De las virtudes de La santa / Jorge Saucedo

Sólo lo difícil es estimulante, dijo Lezama Lima. Se refería con esto a la gratificación del conocimiento, al placer de indagar, resultado del enfrentamiento con lo abstruso, no con lo transparente. Pero también se refería a la posibilidad de una escritura (que él mismo desarrolla en La expresión americana) proclive a la paronomasia, lanzada al mundo con una conciencia permanente de sí misma, conflictiva.
    La santa, de José Javier Villarreal, recuerda la sentencia del poeta cubano porque el signo de su escritura es la densidad. Aquí, como quería Lezama, las palabras tienen ecos, contienen más de lo que declaran y exigen una lectura esforzada (toda verdadera lectura lo es). El lenguaje está fracturado: la enumeración es un elemento recurrente, las imágenes se yuxtaponen más que encadenarse, el material que se emplea es heterogéneo (los referentes, vulgares y cultos; las asociaciones, por momentos extravagantes). El lenguaje es ladino: quiere ser protagonista, llama la atención, juega a los retruécanos y gasta bromas a los personajes que aparecen y se van del libro.
    El elegante Saint-John Perse explicaba en su recepción del Nobel que la oscuridad que se le reprocha a la poesía no proviene de su naturaleza, sino de la noche que explora. ¿Cuál es la realidad que explora el lenguaje de los poemas de La santa? ¿A qué oscuridad se refiere esta expresión densa y juguetona, rijosa y mixta? «Es la vida», el epígrafe que abre cada uno de los dos libros que conforman La santa, nos lo indica. José Javier Villarreal ha sabido hablarnos de la vivencia sin ceder a la perniciosa tentación de «coloquializar» malamente el poema. Vital no significa simple, hablar de la vida (hablar del amor, hablar del deseo, hablar de la poesía, ¿de qué más se puede hablar?) no significa malbaratar la lengua con anécdotas transcritas. Es la vida, pero este poeta que habla de la vida no ha renunciado a la tarea de conquistar lo que en el lenguaje todavía pueda ser conquistado.
    La santa habla en su lengua espesa de una realidad sin centro, y por ello caótica y proclive a los eventos absurdos, a confusas jerarquías y deseos frustrados. Lo incomprensible no es el poema, es la realidad. Por momentos recuerda la réplica verbosa de En la masmédula, de Oliverio Girondo. Por momentos, porque el referente próximo sería José Kozer y su raudo procedimiento poético: la atención salta, autor y lector van en un campo de sorpresas que apuntan a diversas direcciones, y lo que permanece es la conciencia persistente de estar jugando con los niveles del lenguaje: digo raudo para que se escuche recio, Góngora, Noruega; digo Nadie y escucho Ulises, trapacero, Polifemo, Góngora. Los niveles del lenguaje: hablar de la cosa y al mismo tiempo del hecho de que estoy hablando de la cosa, y de que estamos haciendo un poema que está hablando con otros poemas. La obra de un poeta es siempre una respuesta a otras obras, el poeta dice lo que dice, y al hacerlo está tomando una postura ante una tradición. Lo que hay aquí de particular es la incorporación de este hecho como tema ineludible del poema.
    Hay una insistencia en la mención de lugares idílicos. Saltan entre tormentos cotidianos, entre confusiones emotivas y fieros impulsos. En La santa percibo una realidad invertida, un orden al revés. La confusión no está en el interior amorfo de la inconciencia; por el contrario, la confusión, el caos, es la regla, es la normalidad del mundo (por algo el libro comienza con los «Infiernos»). Y en el tránsito de personajes y tragedias menores del diario irrumpe de cuando en vez la memoria de un jardín anhelado, perdido y tal vez perfecto. La aparición persistente de la palabra jardín revela un orden lejano que se desea posible.

    Después, el cigarrillo, la espera,
    como un andar antes de que anochezca,
    como el loco que arrastra por la calle su [lata,
    la constelación que alumbra
    esa batalla de dioses y gigantes que se [desarrolla arriba,
    en su cabeza, en el pomo de arrastrar [un cuerpo, una infancia detenida
    en el marco de la puerta, en una cocina [que nunca dio al jardín

    Sospecho que el poema «La Santa», que aparece hacia el final del libro, nos revela algo de ese jardín antes sólo vislumbrado, ilumina un campo oscuro con un lenguaje más afecto a la metáfora que a la paronomasia, sin ruptura sintáctica, sin referencia a sí mismo. La expresión serena de este poema, que contrasta con el lenguaje fracturado que recorre el libro, nos invita a escuchar en éste un eco del proceso de purificación del viaje dantesco, pues significativamente La santa es un libro que inicia en los «Infiernos» cuya palabra final es paraíso.

 

 

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