Comprender lo no dicho / Sergio Téllez-Pon

  

Para empezar, destaco lo evidente: no es ésta una crítica sobre un libro de reciente aparición, como se suele hacer comúnmente. En 1969 se publicó la novela Le parole tra noi leggere (Suaves caen las palabras), por la que se le otorgó el prestigioso premio Strega a su autora, Lalla Romano (Demonte, Cuneo, 1906–Milán, 2001). Luego, esta edición en español de Libros del Asteroide fue publicada hace tres años —ignoro si hubo una edición previa de otra traducción en alguna otra casa editorial.
    Me remito, entonces, a la fecha de su publicación, incluso antes de que ganara el premio Strega. Suaves caen las palabras no fue bien recibida en algunos sectores de la sociedad italiana de finales de los años sesenta por el tema que aborda en sus páginas: la relación entre una madre y un hijo conforme éste va creciendo. Una relación, como todas las relaciones maternales, llena de mucho amor pero no exenta de irritaciones y desprecios, o que, como dice su autora, «es también una relación visceral». Podría pensarse, en primera instancia y con facilidad, que la historia llega al incesto, pero no es así, es aún más cruel, «de una crueldad que procede de una piedad superior», como dice Romano en uno de los epílogos que añadió en ediciones posteriores (el primero en 1972, luego otro en 1989 y el último en 1996, todos incluidos en esta edición).
    En el prólogo, la escritora española Soledad Puértolas escribe: «No se examinan [los personajes] con la intención de ponerlos mínimamente en cuestión. Ese aspecto de la vida familiar parecía inamovible, una ley establecida en tiempo inmemorial, casi un tabú». Ciertamente, Suaves caen las palabras pone en cuestión la relación de los padres con los hijos, y rompe así con ese tabú que prevalece en todas las sociedades conservadoras. Es probable que por esto último la novela de Romano haya resultado tan polémica. Centrar la atención en un solo aspecto de una novela que contiene muchos caracteres y límites, deviene una discusión baja y sin sentido. En todo caso conviene preguntarse: ¿no le es permitido a un padre amar, y más aún, escribir cómo ama a su hijo?
    También me pregunto en qué momento se complican las relaciones entre padres e hijos. Ella, la madre, confiesa desde la primera página que sólo quiere conocerlo, a él, su hijo, «de forma discursiva». Porque él se niega, no permite que su madre entre en ese espacio que él se ha creado: «A mis asaltos y asedios, ahora más que nada admirativos ya, él opone frialdad, hastío e incluso amabilidad (distraída)». Ella se rinde, sabe que no puede romper esa tensión que desemboca en conflictos familiares, y es así como sólo le queda una opción: conocerlo a través del lenguaje que él le arroja de forma fragmentada. «No parece creíble, sobre todo a la luz del comportamiento posterior. ¿Qué querría decir? Él era siempre todo en lo que decía, entonces; después, para encontrar el todo hizo falta —hace falta— intuir, comprender lo no dicho». Y a esa misión, a comprender lo no dicho, se aboca en esta novela deslumbrante.
    También en uno de sus epílogos, Romano hace referencia a las culpas que le imputaron: la intrusión de los sentimientos privados, una violación indebida, «una acción inmoral en perjuicio de las personas», en este caso, sobre esa figura de la madre que las sociedades conservadoras a las que me referí con anterioridad han hecho intocable. Quienes la acusaron no entendieron la relación dialéctica madre/hijo que Romano se propuso desentrañar en Suaves caen las palabras. Mientras a los otros les provocaba armar una polémica sin fundamento, ella habla de lo que quería hacer en su novela y, como todo creador que se precie, del tiempo que dedicó a su escritura («Había trabajado en ella cuatro años con gran tensión») y de su lucha contra el lenguaje («El lenguaje es todo: es la clave»). En las páginas de Suaves caen las palabras, la descripción más nimia —los dibujos infantiles del hijo, por ejemplo— está hecha con un despliegue sorprendente de un lenguaje rico, variado y preciso, y de un tono despiadado que no admite concesiones a lo humano.
    La polémica y el posterior premio, sin embargo, no hicieron que Romano fuera reconocida entre los escritores italianos a nivel internacional (como Penna o Pavese, sus contemporáneos); en cambio, su literatura, discreta y publicada en largos intervalos, hizo que recibiera elogios sinceros del premio Nobel Eugenio Montale. Hacer una relectura de Suaves caen las palabras, lejana ya del premio, de la polémica que suscitó, de su autora, ahora muerta, resulta una nueva experiencia y, para citar un lugar común, le da otra perspectiva a la lectura, menos apasionada, quizá más enfocada en sus verdaderos méritos. Es así como una obra literaria se consolida como un clásico. Sostenida por sí misma, la novela de Romano es un paradigma de la literatura italiana del siglo xx.

 

 

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