Interludio para varias voces y un microtono: entre Luciano Berio y un «mediador» / Antonio Medera

La música en sus orígenes fue, sobre todo, voz. «Trala-la-la». La acción del ritornelo: «Tra-la-la». La música atraviesa en su nivel primario la canción infantil y luego la voz andrógina de los castrati. Con la llegada de Verdi y Wagner la voz se neutraliza, pasa al plano de la sinfonía. Se transforma en un elemento más de la maquinación musical. Se asesina al niño y se reivindica la división de sexos. Pero la voz siguió siendo poesía, voz sexuada o asexuada, de niño o de antropófago. Junto con la palabra, la voz encontró un camino hacia la evocación, hacia el delirio del «canto de las sirenas». Pero ¿todo acto poético es significante? ¿Qué tan evocadores e intensivos son los lazos entre el sonido de una frase y su significado? ¿Qué sucede cuando la voz se encuentra con procedimientos de alteración, cuando la frase, en algún momento parte estable de un poema, se descompone en modulaciones orgánicas amorfas que acentúan las frecuencias predominantes: «Tra-llllllll-laaaááaAA- (a continuación cante como los castrati)»? Ejemplo: Omaggio a Joyce, de Luciano Berio, compuesta en 1958. «La poesía es también un mensaje verbal distribuido en el tiempo: la grabación y los medios de la música electrónica nos dan una idea real y concreta de la misma», escribe el compositor italiano. Con esto en mente y en el fondo con el ímpetu hiperdeterminista de un serialismo y de un estructuralismo matizados, Berio disecciona la Fuga per canonem del comienzo del capítulo 11 del Ulises de Joyce, en donde Bloom se encuentra con miss Douce, miss Kennedy y una prostituta, que en conjunto y por analogía son las tres sirenas. Del contrapunteo experimental utilizado por monjes de la Edad Media que Joyce usa a manera de ouverture en una sucesión de leitmotivs carentes de conexión, Berio extrae los aspectos sonoros marcados superponiendo cinco grabaciones de la lectura del mismo, tres en inglés, una en francés y una en italiano. La trama polifónica obtenida se diversifica, se induce en ella una transformación mediante los medios electroacústicos para incrementar los colores vocales, reorganizarlos y descomponerlos. Por sí sola la pieza es un continuum de voces llevadas al vértigo, a la indeterminación, a los límites de la autofagia, ruidos en caída y con velocidad, repeticiones neuróticas de consonantes en jaurías sobrehumanas, desplazamientos abruptos, detenciones por corte. Conceptualmente, la pieza es un microscopio que proyecta al escucha en el tiempo para que pueda escuchar los aspectos sonoros que predominan en la lectura pero que pasan desapercibidos por caóticos y entramados; hace perceptible un florecimiento sonoro que no es fácil de determinar por su rapidez (or may I say the fast-blooming of sound) y lo traduce a un lenguaje musical de fast-motion, transforma los sonidos en el delirio mismo de la voz que evoca las imágenes del texto de Joyce, ya extraño, tanto en imágenes como en sonidos.
    Luciano Berio (Oneglia, 1925-Roma, 2003) retoma la materia primaria de la música, se obstina con ella y la manipula en diversos sentidos. En consonancia con lo que venía haciendo Dallapicolla (Pisino d’Istria, 1904-Florencia, 1975) con la voz en sus trabajos dodecafónicos, Berio continúa explorando y pasa por el neoclasicismo de tintes fauvistas del último Stravinsky, por un serialismo aleatorio no tan rígido como el de la escuela de Darmstadt, por la experimentación electrónica y finalmente por un virtuosismo artesanal con una técnica que él llamó Azione musicale, en la que un material sonoro es manipulado a manera de un proceso evolutivo que hace «emerger algo que luego se disuelva en otra cosa». En estos encuentros con la voz, Berio deja desarmado a cualquier lingüista de la estirpe de Saussure y sin macro ni microestructura a los sofisticados analistas del discurso. Auden, Barthes, Shakespeare, Sanguineti, Eco, Beckett, entre otros, son pasados por la máquina sonoro-evolutiva de Berio y transformados en un material diversificado. Omaggio a Joyce fue una de las composiciones que realizó en el Studio di Fonologia de la rai de Milán, que él fundó junto con Bruno Maderna (Venecia, 1920-Darmstadt, 1973) en 1955. De Bruno Maderna se puede citar Dimensioni iii (1963), una composición que encuentra soluciones inéditas a la mezcla entre instrumentos tradicionales y sonidos electrónicos y que un año después encontrarán resonancia en Telemusik de Stockhausen y Phonophonie de Mauricio Kagel, si bien en cada uno de ellos los detonantes temáticos fueron distintos.
    A Berio se le conoce también por sus Sequenzas, quince composiciones para instrumentos determinados «que recorren ideas abstractas alrededor de los campos armónicos que han ido evolucionando según la herencia de características físicas y de idiomas históricos del mismo», explica el crítico de música Ivan Hewett. Pero quizás la obra más popular es la Sinfonía, para ocho voces y orquesta. En ella hay un despliegue erudito de referencias que van desde Bach hasta Stockhausen, pasando por un homenaje a la Segunda Sinfonía de Mahler y por la inclusión de citas de la obra del propio Berio y de Boulez, quien condujo la grabación más difundida. Los elementos se fusionan en una suerte de cut-up variable y aleatorio que además incluye el canto y la lectura de textos de Lévi-Strauss sobre los mitos brasileños acerca del nacimiento del agua y El innombrable de Beckett. Respetuosa reconstrucción del pasado y caricatura irreverente, la Sinfonía es una composición compleja y ambiciosa. Entre sus cinco movimientos se abisma la neurosis comprimida de lo que se llegó a gestar en el siglo xx: una alianza muchas veces problemática entre la música avant-garde y la música clásica «tradicional» europea.
    La Sinfonía es una obra mayor, un punto contemporáneo de referencia para la música. El ritornelo vuelve a encontrar aquí su espacio, su territorio. Los castrati se extinguieron y a todo candidato se le negó la posibilidad de ser un elegido, pero reapareció la voz como entidad física. El cadáver del niño asesinado se diseccionó, se observó su capacidad intensiva de descomposición y luego se lo reunificó en una suerte de panal corpóreo constituido por múltiples centros que susurran. «Tra-la-la» múltiple. Si Verdi y Wagner descentralizaron la voz y la neutralizaron, Berio la sumerge en una implosión de fragmentos que se reunifican, en la imagen cristalizada de un panal sonoro. La Sinfonía le tiende una trampa a la música: se ampara en una sofisticada reunión de fuentes provenientes del canon, tanto contemporáneo como clásico, para así reinstaurar la valía de la voz y conquistar el territorio.
    Luciano Berio fue una figura predominante dentro de los grupos intelectuales y artísticos del pasado siglo. Tuvo un especial contacto con Estados Unidos y vivió los frenesíes activistas de la época. Aunque en este sentido sobresalga con mayor rigor el compositor Luigi Nono (Venecia, 1924-Venecia, 1990).
    Ahora, mientras Luciano Berio se encontraba embebido en el espacio trasatlántico, en la Via San Teodoro 8, en un barrio aristócrata de Roma, en una casa cercana al Coliseo romano, en el Monte Palatino vivía un elusivo y retirado italiano que no se dejaba fotografiar, que en la calle apenas dejaba ver sus ojos —pues se dice que utilizaba una capa—, que tenía una firma rara (un círculo sobre una línea), que contrataba a un escriba para que transcribiera su música y que, accediendo al sensualismo de Balthus, había integrado un grupo de mujeres jóvenes para dejar en ellas «el sonido en su devenir molecular».
    Este aristócrata excéntrico, amigo del poeta Henri Michaux, es Giacinto Scelsi (La Spezia, 1905-Roma, 1988). Se proclamaba mensajero o «mediador», como lo hicieron en su momento Debussy y Scriabin, de una música generada en una dimensión cósmica y misteriosa. Dos dimensiones son fáciles de percibir: la duración y el timbre. Una tercera, según Scelsi, permanece escondida y lo que «permite» explorarla son las fluctuaciones microtonales que abren el horizonte expresivo del tono, su amplitud molecular.
    El ritornelo se encuentra aquí con el umbral de descomposición, pues entre el sonido y el ritornelo está el tono. Con el tono se construye el ritornelo, con el tono se escande el sonido y se lo transforma en música. Antes del territorio demarcado por el niño con el «Tra-la-la», no hay más que fuerzas tonales virtuales que pueden llegar a actualizarse en el ritornelo. La música regresa así a su origen primitivo, a un tiempo límite en el que está a punto de ser pulsada, y el niño al momento de inspiración. La música deviene molecular.
    Scelsi se interesó en las culturas orientales: en ellas encuentra el ascetismo y el erotismo como elementos indisolubles de un proceso meditativo. Wagner y Scriabin ya se habían adentrado en Oriente y Messiaen lo estaba llevando a cabo por los mismos años. Fue un autodidacta que tomó el rumbo del serialismo de Berg, que tiende a ampliar la potencialidad temática intrínseca a la serie, logrando otras nuevas. Estudió el vocabulario armónico de Scriabin y asistió a las sesiones de «entonarruidos» del rumorarmonium de Luigi Russolo. Pero, más allá de su formación, una crisis emocional de la cual sólo se recuperó tocando una sola nota del piano una y otra vez, día tras día, escuchando las mínimas diferencias de cada sonido, fue quizás el encuentro que propulsó a Scelsi en un devenir molecular. Con cierto materialismo idealista, Scelsi decidió tomar distancia del estructuralismo serialista paradigmático de Boulez, se compró una ondiola (semilla del sintetizador), una grabadora Revox, y prácticamente se sentó en la silla de Murphy, el personaje de la novela de Beckett, a alucinar realidades desconocidas sobre el trabajo de una sola nota, por ejemplo en Quattro pezzi su una nota sola (1959) o Cuarteto de corda núm. 4 (1965), que crean una atmósfera enrarecida haciendo coexistir variaciones tonales e intervalos pequeños. Scelsi rechaza la búsqueda hiperformalista, hace a un lado conceptos como «tradición» y se concentra en la experiencia primaria del sonido. La ondiola le permitía producir glissandos, cuartos de tono, vibratos y timbres predeterminados. La mayor parte de las composiciones para cámara y orquesta fueron hechas con este instrumento, grabadas y luego transcritas. Vieri Tosatti era quien trascribía las improvisaciones a una notación adecuada y quien, luego de la muerte de Scelsi, publicaría un artículo con el título de «Giacinto Scelsi c’est moi», en el que no sólo se adjudica las composiciones sino que las trata como una pérdida de tiempo.
    Si Berio hace uso de un microscopio en Omaggio a Joyce, Scelsi utiliza un telescopio para hacer perceptibles algunas de las partículas que se extienden en la inagotable divisibilidad decreciente de un fluido sonoro desplegado en el espacio; para rebuscar en una materia vaga, cuyas distancias permiten ampliar las posibilidades de un sonido infinitesimal y sus conexiones fragmentarias y elásticas. Se trata ahora de un slow-motion que suspende el sonido en amplitudes abrumadoras, lo extiende en un espacio desértico, en un camino sin inicio ni llegada, tránsito de cuerpos distendidos, suspensión del ritornelo, aspiración infinita del niño. La máquina del devenir molecular de Scelsi entronca con una psicosis alienante y destructora, se abstrae en una búsqueda que choca con la meta del estructuralismo musical. Cabe mencionar que, mientras se desarrollaba una notación de extrema complejidad, hermética y abstracta, platónicamente suscrita a la formalidad de la partitura (piénsese en David Tudor, Morton Fieldman, Boulez, Bussotti, entre otros), Giacinto Scelsi, en un artificio que quiero llamar dadaísta, previsible en Macedonio Fernández o en Marcel Duchamp, deja la notación en un segundo plano y la aplica confiando el trabajo a un mediador académico tradicional como Tosatti. Con este procedimiento, Scelsi traiciona el código mayor de la música y se abraza a un devenir menor asimilable en las consecuencias sin necesidad de oponerse a la censura. Con este sentido del humor, Scelsi traiciona su rostro, ya no sólo con una capa: se despersonaliza junto con su música y deviene imperceptible. Hace desaparecer la noción de autor y de pertenencia a una obra. Luciano Berio, por su parte, construye una trampa, se ampara en lo establecido y reinstaura de nuevo un centro ahora devenido múltiple, un territorio mayoritario trastornado. Es el maquinador de la ironía, aquella que dialoga con los principios establecidos y busca un sentido de pertenencia.
    Entre Berio y Scelsi se extiende un mixto, no una binariedad de opuestos, que no necesariamente se establece bajo la segmentación artificial del territorio, en este caso, el de Italia como país, sino que surca todo un debate contemporáneo sobre la música. Luciano Berio ha sido un personaje importante desde sus primeras composiciones; la obra de Giacinto Scelsi o de este «mediador» apenas está siendo desenterrada por las recientes generaciones de músicos. Por eso he querido reunirlos, teniendo en cuenta que esto es un debate del que hasta ahora estamos sintiendo sus resonancias.

 

 

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