La besadora de hojas rojas / Andrea Reed

Un pie baja el escalón, luego el otro. Con un propio empujón baja al siguiente. Los calcetines de rayas lila y dorado bajan uno a uno los escalones deformes (éstos son más altos que otros o más ligeros por las mordidas de las termitas). Los piecitos delgados bajan la larga escalera haciendo tronar cada centímetro de la madera vieja. La recorren completa, no se detienen sus piernas veloces. La niña de rizos nácar y boca de almendra agarra desde sus muslos su camisón blanco de pijama, heredado de su prima Carlota (la más grande), para que no se interponga con su pisada. Desciende con cierto movimiento esquizofrénico. Por su pisada aguda, pareciera que hay algo detrás de ella que la impulsa con fuerza a bajar.  No siempre baja en este tumulto de emociones, al contrario, se considera a sí misma «muy cuidadosa», sobre todo cuando no se quita los calcetines. Todo, porque un día vio cómo Linda, de 3º b, se había resbalado de las escaleras del edificio de primaria y lastimado tan fuerte que se le abrió la cabeza. Desde entonces, en los recreos, la niña cuenta que le tuvieron que coser la cabeza; así, con «aguja e hilo» como a un vestido. Pensar que le podrían coser la cabeza hacía temblar a la niña que baja las escaleras al sótano, en este momento, sin mucho cuidado. Le da ventaja conocer a la perfección la madera de esa escalera. Sabe en qué escalón hay una tabla rota y en cuál hay una floja. Marlene recorre la escalera a la mayor velocidad posible sin siquiera haber prendido la luz, ya que tantos recorridos le permitieron memorizar sus pisadas con sus propios tiempos.

Marlene conoció el acceso al sótano varias semanas atrás. Fue un martes antes de irse a la escuela que descubrió que existía esa parte incógnita de la casa. Su mamá, después de prepararle el usual desayuno (jugo de naranja, huevos con jamón y un pan con Nutella), se metió a la alacena, junto al refrigerador, y desapareció detrás de una puerta que Marlene nunca antes había visto. Pronto, la señora salió reventando la puerta y le gritó a la niña: «¡Apúrate, Marlene!», con aire de enfado reciente. Más tarde, en el coche de camino a la escuela, Marlene vio en el bolso de su mamá, entre los fólderes de oficina, una libreta morada, vieja y amarrada por una liga que apretaba las hojas amarillas de su interior. Una sensación fluorescente surgió en su consciente: la curiosidad. «Marlene, deja eso», le dijo su madre, sin dejar de mirar el camino. Con ese encuentro, creció en Marlene una angustia suntuosa por conocer a profundidad el cuarto detrás de aquella puerta en la alacena: fuente de libretas.

La existencia del sótano perturbó a Marlene mucho tiempo. Su cabeza rodeaba la idea incesantemente; en clases, ya no podía concentrarse. Ni en el futbol. Se la pasaba imaginando ese lugar. Sería como una librería, pensaba, una habitación con pilas de libretas de todos tipos. O sería un cuarto secreto en el que su mamá, a escondidas, escribe historias en libretas, ¿será una escritora famosa? Una mañana antes de irse a la escuela, Marlene inquieta decidió preguntarle a su mamá:
     ––Ma, ¿qué hay en el cuarto de allá?
     La madre miró en dirección del dedo de su hija y, de un momento a otro, su «vena del terror» apareció en su frente.
     ––Nada interesante, Marlene, cosas viejas, muy viejas, que voy a tirar un día de éstos.
     ––¿Las puedo ver? ––preguntó Marlene con los ojos entusiasmados y una pequeña alegría en el corazón.
     ––No, y ya sabes que está prohibido entrar a la alacena ––le respondió su mamá, terminando de limpiar la mesa y cerrando el tema del sótano para siempre.

Con el paso de los días, un deseo creció en el corazón de Marlene. Por primera vez, la niña de boca de almendra deseaba, y, acompañando el sentimiento, una angustia la bañó en una perpetua curiosidad insatisfecha. Había un no sé qué, un inexplicable, que la llamaba a aquietar su impulso por romper las reglas de la casa. Así, entre la indecisión y la valentía, buscó saciar su anhelo y una tarde, a la hora en la que su madre toma su usual siesta (de cuatro treinta a cinco), la niña de cabello corto y pantalones vaqueros (usualmente sucios) agarró las llaves de la alacena del llavero que las une con las del coche y abrió la puerta con muchísimo miedo. Un humo ardiente la recorrió por dentro. La puerta abierta enseñó grandes paquetes de galletas, cajas de cereales y bolsas de pan negro, junto, la segunda puerta que la llevaría al fondo de sus inquietudes. Pasó ahí un buen rato. Entre las contradicciones que surgían en su mente y su corazón obediente, pasaron los minutos. Perpleja, inmersa en sus debates, se quedó enfrente de la puerta abierta sin moverse. Qué injusto fue el tiempo que no cedió a acomodarse a la niña indecisa. Los treinta minutos pasaron y, al tac, tac, tac del despertador de arriba, Marlene cerró rápido la puerta y dejó las llaves en su lugar sin haber saciado su apetito. Aun esa experiencia, que titubeó sobre el tiempo y sus pies inmóviles, dejó a Marlene extasiada por unos días. Se sentía muy cerca.
Pronto, las ansias regresaron a consumir sus pensamientos de día y de noche, la curiosidad la amarró y emprendió sus intentos de nuevo. Algo la llamaba al sótano. Había algo ahí que la esperaba, estaba segura. Con las repeticiones, aprendió rápido cómo quitar las llaves del llavero sin que su madre se enterase. Así, los pasos se convirtieron en ritual: todos los días (de lunes a viernes), durante la siesta, Marlene robaba las llaves, abría la puerta y se quedaba pensando, debatiendo, treinta minutos enfrente de ella sin que nadie en el mundo se enterase. Hasta que un día la valentía acobardó al miedo y Marlene abrió la puerta que lleva al sótano. Ese mismo día bajó la larga escalera de madera con mucho cuidado y con todos los músculos entumidos para no hacer ruido. Al llegar al fondo, su corazón brilló de emoción al descubrir el mundo maravilloso que tanto había buscado: un cuarto oscuro, frío y que olía a polvo. Dio un vistazo breve y regresó de prisa a dejar las llaves. Esa tarde, Marlene se escondió detrás del mueble de la televisión de la sala (escondite usual) para, sin reservas, sentir lo ocurrido. Entre sus pensamientos, que sólo resonaban en alegría, nadaba la ambición que reclamaba más tiempo, más tiempo, para explorar el sótano. Esa noche, la niña de pijama de camisón blanco llegó a la conclusión de que necesitaba un gran plan para tener ese tiempo necesario allí abajo.
     En las noches Marlene tramaba su siguiente exploración al sótano, estudiando en memorias las cotidianidades de su madre para encontrar una forma de escape, pero en ningún espacio del día había suficiente tiempo para bajar y despistar su ausencia. En cualquier instante su madre podría descubrir su embrollo, y de ahí un tormentoso regaño era inevitable. Marlene sufría de ganas. Le daba mil vueltas en su cabeza. Hasta que un día la forma de penetrar con libertad el sótano se aclaró. Un viernes su madre tuvo que salir en la noche «a trabajar» y no encontraba niñera para su hija. La madre llamó a María (la prima mayor), pero no estaba disponible. Llamó a la tía Clau, su hermana, pero tenía a las niñas con gripa. Llamó a Lola, la dientona vecina, que «encantada» se quedaba con la niña. Así comenzaron los viernes en casa de Lola, viernes de dibujar con crayolas prestadas y de escuchar programas de televisión que no entendía. Marlene llegaba a casa de Lola a eso de las 7 pm, y para cuando Marlene entraba, los crayones (rojo, dorado, verde y azul) y el papel blanco reciclado ya estaban en la mesita de la sala de televisión. La niña dibujaba una hora y un poquito más y se iba a dormir a su cuarto prestado. Al día siguiente, su madre la recogía muy puntual para desayunar juntas el usual huevo con jamón.
     Los primeros viernes en casa de Lola fueron irremediablemente aburridos para Marlene. Le gustaba dibujar, sí, pero la molestaba el ruido de la televisión y, sobre todo, la presencia pesada de Lola. En cada comercial Lola le pedía a Marlene que le enseñara su dibujo y siempre exclamaba el mismo «Qué bonito» y regresaba su atención al cigarro en su mano. O justo antes de que Marlene se fuese a dormir, Lola, queriéndose hacer la linda, le ofrecía un pan con mantequilla (con mucha mantequilla), que Marlene no podía rechazar por estar en casa ajena y, obligadamente, terminaba comiéndoselo indignada. Al final, Marlene pensaba que Lola era así por ser mayorcita de edad, y sólo entonces cierta compasión por ella amenizaba su estancia en la casa vecina.
     En una de sus noches de viernes, en las que su mente imaginaba sótanos de distintas formas y tamaños, dio con una ventana de su cuarto prestado que justo daba a su casa oscura y, sobre todo, vacía. Un revuelo revolucionó su pensamiento: sólo quedaba abrir la puerta de la alacena antes de que su madre la dejara en casa de Lola y listo, se escaparía por las noches a explorar su anhelado encuentro. Pronto, Marlene hizo del sótano un espacio suyo. Lo descubrió sin miramientos ni limitantes. Era tan fácil: saltaba por la ventana, cuidando sus rodillas del patio duro, se escabullía por el jardín de Lola y entraba a su casa por la puerta de atrás, muy cautelosa. En cuanto entraba corría directo a la escalera y, una vez ahí, bajaba con cuidado, como avisando que llegaba. El sótano era todo suyo. Todito. Al final de tantos sueños, Marlene encontró un espacio absolutamente maravilloso, aun con su polvo, aun con su tono gris y ambiente frío. Le sorprendió que no la decepcionara su imaginación danzante. El sótano era perfecto. Su inmensidad la cautivó y sus olores distintos (humedad, polvo, viejo) le provocaban aún mayor interés. El sótano se mostró: era una habitación oscura, con dos sillones muy viejos en una esquina, cuatro pilas de cajas junto y una pared repleta de fotografías en blanco y negro. Una ausencia de luz recorría el ambiente. Pareciera que los objetos sintieran esa falta de sol, pues la primera impresión de Marlene fue notarlos en cierta amargura, o inmóviles en el tiempo. Desde su primera noche allí, la niña de ojos claros no paró de abrir, ver y oler cuanto encontró.
     —Mar, parece que no dormiste, ¿por qué traes esa cara de chango mojado? —le preguntó su madre una mañana de sábado, caminando de regreso a su casa.
     —Sí dormí, Carmela, y mucho, chance por eso tengo esta cara —le contestó Marlene alegre, aún con el sabor en la lengua de su visita al sótano de esa madrugada.

Ahora, en la noche en la que baja de prisa la escalera del sótano, en la que sus pies casi resbalan, Marlene llega a la esquina derecha, junto a las pilas de cajas, y prende la luz de la pequeña lámpara de cerámica china. La habitación se alumbra levemente y deja ver las paredes tapizadas de flores rojas y doradas, que ya no guardan su original color, y las fotografías enmarcadas que rodean casi por completo la pared izquierda. Estas fotografías fueron inspeccionadas por Marlene durante toda una noche hace varias semanas. Ese día en que las miraba, su cabello le colgaba despeinado a un solo lado, andaba descalza sobre el cemento frío y su pijama terminó con marcas de dedos sucios de polvo. Le dio una experiencia extraña, todo junto fue una fórmula de sensaciones friolentas, que no quiso volver a sentir. Esa noche recorrió las fotos pensando que tal vez encontraría a su tía Paula, abuela de su prima Mayte, la única que sigue viva, pero todas las caras que miran fijamente a la cámara sin mucha emotividad, personas lustrosamente vestidas, acabaron por aburrir a Marlene y nunca más regresó a esa pared sin mucho sentido. Además, se dio cuenta de que todos ellos estarían muertos y le daba miedo. Esta noche abrupta, pasa enfrente de las columnas de fotografías enmarcadas sin siquiera notarlas. Su angustia se siente a su paso.
     Ese lugar y ese tiempo en el sótano se habían convertido para Marlene en un santuario. Acababa de salir de ahí cuando ya tenía ganas de regresar de nuevo. Era especial, se sentía especial ahí, descubriendo, abriendo submundos, entrando en otras realidades. Si bien Marlene tenía algunos amigos (José Luis, al que defiende de los otros, y Rosa, la que agarra su mano debajo de la banca), se sentía mejor sin tener que hablar con nadie. Por alguna razón, se le dificultaba eso de «platicar». Nunca sabía de qué y nunca le importaba mucho aquello de lo que los demás le hablaban. Antes de conocer el sótano, y de tener tantas cosas en las que inundarse, la niña, que cuelga a escondidas del mundo un collar de oro en su cuello (regalo de su padre ausente), se acostaba en el suelo de su cuarto a dibujar con sus colores astillados para platicarse, así también pensaba mucho, o se iba con Monchi (su perro) y entablaba conversaciones mentales con él (siempre muy profundas). Por eso el sótano ahora le fascinaba, y a pesar de que sólo podía ir los viernes por la noche, su ilusión no se deterioraba con los días; al contrario, crecía. Que su madre se fuese a «trabajar» los viernes se había vuelto ley. Al principio, a Marlene le chocaba que su mamá saliera, conocía las consecuencias (malhumores y regaños inmerecidos), pero así Marlene podía planear minuciosamente la caja que abriría en su siguiente viernes de expedición. Al fin, Lola no era tan mala. En cuanto ella decidía irse a dormir, Lola le daba las «Buenas noches» con un beso en la frente y no la molestaba sino hasta el día siguiente para despertarla unos minutos antes de las ocho. Con las semanas, su pesadez se disolvió, sobre todo desde que su hermano comenzó a ser su acompañante de los viernes de televisión.

Esta noche de viernes, Marlene llega a su lugar favorito del sótano: las pilas de cajas rellenas. Aunque ya había abierto todas, sacado los objetos mil veces y hecho categorizaciones mentales repetidas, una que otra vez volvía a abrirlas, contaba los objetos, guardaba alguno pequeño como recuerdo para la semana (un amuleto que la acompañaba en sus días) y las cerraba de nuevo. Le encantaban. Unas cajas contenían más fotografías de gente que no conocía (de gente muerta); otras, objetos que Marlene comenzó a identificar como preciosos: libretas, perfumes viejos, prendas de ropa apestosa, bolsos sucios y rotos y, sus favoritos, los libros. Primero, la niña de manos de perla investigó ampliamente las libretas, como la morada de su madre. Descubrió que eran viejas y de una tal Leonora Caso. Esta Leonora tenía mala letra para Marlene, que, aunque no sabía leer con agilidad (aún no entendía el sentido de seguir letras), recorrió con mucha ambición todas sus páginas y se dio cuenta de que, de alguna forma, una libreta seguía a otra. En la libreta de rayas verdes, por ejemplo, los dibujitos que acompañan las palabras eran más desordenados, formas de espirales, mientras que en la primera que recorrió, la de flores rojas, los dibujos eran de cuerpos de mujer (pechos prominentes y manchas negras), mucho más complicados. Marlene se dio cuenta de que todo lo del sótano perteneció a esta tal Leonora Caso, nombre que nunca antes había escuchado y que, sin embargo, no le causó interés. Ella estaba para aquellos objetos: las gomas de conejo, los lápices bien cuidados, los pasteles usados. Leonora habrá sido una persona muy consentida, pensaba Marlene, mientras inspeccionaba las carteras de piel medio rotas y olorosas. Fuera de todo, cuando llegó a la caja de los libros fue la máxima sensación nunca antes experimentada. Los gruesos libros de portadas diferentes la conmocionaron completamente. Una, por ejemplo, era de una mujer dibujada con un vestido largo sostenida por el brazo de un hombre, sus bocas muy cerca, sus manos entrelazadas; Marlene pensaba en el contenido, en las palabras, en el sentido de todo el libro, en la posibilidad de entenderlo todo, y una gran locura la sacudía todita. Esta caja de libros era, definitivamente, la favorita de Marlene.

Y por eso, esta noche, en la que corre sosteniendo su pijama, Marlene va directo a la caja que está detrás de los sillones empolvados: la gran caja aguada (por la humedad) que guarda los libros grandes. Agarra el primero, el de la cubierta morada con ilustraciones en línea negra y un título en letras grandes. Es su favorito. Habían tenido un encuentro especial hacía varios viernes: se escogieron mutuamente. Lo había recorrido todo (excepto la parte difícil). La maravillaban sus páginas, sus fabulosas letras de distintos tamaños y colores y, sobre todo, las ilustraciones, ¡oh, las ilustraciones! Éstas conmovían infinitamente a Marlene, que pronto veía cómo se escurrían de las páginas y se estiraban a la realidad. Las observaba en todos sus detalles, las memorizaba y dejaba que se disolvieran en la penumbra, luego llamaba a otra, que repetía el proceso de aparición y disolución. Su libro favorito lo guardaba al tope de la caja aguada, así era el primer libro: el que más rápido podía atrapar para ponerlo en sus piernas. Marlene se escondía detrás del sillón y se entregaba a este libro entregado a ella.
     Esta noche llega directo a la caja y saca el libro morado sin el usual ritual de conmemoración. Fugazmente lo arranca de la pila de libros. El ambiente es pesado y duro. La niña llega con miedo, trae una inercia complicada, un miedo envuelto. Con el libro en sus piernas, busca en todas las páginas ese algo del que sabía. Gira de prisa las páginas, una detrás de la otra. Busca las palabras precisas, las imágenes, y construye en susurros una frase, algo de muerte, de osífraga, de estallido. A los oídos de ese universo, el suelo comienza a quebrarse.

Marlene no sabe leer o, más bien, no sabe leer frases completas. Pero el encuentro con aquel libro le había revelado su interior. Nunca nadie lo iba a saber, pero, para Marlene, este libro especial es su libro de palabras. La niña de ojos verde aceituna, que causan sensación adonde va, guarda un gran secreto: ella es una malabarista de palabras. Entre el juego de imágenes y letras, descubrió que sólo bajo su fórmula el todo toma sentido, bailando en espiral en el tiempo y la realidad. Sólo cuando Marlene juega con los significados aleatorios, los signos se vuelven una danza. Por eso, la impaciencia aplasta cualquier otro sentido durante la semana, porque la niña aprendía cada viernes más fórmulas y encantamientos y, pronto, comenzó a ocasionar formas escurridas del libro. Por ejemplo, para Marlene, movimiento significa mucho más que el recorrer del objeto estático, podría (siempre es contingente) ser un embrollo acuático que sobrepasa el cuerpo y las paredes. O la palabra fuerza implica el poder dominar el objeto y su inercia. La palabra afecto, por otro lado, es la ocurrencia del hormigueo que comienza en el dedo chiquito del pie y termina en el núcleo del cráneo. ¡Tantas palabras que causan tantas cosas! Es un mundo aún por cavar. Ahora, en esta búsqueda inquietante, Marlene entiende el poder de las palabras, lo fuerte que son las letras y el cuidado que hay que tener al decirlas. Sabe hacer ya algunas construcciones simples, pero busca las complejas, las que, revueltas, pueden hasta quebrar el mundo.

En esas noches de intenso estudio del libro y sus palabras, Marlene aprendió a hacer frases bien hechas, encantamientos fluidos y auténticos. No se trataba de dominar la energía del alma, sino de ser agua en el aire. Aunque, contrario a esta propuesta, Marlene de vez en cuando jugaba con sus palabras e intervenía en sus cotidianidades. Por ejemplo, con palabras como connubio podía hacer que su mamá no le diera pollo los días que no se le antojaba (casi nunca), o con marcial podía hacer que Estefanía, su compañera de clase, no la empujara cuando sabía que se aproximaba con esa intención. Sólo con decir las palabras precisas con la lengua (sin voz), las provocaciones brotaban. También, aunque no siempre, podía escuchar, en ilustraciones que salen de la mente, pensamientos de los demás. Así, con dúctil descubrió (aunque ya sabía sin mucha seguridad) que le gustaba a Gus (el vecino que va al parque), e hizo que un día, con entelequia, en lugar de que le pellizcara las manos como usualmente lo hacía, le agarrara el dedo índice para caminar con ella de esquina a esquina de la cuadra. O así pudo comprender lo que el cuidador de los libros le decía con esas miradas furtivas: interpretaciones. Marlene, poco a poco, estudió intensamente todas las palabras que pudo, construía frases enteras y las practicaba al día siguiente con dedicación (lavándose los dientes, durante las clases, jugando futbol en las tardes) hasta que tenían efecto.
     Esta noche busca la sección que aún no ha estudiado y que creía no estudiaría hasta ser más conocedora de la ciencia. Es la zona terrible, la de las palabras que nunca nadie se atreve a decir. En este momento, en el que comienza a pronunciar extraños significados, el corazón se le aprieta al percibir un olor estupefaciente, un olor que comienza a disgregarse en el sótano.
     Los últimos viernes que Marlene se quedó con Lola, su hermano Rubén venía a hacerle compañía. El señor era un hombre un poco panzón y mal vestido. Tenía círculos de calvicie en el cráneo, una papada prominente y una barba siempre «depilada», como le contaba él a Lola. Para cuando Marlene llegaba en la noche, el hermano de Lola ya estaba frente a la televisión. Cuando entraba Marlene a la habitación, era costumbre que el señor sólo le lanzara una mirada efímera y siguiera con sus dinámicas televisión-bebida-nachos. Mientras ellos veían la tele, Marlene, con sus pies huesudos al aire, pinta sus flores de líneas rojas y doradas acostada en el piso. Lola de vez en vez echa a la televisión una carcajada usual, mientras Rubén sonríe como si siguiera la broma pero, en realidad, no aparta su mirada obsesiva de Marlene: linda con sus pequeños pies, sus rodillitas flacas, pendiente de sus líneas de colores, midiendo sus movimientos circulares en la hoja. Linda. Preciosa.

En uno de esos viernes en casa de la vecina, antes de que siquiera todos se sentaran en la sala (la televisión ya prendida), Lola, al preparar los aperitivos (nachos, cervezas, palomitas), se dio cuenta de que no tenía leche ni mantequilla.
     —Se me olvidó comprar leche, qué burra —le dice Lola a su hermano, después de buscar arduamente la leche en el refrigerador—, tampoco mantequilla, joder.
     —Mis nachos llevan mantequilla —le recuerda Rubén a su hermana dirigiéndose a la sala, dispuesto a tomar su asiento.
     —Yo sé que tus nachos llevan mantequilla. ¿Qué hago? ¿Voy a la tiendita? —exclama Lola, casi hablando consigo misma. Marlene desde lejos la mira en este estado de confusión y no le da importancia, ella agarra sus crayones y la hoja y se acuesta a dibujar—. Sí, voy a la tienda rapidísimo antes de que empiece mi programa. Marlene, mi vida, regreso en un minuto, ¿sí?
     Marlene ni siquiera volteó a ver a Lola, estaba muy metida en su trabajo artístico. Lola pronto cerró la puerta y, detrás de ella, un silencio extraño se quedó en la casa. Las manos de Marlene jugaban con los crayones, la izquierda con el azul hacía círculos de fondo, mientras la derecha con el dorado le daba detalle a esos círculos. Hacía flores. A Marlene le gustaba mucho dibujar flores. Su concentración se vio interrumpida cuando sintió el aire caer pesado. Desde el sillón, Rubén la miraba detenidamente, pasaba sus ojos de sus manos a su cintura, de ahí a sus pantorrillas. Cuando el señor, palpitando, se dio cuenta de que la niña había notado su mirada, la apartó nervioso y, a la vez, fascinado.
     —Marlene, linda, ¿me harías un favor? —le preguntó Rubén desde su sillón. Marlene dejó el crayón, pero no volteó a responderle. Perturbado, continuó—: ¿Me traes un vasito con agua?
     La niña se levantó sin antes asentir y caminó hacia la cocina medio molesta por tener que hacerlo (su mamá le ha pedido muchas veces que sea muy obediente en casa de Lola porque «Lola la cuida sin pedir nada a cambio»). Del trayecto de la sala a la cocina, en el séptimo paso Rubén la interceptó jalándola de la muñeca izquierda.
     —¿Ya no voy por agua? —le preguntó Marlene, dispuesta a regresarse a dibujar.
     —Espera, espera, es que… ¿alguna vez has jugado al caballito? —le preguntó Rubén de muy cerquita y sin soltar a la niña de la mano. Marlene pensó, y no, nunca había jugado tal cosa. Tampoco tenía muchas ganas de aprenderlo—. ¿No? Pues te tengo que enseñar, es muy divertido.
     El hombre deslizó su dedo índice desde la nariz pequeña de Marlene, bajando por el cuello, el pecho, hasta el ombligo. Giró sus manos por su cintura y, en un movimiento, la apretó y sentó en su regazo. La niña nunca había estado tan cerca del señor Rubén. Fue horrible. Su boca exprimía un olor absolutamente repugnante, parecía que hasta con bichos mortales. Marlene se retorció bajo las manos que se movían inseguras a tocar sus extremidades: una mano en el hombro, otra en la pierna, después en la espalda. El hombre se movía debajo de ella, torció la boca y entrecerró los ojos. El olor era muy fuerte y escurridizo y, pronto, Marlene sintió una ganas terribles de vomitar. No entendía, ¿tenía que ser obediente? En un salto, se deslizó de sus piernas y corrió por el vaso con agua. En el camino de ida maldijo, jurando que el olor de seguro se había quedado impregnado en su ropa y en su cabello. Poco después, Lola abrió la puerta.
     Esa noche, Marlene practicó las palabras indicio y luminiscencia. Palabras que susurraron las paredes que le hablaron, y con ellas se hizo una limpia de cuerpo.

Las frases toman sentido en la mente de Marlene, movidas por la voz juegan por todo su cuerpo. Las palabras que aprendió las últimas semanas no son como las que se aprenden en clase. No son construcciones perfectas y delineadas. Sujeto, verbo y predicado. Estas líneas, tan suyas, danzan sin mecanismos y convocan los más profundos significados. Si encuentra en su libro lluvia, por ejemplo, y la dice con el corazón en reverencia, de pronto un torrente de luciérnagas doradas cae de ninguna parte e inunda la habitación. El espacio se llena de foquitos de luz y brillan por un rato; en un momento preciso, se apagan todas. Un espectáculo maravilloso. Marlene permanecía fascinada mirando hasta que la última luciérnaga se quedaba sin luz. Marlene tenía que barrerlas del piso después. Pero, mientras pudiera ver de nuevo esa escena, ¡no le importaba barrer un millón de luciérnagas! Le fascinaba, y sus últimos viernes pasaba toda la noche pronunciando diversidades más complejas:

Paloma a tiempo del cuerpo
Abierto el cielo tengo

Con este encantamiento, algún viernes, Marlene hizo que las paredes se quebraran y flores lila se desbordaran en la habitación oscura. Marlenese volvió loca de emoción y se tiró a nadar por ese olor maravilloso, encima de las flores esponjosas. Acostumbraba, cuando era posible, llevarse un poco de aquello que en la noche había provocado. Antes de tirar las flores lila, agarró tres o cuatro y las subió a su habitación. Su mamá ni las notó. Así le duraron tres días; al último, las flores cayeron en un sueño que las desvaneció de materia. Una palabra después de otra presentan las más entrañables provocaciones: estólido, substancial, derretir.Con fórmulas de palabras precisas, las hojas rojas del parque, por ejemplo, se enfilan en espirales y penetran a Marlene antes de caer en picada en la tierra: polvo de azufre.

—Mar, ¿te sientes bien? Tienes cara de sapo mojado —le preguntó su mamá un martes cuando la fue a despertar para ir a clases, tocando su frente húmeda—. Tienes un poco de fiebre.
Deseando que la dejaran en casa sola, Marlene pronunció al aire:

Mis alas de lilas
Veladas bailan cerradas

     —¿Y si me quedo y no voy a la escuela? —le preguntó Marlene, esperanzada.
     —Tú lo que quieres es no ir. Mar, ¿me estás haciendo truco?
     —No, mamá, ¿truco? —responde Marlene, en verdad sintiéndose enferma. Aunque la idea de quedarse sola todo el día y bajar la emocionó. Si se quedaba, obviamente bajaría a experimentar mil palabras hasta empacharse. Además, si no iba, podría evitar a Paola, que últimamente estaba muy intensita, jalándole el pelo durante las clases.
     —No, Mar, tengo que ir a trabajar. Vamos a la escuela, si te sigues sintiendo mal, que me hablen a la oficina y voy por ti, pero vamos, señorita floja…
     Marlene, con su palidez y ojeras pronunciadas, se quedó en su cama unos minutos más imaginando cómo hubiera sido ese día de muchas palabras. Al final se levantó, tambaleándose, y tuvo un día en su totalidad insignificante. En la niña crecía el cansancio sin que ella lo notara. Su angustia por bajar al sótano la perseguía toda la semana. No dormía y no comía. A pesar de su aspecto enfermo, nadie parecía notarlo.

Esta noche, en la que la pijama de Mimmie de Marlene está sucia con marcas de lodo del jardín de Lola; esta noche, en la que su respiración tiene un ritmo a mil por hora, en la que un miedo inunda su andar, Marlene repite palabras difíciles e innobles para construir un embrujo:

Alevosía prevaricación de muerte
Perfidia veloz alcanzable muerte

Resuena en su mente: muerte, felonía, muerte.

Esa tarde, como acostumbraban después de las prácticas de futbol, Gus y Marlene caminaron por el parque.
     —Gus, ¿y tú le has dado un beso a alguien? —le preguntó Marlene, afligida, a su amigo. Esa mañana había escuchado al grupito de niñas que hablaban de los besos como si fuesen dulces: «Yo le di a Toño», «Y yo a su hermano», «Pues yo di de lengua». Marlene nunca ha besado y nunca había pensado en ello, pero escuchar a las niñas prestarle tanta atención le pareció que probablemente era algo que ya tenía que suceder.
     Ese otoño fue la primera vez que Marlene notó los árboles del parque. Para ir a la escuela, pasa por la avenida que sigue la gran línea de árboles grandes con largos brazos. Con los días, la niña de sonrisa pequeña se fue dando cuenta de los colores cambiantes de las hojas, del viento agitando de distintas formas las ramas y del sonido de la oscilación de los árboles (así se comunican). Para este entonces, en el que Gus y Marlene caminan, Gus apretando con su mano el dedo índice de Marlene, los árboles ya sólo tienen hojas rojas pendiendo en dirección vertical. Marlene las observa esperando que en cualquier momento alguna hoja se deslice por el aire y se muestre; al mirarlas, le centellea el corazón.
     —Claro que no —contestó Gus, soltando el dedo de Marlene.
     —A mí me dan ganas de besar las hojas de los árboles, las rojas —continuó Marlene, sin notar que Gus guardaba ahora sus manos en los bolsos de su chamarra—. Parece que les cuesta mucho dejarse caer, ¿no crees? Con un beso, a lo mejor, las ayudo a no tener miedo —terminó la frase Marlene sonriendo. Gus, sin entender nada, sigue la mirada de su amiga y se ríe.
     —Estás loquita, Marlene. Yo le doy un día más a esas hojas. ¡Se caerán todas!
     —Sí, pero sólo con mi beso, Gustavo —le respondió Marlene entusiasmada y muy sonriente.
     —Qué tontería eso de los besos —agregó Gus, mientras recibía un golpe de labios en sus labios. Se quedó atónito.
     —¿Te gustó? —le preguntó Marlene, maravillada, después de unos minutos. Sin esperar respuesta siguió su camino.
     Marlene aceleró el paso para llegar a su casa. Ni siquiera se despidió de Gus, que impávido y con la huella de un beso mojado la miraba desde atrás sin poder descifrar lo ocurrido. Ese beso le había gustado a Mar —y a Gus. Ese beso simbolizó la puerta ahora abierta de un amor que, con el tiempo, crecería y se materializaría. Les quedaba aún mucho por explorarse. Qué injusto el viento que secó tan rápido los labios y no dejó que aquella pequeña caricia siguiera su camino en el tiempo.
De vuelta a casa, Marlene, casi escuchando las razones del cielo, le susurró al viento:

Besos envueltos en labios
Son sacros, sagrados
Besos predestinados
de tiempos, agotados

     En esa ocasión, nada sucedió. Nada se movió.
     Sólo por esa tarde, sus pensamientos anduvieron en su boca y no en palabras. Sentía aún los labios de Gus. Ese sentir por primera vez. Marlene repetía la escena una y otra vez, la recreaba: un beso suave, un beso abierto, un beso salvaje. La niña, acostada con Monchi en el sillón, se tocaba la boca, y no, ¡qué sensación irrepetible la de otros labios! Se tambaleó de vergüenza, apenada, ilusionada. Un beso y otro. Le daría otro beso. Mañana. Mañana le daría otro, pero ahora sería más lento, o se lo pediría a él: «Gus, ¿me das un beso?». Si decía que no, Marlene se aventaría por él. Querría sentir ese cosquilleo de nuevo.
     —Mar, ¿qué haces? —su madre entró por la puerta de atrás, interrumpiendo sus sensaciones—. ¿Ya hiciste la tarea de la maestra Toledo? Me mandó una carta, ¿sí sabes?
     —Carmela, estoy ocupada —respondió la niña, que se negaba a salirse del mundo de los recuerdos.
     —Ah, ¿sí? No veo que estés haciendo nada. Ya en serio, Marlene, tus profesores dicen que no pones nunca atención, que te la pasas susurrando palabras que no existen, que te la pasas sola y no quieres ser amiga de nadie. Tienes que ser más responsable, Marlene. Yo no puedo ocuparme de todo.
     —Sí, mamá —respondió Marlene, girando los ojos. Insignificancias, para ella. Con las manos en las orejas, apretó los ojos e intentó hundirse en sus pensamientos, cuando escuchó un fugaz «Lola»—. ¿Qué dijiste, mamá?
     —A las ocho viene Lola por ti, tengo que salir a hacer unas cosas y mañana paso temprano para ir a la escuela, ¿sí?
     Para no dar muchas explicaciones, Carmen se dedicó a evitar a Marlene el resto de la tarde. Estaba muy inquieta y sentía culpa, tal vez porque dejaba a su hija con Lola rompiendo el pacto que habían hecho de «sólo los viernes». Marlene, por su parte, ya se las olía cuando escuchó a su mamá discutir por el teléfono aquella mañana, aunque nunca creyó que sería ella la que rompería el pacto. Estaba dolida, pero actuó como si no sintiera nada. Al fin, podría bajar al sótano en la noche a construir frases para su beso del día siguiente. No sería tan malo quedarse con Lola.
     Cuando llegaron por ella, Marlene, enojada, le dio un beso golpeado a su madre, que lo sintió y no dijo nada. Marlene, inquieta, le lanzó una última sonrisa efímera y chiquitita antes de meterse a casa de Lola.

En esta noche de sueños olvidados, Marlene pronuncia a gritos palabras para ahuyentar sombras:

En este grito de muerte,
Mi voz es un ultraje,
Que no injuria al viento.
En este grito al tiempo,
Encierro al denotado,
Ya que en miedo, muero lento.

Los gritos de Marlene no se escuchan, su voz es consumida por las paredes cómplices; sin el libro en brazos, grita con todas sus fuerzas mientras un cuerpo pesado se dirige a ella.

     —Hola, bonita —saludó Rubén a Marlene desde la sala de televisión. La miró sonriendo—. ¿Vendrás a pintar aquí? —agregó el señor. Al no tener respuesta inmediata, regresó la mirada al televisor.
     —Hola —respondió Marlene, aún enojada con su mamá por dejarla ahí.
     Además, en cuanto entró a la casa, le comenzó a doler el estómago, con náuseas. Un olor inmundo rodeaba la casa. Seguro provenía de la boca sucia de Rubén, sin duda, pensó      Marlene. O de su sudor. Y le dio tal asco que la niña agarró sus crayones y se puso a pintar en la cocina. Esta vez comenzó a hacer círculos sin sentido: sin flores.
     —Lindura, preciosa, tengo que salir un ratitito —llegó a decirle Lola, que apareció de repente arreglada y maquillada—, regreso muy pronto, no le tienes ni qué decir a tu mami porque regreso rapidísimo, como una bala, ¿sí? —continuó Lola, apretando los cachetes suaves de Marlene—, regreso pronto. Aquí te dejé cereal, leche y pan. La miel está aquí por si se te antoja.
     Marlene asintió sin prestar mucha atención. Se iría pronto a dormir, se saldría por la ventana y se iría a dormir a su casa, fin, pensó Marlene, no tenía por qué estar ahí.
     —Sí, Lola.
     —Cualquier cosa se la pides a mi hermano. Él te va a cuidar, ¿sí? No me tardo nadita.
     Era la primera vez que Marlene veía a Lola con labial tan rojo en la boca. Se había puesto sombras negras en los ojos y delineado las cejas. La niña intuyó que Lola andaría de novio también, y le pareció absurdo. Pronto, siguió dibujando sin mucha gana y dispuesta a irse «a dormir», cuando escuchó la voz de Rubén.
     —Marlene, ¿me traerías un vaso con leche? —le gritó el señor panzón desde la sala—, por favor, bonita.
     Marlene dejó los crayones en la mesa. Sirvió el vaso con la leche que Lola había dejado afuera y se dirigió a la sala. En una mano llevó el vaso con leche y con la otra se tapó la nariz. Traía unas náuseas hasta la lengua, si se acercaba mucho seguro que vomitaría.
     Marlene estiró el brazo muy lejos de ella para darle el vaso a Rubén, que, riendo, recibió su leche. A punto de virarse para ya irse a su cuarto, la mano de Rubén se deslizó a la de      Marlene y la agarró de la muñeca, apretándola. En un jalón la atrajo a sí, cerca, y le susurró:
     —Ya no hemos jugado al caballito.
     Marlene sólo sintió que el olor muy fuerte la rodeó, como una especie de nube sólida, y no escuchó lo que esa boca de tan cerca le balbuceaba.
     —Princesa —le dijo Rubén, aún más de cerca, y repetía—: princesita.
     Sus manos moviéndose sobre su cabello, pasando por su cuello. El dedo grueso del señor comenzó a hacerle a Marlene círculos sobre la imagen de Mimmie en su camisón. La niña sentía el olor muy fuerte; asqueada, se alejaba, pero no, sentía que la detenían duro de las muñecas. No la liberaban. Y en ese estado de confusión, por un momento, Marlene observó al hombre: su cara con hoyitos negros, su cuello colgante, su sudor en la frente, sus labios filosos y secos: un hombre que huele a poca agua.
     Marlene, de pronto, se vio sobre su cintura, enfrente de este hombre que la miraba entrecerrando los ojos, babeando. La apretaron de la cintura, duro. Un desliz de confusión se desbordó en Marlene, quien observaba para comprender. El hombre aceleró su respiración, su frente se apretó, sus manos sobre sus piernas caían pesadas, y en un arranque subió el camisón de Marlene hasta dejar ver sus dos pezoncitos, sus dos arrocitos blancos. «¡Oye!», Marlene se lo bajó rapidísimo, inquieta.
     —Es un segundito, bonita, así va el juego —le dijo el hombre, acariciándole los hombros, tocando su cuello chiquito.
     Marlene miró al hombre, tímida, y chocaron sus miradas, una pupila negra frente a la otra y la niña, de pronto, dejó de estar confundida. El olor repugnante los rodeaba. El hombre apareció frente a Marlene con una boca de formas negras, con ojos de serpientes entumidas, con dientes de lobo hambriento. Un susto hizo sucumbir el cuerpo de la niña, el miedo llegó a ella como un cristal estrellado en el piso. Un miedo que muerde, astilla y duele. Con el impulso de llorar, Marlene estuvo unos minutos quieta, hasta que el hombre, con su asquerosa boca, se acercó a ella. Un susurro del tiempo propulsó sus piernas delgadas, que de un salto se apartaron del hombre excitado.
     —Voy a hacer pipí y vengo —le dijo Marlene, forzando una voz serena, pero con el corazón apretado.
El hombre la miró intranquilo, pero Marlene, sin preguntar más, corrió rapidísimo a su cuarto. Cerró con seguro y unos segundos después escuchó los pesados pasos que venían hacía ella.

Tigre del tiempo salta
Que, zozobra, la vida
Sin savia
Muere,
Tigre del tiempo salta

Un rugido se escuchó al otro lado de la puerta, antes golpeada sin descanso por dos puños fuertes. Marlene escuchó gritos histéricos, azotes contra las paredes y más rugidos. Mientras, con angustia, se salió por la ventana del cuarto. Por la prisa, cayó de rodillas en el patio, dejando una raspón de sangre en sus rodillas, pero, sin notarlo, siguió el impulso veloz por el jardín hasta el sótano. No sabía qué pasaba precisamente, o el tipo de maldad que era el señor Rubén, pero sentía una necesidad incomparable de llegar a sus cajas. Ni siquiera prendió la luz. A pasos de memoria entró a su casa y abrió el sótano. Bajó. Abrió la caja que conocía, sacó el primer libro en la pila, el libro morado, y lo leyó ávidamente.
     Sección de encantos difíciles y peligrosos. Marlene lee: mentiras, rencor, odio, maldad.Las paredes truenan con sus susurros. Resentimiento. Vientos oscuros cruzan el espacio y sus voces roncas se acercan a la niña. Lee: miedo.Carcajadas en sus oídos y manos frías revuelcan su cuerpo. ¿Cómo la encontró? Un olor estupefaciente, ácido, empantana el cuarto. Y Marlene, aterrada, se queda quieta. «Tengo miedo». Su cuerpo entumido, de pronto, fue cubierto por rasguños y jalones. Unas manos gordas le tocaban los muslos, las pantorrillas, su pecho sin pechos, su cuello, su cara. Le meten dedos a la boca. Marlene cierra los ojos y piensa en embrujos.

Sangre que corres por la vida
Con este ruego vuela
Paloma viva de lila
Floréceme a mí
Viva

Marlene grita muertes, pero las manos no se detienen, continúan. La jalan, la palman, le aplastan los brazos a sus lados. Le detienen la quijada. La penetran en la boca una vez y no respira. El aire entra. Marlene aprieta los ojos con el estómago revuelto y repite su hechizo de principio a fin:

Del cielo en tempestad

El olor es fuerte. Las masas pesadas sobre ella no la dejan concentrar. Cada que enuncia, algo la golpea. La niña escucha el piso quebrarse y comienza a llorar. No puede sostenerlo y llora. Los monstruos del mal se deslizan a la superficie. Criaturas oscuras que la rodean. Más manos sobre ella. Más jalones de cuerpo. Marlene llora angustiada. Se la van a llevar.      Las lenguas pasan por todo su cuerpo, chupándola y dejándola quemada. Dolor. Marlene se iría a lo oscuro. Por mencionar los malos significados, se la llevarían a las sombras. Eso es lo que pasa cuando no sabes sostener un significado oscuro. Dolor. La arrastran por el piso, penetrada. Dolor y tristeza. Marlene no respira, no puede respirar. El asco de pronto es muy fuerte y en su estómago un volcán enojado se impulsa a su boca. Marlene sin poder respirar, en un vertiginoso aliento, se distrajo del dolor un segundo y deseó.
     Deseo. Un timbre de luz entró a los ojos de la niña de ojos de lágrimas, que en un sollozo apretado mira su corazón dorado: las hojas rojas de los árboles. Una voz, la de los árboles, quizás, la llama a besar sus hojas miedosas. Marlene enuncia:

En el tiempo de besos,
Como las hojas que el árbol expande,
Como el tronco que sostiene
la música de los columpios:
tus labios florecen mis labios.

Pero no respira y no se puede mover. El alboroto de líquido en su boca no tiene a dónde salir y entre movimientos esquizofrénicos y líquidos entumidos Marlene no respira. No respira. No respira.

La luz regresa por donde vino. La recámara polvosa, con fotografías viejas en una pared, con sillones rotos y cajas rellenas de objetos que pertenecieron a Leonora Caso, la abuela de Marlene, se queda en presencia muchas horas. Mientras los mecanismos de significados se reformulan, cambiando, y recorriendo los espacios en un silencio lleno, las palabras flotan en el aire, susurrándose, consolándose. En una de las esquinas, dentro de una caja, Marlene flota en el tiempo con sus ojos cerrados. La niña de boca de almendra se arrulla con el viento que anuncia el baile de las hojas. Marlene es significado, y con todas las palabras que existen y no existen se abre paso como bailarina del viento.

Afuera, con un beso sobre sus costados, todas las hojas rojas del parque se sueltan a bailar al aire.

 

 

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