido. No hay matices, sólo un gran estigma para las generaciones posteriores.
    Pero «la dramaturgia contemporánea exige más sacrificio que nunca», anota el reconocido autor chileno Marco Antonio de la Parra en sus Cartas a un joven dramaturgo. La disciplina de quien escribe para la escena debe ser rigurosa y llena de una violencia pura, capaz de explorar las pasiones humanas y sacudir al lector/espectador. Nada nuevo… Diríamos que la violencia es por sí misma la fuerza que mueve desde el génesis a un escritor, del género que sea. Sin embargo, la violencia parecería haber sido olvidada por tantos escritores que, aunque colmados de vanguardias, abundan de tibieza sus fábulas. De la Parra sugiere el apotegma: Si no hay violencia, se huye de la vida.
    Para quienes crecimos con el estigma del fin del milenio, es fácil notar que el destino del discurso teatral no solamente tiene que ver con aquello que dicta a viva voz el actor. Comprendemos que la palabra es acción y que la acotación contiene y reformula lo que se dice y se hace sobre un escenario. Por otro lado, los temas de la dramaturgia contemporánea no tienen que ver, por completo, ni con las condiciones políticas de la primera mitad del siglo xx y, en este caso, ni con la segunda. La dramaturgia se ha re-significado. Novedades como la tecnología permean hoy los caminos de la escritura, sin olvidar, por supuesto, las pasiones humanas. Nunca hemos abandonado la vida, dice De la Parra, pero la hemos olvidado de manera fortuita.
    Huimos del dolor, le tenemos miedo; pero el dramaturgo trabaja con el miedo, con la vida y la muerte, con la sed de los padres, etcétera. Pareciera que las generaciones actuales de jóvenes dramaturgos creen más en la inmediatez que en los siglos de Esquilo o Shakespeare. Huir de lo clásico es huir de la vida, de la necesidad de vivir por boca de otros nuestro presente. La materia primordial del teatro es la vida: el amor, la muerte de un ser amado, la confrontación con el contrario… no estar en contacto con este pasado o presente es no estar en contacto con nada; si no hay vida en la escritura, lo que queda es frivolidad.
    Cada lección que va diseñando De la Parra a lo largo del libro tiene que ver con la vida como forma de la escritura. El verdadero sentido del drama no descansa ni en el estilo, ni en la mediatez de las modas. El drama, la escritura para el teatro, va ligado a la necesidad de la escritura como forma de percepción de la existencia. Para escribir, dice el autor, se debe tener la seguridad de la derrota y saber aprehenderla. Con cada batalla que se pierde a la hora de enfrentarse a la escritura, ya sea para la escena o para la simple hoja del libro, debemos estar conscientes de que es una batalla que puede llevarnos a la muerte, a ese instante donde la caída del intelecto es necesaria. La caída del hombre por sí como un destino.
    Éste es un libro de confesiones: se muestran caminos que desnudan las supuestas virtudes del dramaturgo.
    De la Parra confronta al nuevo drama-turgo, al lector o futuro lector de estas cartas, y lo obliga a esperar, a no llevar con promiscuidad sus palabras al papel: le muestra un camino, lo aconseja y lo llena de una nostalgia que bien puede derrotarlo o permitirle conocer algunas verdades sobre el oficio del dramaturgo. Escribir por escribir nos vuelve autómatas, pero engrandecidos en discurso. De la Parra comenta que la escritura es una adicción. Nuestros sueños, dice, nos representan una realidad superior que fomenta una locura necesaria para ver lo que nos rodea de manera distinta a como otro hombre sesgado, lleno de otra vida, lo puede percibir. Pensemos en un hombre fornido al lado de su coche último modelo y con una bella mujer a su lado; discuten sobre qué bebida es mejor… Al llegar a un acuerdo sonríen y después el tema de mayor interés tratará acerca del tiempo que se hace para entrar a la discoteca de moda. «Somos felices», dicen, después hacen el amor. Nadie puede negarlo. Llegarán a viejos siendo muy felices. Ellos no están mal. Es materia de escritura, sin duda… ¿Pero de qué escritura?
     ¿Qué nos debe preocupar?, pregunta De la Parra. El tiempo, la historia, nuestra infancia, la muerte, siempre la muerte aunque por la mañana podamos hablar o respirar. Las categorías con las que el autor nos habla de su vida como maestro no son distintas de las categorías con las que denostamos el mundo y lo volvemos trágico. Este libro es una confesión y no un manual. El acierto de este gran dramaturgo tiene que ver directamente con lo más esencial: la sencillez. Esa compleja sencillez de la vida y de la escritura para la escena.

 

 

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