Ángel del olvido (fragmentos) / Maja Haderlap

La abuela tiene sus propios acuerdos con la naturaleza. Ella cree que debe apaciguar al campo y al bosque y no adornarlos con versos. Un poema no significa nada para la naturaleza, dice, hay que mostrarse rendido a la naturaleza.
La abuela guarda palmas en el ático sacadas de los arbustos, las cuales normalmente lleva a bendecir a la iglesia todos los Domingos de Ramos. Con las palmas, la abuela elabora pequeñas cruces que en primavera llevamos a los campos y clavamos en la tierra recién arada para que el sembrado de papas permanezca fértil y el trigo florezca. Siempre que una tormenta se avecina, la abuela pone pedacitos de palma en el fuego y los lleva, en una sartén de hierro, por toda la casa. El humo amargo debe depurar el aire y aplacar las potestades de la atmósfera. La fe en Dios se debe llevar en el corazón, dice la abuela, no es suficiente lucirla en la iglesia. Uno no se puede fiar de la iglesia. Según ella, no se le puede tener confianza.
La abuela sólo se encomienda a los símbolos insólitos en el cielo, a los que es capaz de interpretar. Se fía de las Cuaresmas y del 8 de mayo, el día que suele ir a misa para agradecer el fin de la época nazi. Confía en el idioma dirigido a la voluntad, no al oído humano. Ella sostiene que las palabras disponen de un gran poder, que pueden hechizar las cosas y curar a las personas; que un pan al que se haya hablado, al que se haya dotado y provisto con plegarias, tiene el poder de aliviar los tiempos de enfermedad o de penuria. A su hijo mayor lo mordió una serpiente, cuenta. Su herida no quería sanar y los médicos ya no disponían de ningún remedio que le ayudase. Entonces ella, la abuela, fue a ver a Rastočnik para que proveyera al pan con un hechizo contra el veneno de la serpiente. El viejo Rastočnik, sin embargo, se negó debido a su temor de fortalecer el resabio del veneno. Por lo tanto ella se encaminó a buscar a Želodec, la cual le bendijo el pan. ¡Tú, animal venenoso, debes retirar tu veneno de ese ser humano!, le imploró Želodec al espíritu de la serpiente. No conjuro su carne, no conjuro su sangre, conjuro la pavorosa convulsión, fueron sus palabras benditas. Después de que, todos los días, su hijo comiera un pedazo del pan y rezara un padrenuestro, sin decir amén al final, se recuperó. El veneno abandonó su cuerpo. Y la palabra se tornó en pan y habitó en el hijo cada vez que humedecía con su saliva la fórmula sanadora.
El pan hablado, la palabra consumida.
Sólo con rezar, la abuela me cura una inflamación del párpado, un grano de cebada , que padezco de vez en cuando. Yo debo responder con ne verujem —no creo— y confiar en la cura, dice. Recita su conjura y cerca de mi ojo remeda con las manos el movimiento de una mujer cortando hierbas. Ječmen žanjem , dice, ječmen žanjem, mientras repito que no creo que ella esté cortando la cebada. Debido a que reconozco mis dudas, digo la verdad y el hechizo de la palabra surte efecto; por lo menos así me lo imagino, aunque no lo sé con certeza.
La abuela me confiesa que su mamá le dejó una bendición de dote, un techo de palabras sobre su cabeza. Debe recitarla en tiempos de penuria o clavarla en la puerta de la casa para que esté protegida, de relámpagos, de granizo y de todo mal. La abuela conserva la bendición en un sobre, que no se debe abrir sin su permiso. La plegaria se puede leer y tocar, sin embargo es mejor aprendérsela de memoria, ya que el efecto yace en lo dicho, no en lo escrito.
Me imagino cómo las palabras se liberan de la carta y, a través de los ojos, se suben a la cabeza y, de ahí, a alturas desconocidas; cómo las palabras, sin que nadie las toque, llegan a desplegar sus efectos; cómo, junto a la voz del recitante, despliegan sus alas de palabras sobre el que las pronuncia.
La vieja Keber proveyó a mi abuelo con una bendición antes de que éste se uniera a los partisanos, la guareció en un paño de terciopelo, para que lo protegiera de una muerte inesperada, de traición y de vileza, cuenta la abuela. Cinco padrenuestros y cinco avemarías debía rezar diariamente. Él rezó todos los días y sobrevivió su época de partisano. Después regresó de la selva. También el hombre del cual se acuerda Romana de Remschenig sobrevivió la guerra, dice la abuela. Romana no tenía ni diez años en aquella época, cuando la detuvieron. La estaban interrogando en la cárcel de Klagenfurt y arrastrándola del pelo cuando trajeron a un partisano a la sala, al cual ella no conocía y que llevaba consigo un escudo divino, según decía él, un ščit božiji. La Gestapo cuestionó al partisano qué fin tenía, y él replicó que Dios lo protegía. Acto seguido lo golpearon hasta que colapsó, ensangrentado. La niña tuvo que presenciarlo todo, pero el partisano sobrevivió e, inconsciente, fue sacado de la sala. La palabra lo protegió, dice la abuela.
Me estremezco. Invoco al escudo divino para que me proteja de pensar en todo lo que éste podría ahuyentar. No pienses en eso, dice la abuela, has escuchado demasiadas cosas y has creído demasiadas cosas. Ella sonríe con su sonrisa fina y sutil y suavemente me empuja afuera de nuestra habitación hacia el patio.

 

Piko corre, encadenado y ladrando, de un lado para otro. Las gallinas con su cacareo ruidoso bajan apresuradamente por la pradera detrás de nuestra casa y abren sus alas en el intento de elevarse.
Debe de ser un azor, dice la abuela, ¡ya se puso a cazar delante de nuestra puerta! Reportaría el incidente a los cazadores para que tirotearan al ave rapaz. Mamá aparece de detrás de la casa con un gallo sangrando en sus manos. Se acaba de enfrentar al azor. Tuvo que arrancar al atracador del gallo, tanto se agarró a sus alas, cuenta ella, y coloca al animal lesionado en el piso. Renqueando y cacareando éste retoza hacia el establo.
¿Vas a vendar sus heridas?, le pregunto a mamá. Eso sanará, asegura, el vendaje no remedia nada en este caso.
Al encontrarnos solas quiero saber qué es un partisano. Mamá se queda sorprendida. ¿La abuela volvió a narrarte sus historias? Los partisanos vivían en búnkeres de tierra y se escondían de los alemanes, replica. Eso pasó hace mucho tiempo y no debería preocuparme. Contesto que el abuelo, según la abuela, también era uno.
Mamá entra en la casa sin decir ni una sola palabra. Enseguida veo a la abuela saliendo afuera. Tú no me puedes dictar cómo debería tratar a la niña, tú no, grita, llena de reproches, y se sienta en la entrada, al lado del pozo. Mamá se para en el umbral de la puerta. Giro mi cabeza hacia ella, siempre manteniendo a la abuela en la vista. Imperceptiblemente el menudo techo se inclina hacia la tierra. Durante varios minutos, el chapoteo del agua en el pozo es el único sonido que interrumpe nuestro silencio.

 

La abuela decide tomar mi educación en sus propias manos. No podría seguir con las tonterías de las canciones y los cuentos ociosos, opina. Desconfía de mi entusiasmo por los libros traídos de la escuela. ¿Qué quieres hacer con esas boberías?, anuncia cuando me atrapa leyendo, una niña debería saber más que sólo leer. Bailar, por ejemplo, también sería conveniente. Después de la liberación del campo de concentración ella les enseñó a bailar a las niñas. Cada vez que alguien empezara a tocar, ella pescaría a alguna mujer y giraría en un círculo junto a ella. ¡Qué risa y qué jubilo provocaba eso!, después de que escapamos del diablo, cuenta la abuela.

 

Cuando en la radio, en la sala, suenan una polca o un vals, me toma de la mano y me enseña los pasos mientras me arrastra en su giro. Me aferro a sus antebrazos y observo sus piernas, calzadas con sus zapatillas y moviéndose al ritmo de la música. No tardo mucho en aprender los pasos de la polca y el vals. Los días festivos, cuando papá toca el acordeón de Estiria, la abuela me saca a bailar con un toque de orgullo. Eso también les agrada a los vecinos, que en aquellas ocasiones frecuentan nuestra casa. ¡Qué alegría que en nuestra sala se vuelva a bailar!, se entusiasman, han extrañado el baile en nuestra casa por un periodo largo.
Me imagino cómo habría sido el baile en nuestra sala en aquel entonces del que todos parecen acordarse, mientras que doy giros en círculo con la abuela. ¿Quién habrá bailado en aquel entonces, cuando todavía las niñas estaban en casa? Las niñas, que fueron dispersadas por los cuatro vientos y de las cuales sólo dos fueron devueltas en forma de ceniza, según dicen. Adoro la atmósfera animada de nuestra sala, con la cual, según se cree, uno puede conectarse con el pasado, y me regocijo con la sonrisa de mi abuela.

 

Su segunda lección es el juego de naipes. En cuanto regreso de la escuela y la encuentro zurciendo o hilando, me llama, diciendo ¡Ven a jugar! A su juego preferido lo llama administrar, el superior le gana al inferior. Entonces pretendemos ser campesinos jugándonos nuestras granjas y colocamos en fila las fincas de nuestro valle, de las cuales escogemos entre las granjas de las zanjas vecinas y las granjas abandonadas. La abuela juega en nombre de las últimas o de los agricultores más poderosos y yo en nombre de los Keuschler, cuyos niños son mis compañeros de escuela y a quienes creo conocer. Entonces ponemos a la prosperidad a un lado de la bancarrota, como antes lo hicimos con las granjas; tiramos nuestras cartas a la mesa y nos reímos de los infortunados, que acaban de perder todos sus bienes. La abuela conoce el valor de cada inmueble, la posición de todos los campos y prados, el fruto de los árboles y la calidad de la carne de puerco. En cuanto se harta de administrar, propone un schnapser , entonces apostamos centavos y no le hacemos daño a nadie.

La tercera enseñanza me instruye en el arte del agasajo de los huéspedes.
Siempre hay que convidarlos a sentarse, aun cuando estén apurados, porque los vecinos que no se sientan causan noches en vela, afirma la abuela. En la despensa habría que disponer invariablemente de un buen salami, requesón y pan para los convidados, en ningún caso un tocino carcomido, como lo servían ciertos campesinos, cuando alguien venía de visita inesperadamente. Nadie nos debe llamar tacaños, eso es lo peor que se puede decir de una granja.

 

La abuela recibe frecuentemente visitas de hombres maduros del entorno de nuestra zanja. Flori pasa casi a diario, entre otras razones porque persigue a mamá. A la abuela la respeta y no le toca el pecho cada vez que tiene oportunidad, como lo suele hacer con las mujeres más jóvenes. Nunca ha extendido sus tentáculos torcidos hacia mí, dice la abuela, y ¡pobre de él como lo intente una sola vez! Flori solía vivir en nuestra granja antes de la guerra, cuenta la abuela, durante la guerra le pidió dos veces que se quedara hasta tarde en la casa. En la primera ocasión reunió a los vecinos más queridos para una velada, puesto que el abuelo había descubierto que la familia estaba destinada a ser deportada al amanecer. Ella cocinó el mejor jamón y los vecinos se lo comieron todo, pero al día siguiente nadie los vino a buscar. Un año después la abuela le pidió a Flori que testificara en la policía que los partisanos habían obligado al abuelo a unírseles, que nunca se hubiera ido voluntariamente con ellos. Sin embargo, esa historia ya no se la creía nadie a Flori.
Tschick, otro visitante frecuente, no tenía los tentáculos torcidos como Flori, sino más bien un hueco en el tabique. A cada rato se pasa la mano por su pelo oscuro y liso. Una vez que le pregunto por qué tiene un tercer hueco en su nariz, por el cual echa el humo de sus cigarros, me revela que se cayó sobre un clavo. Más adelante confiesa que se tiró de un balcón y que, después de una desafortunada caída sobre la cabeza, le quedó esa herida.
Tschick vive en el aserradero cerca del Rastočnik. Por la ventana de su cuartito sale un tubo de estufa hacia afuera. A la abuela la llama teta, a pesar de que no es su tía. Él suspira cuando la conversación entre él y la abuela gira sobre ese acontecimiento, que parece unirlos. Ese día que la acosaron, sí, ese día de octubre que la detuvieron, él sufrió lo mismo. Lo deportaron a Moringen, al campo de niños, dice la abuela, precisamente ahí, adonde llevaron también al Čemer Johi y a los dos niños Auprich, Erni y Franz.

 

Una vez al año un gitano se presenta en nuestra casa, dejando su furgoneta en el sendero cercano. Vende lienzos, manteles y loza. Cuando extiende sus mercancías envueltas en plástico en una mesa grande, y el plástico brilla a la luz del sol sobre las telas bordadas y estampadas, la atmósfera en la sala se vuelve casi solemne. Entonces exhibe sus artículos y su joven esposa nos lee las cartas. Que me casaré con un hombre adinerado, que tendré una casa y que seré feliz, eso dicen las cartas, afirma la mujer. La abuela está complacida. Ves, no tienes que preocuparte por tu casa, dice. La abuela desea que la gitana le revele el día de su muerte, pero la joven le contesta que las cartas no muestran el día de nuestra muerte. No importa, contesta la abuela. Como sea, ella ya mandó a preparar un pan especial y lo puso en su clóset. En cuanto empiece a enmohecer, ella fallecerá. Luego, le pide al gitano que le muestre las toallas y compra varias.
La atención hacia el gitano es abundante. La abuela dice que yo debería estar consciente de las muchas penurias por las cuales pasó el pobre hombre y le pide que me enseñe el número en su antebrazo. Él se enrolla la manga y enseña un número, que, en mi imaginación, se despega de su antebrazo en ese mismo instante y comienza a flotar en el aire. En la memoria el número del campo de concentración se separa de su portador como en un sueño que tal vez soñé, en el cual un número flotaba de un lado a otro hasta que encontró un brazo apto para instalarse ahí como una mariposa negra.
Yo tenía el número 24834, dice la abuela y, en ese momento ella me parece triste y terca a la vez.
A los testigos de Jehová también les pide que entren, cuando se aparecen dos o tres de ellos en la puerta para explicarnos la creación del mundo. Pone la mesa, mientras nos describen el paraíso, las fuentes y los ríos inagotables, la riqueza, la fertilidad de los campos y los prados divinos, la protección firme de Dios sobre los débiles y condenados seres humanos, que a causa del pecado original fueron expulsados del paraíso prematuramente.

 

Sospecho que la abuela posee poderes secretos, puesto que despierta una sensación de gran gratitud en los convidados. Su respeto se refleja en forma de regalos que se apilan en los armarios. Botellas de vino y de bebidas espirituosas envueltas para regalo se encuentran junto a cajas de bombones cerradas. Si en alguna ocasión desenvuelve una de las cajas de bombones con gestos solemnes, si remueve el celofán y si eleva la tapa, entonces aparecen por debajo unos bombones, que generalmente parecen, según dice papá después de haber echado un breve vistazo, excrementos de ciervo secos. El chocolate suele ser tan incomestible que no queda otro remedio más que desecharlo. A la abuela no parece molestarla. Recibió los regalos con mucha alegría y demostró su gratitud al honrar las cajas de bombones y botellas de vino durante un largo periodo sin tocarlos, afirma. Abrir los regalos enseguida le parecería poco delicado y descontrolado.
Ya no me sorprende encontrarme con convidados en la sala que afirman haber crecido en nuestra casa. Éstos hablan con la voz amortiguada, como si les desagradara haber dependido de la ayuda de mi abuela en algún momento. Se interesan por su salud, y la abuela les asegura que su muerte se avecina. Por lo tanto, todos pretenden disuadirla de su enfermedad, lo que, a su vez, incita a la abuela a exagerar en la descripción de sus padecimientos.

 

La amplificación de la carretera facilitando el acceso a nuestras granjas lleva a la abuela a emprender viajes más frecuentemente.
Una vez al mes va a Eisenkappel para hacer las compras. La noche anterior al viaje inspecciona la provisión en los almacenes, prepara su ropa y cuenta el dinero. Con la insignificante pensión de víctimas, que el cartero le trae mensualmente, apoya a mis padres. Al retirar el dinero del sobre, el cual guarda en una caja antigua llena de fotos y documentos, lo persigna y sólo después lo desata de la cinta de goma que liga los billetes.

 

Por la mañana, un vecino o un pariente la recogen con un carro y la llevan a Eisenkappel. Empieza el día de compras en el pasillo de la familia Perko, donde deposita sus bolsas repletas de huevos y requesón, traídas de casa. Después de tomar un café con María, emprende su marcha a las tiendas. Primero se dirige a la tienda de Majdič, donde saluda a los comerciantes con un apretón de manos. Le ofrecen una silla, en la que se sienta para aducir sus deseos. La señora Madič la atiende con una aplicación cordial y le habla en esloveno sin amortiguar su voz a la entrada de otro cliente. Hechas las compras, la abuela vuelve a depositar sus mercancías en el pasillo de la familia Perko y procede al almacén Roscher. Sus ojos brillan detrás de los espejuelos al ser reconocida y saludada en la plaza principal o al percatarse de que hay jóvenes quitándose el sombrero al pasar por su lado. También en la tienda miscelánea Roscher la propietaria misma atiende a la abuela.
La Señora Majdič goza del don de exponer cariñosamente cada mercancía sobre la mesa, y, de vez en cuando, la abuela pasa cuidadosamente su mano por un paquete de pasta o una caja de pan rallado. La mercancía se apila en la mesa, un aprendiz la ordena en cajas que esperan al lado de la puerta para ser transportadas a Lepena.
Al avanzar, la abuela explica que en Eisenkappel es preciso saber dónde uno es bienvenido y a quién se puede dirigir. Ya vivió experiencias amargas, pero las familias Majdič, Perko y Roscher siempre han sido amables. Frecuentemente se acuerda de la época después de finalizada la guerra, cuando, luego de haber regresado del campo de concentración, llegó a Eisenkappel por primera vez para declararse como sobreviviente ante las autoridades. La atmósfera en la aldea era alterada y angustiada. Su tío, por ejemplo, la despachó de su casa cuando vino a pedirle un poco de harina o grano, puesto que los almacenes de la casa habían sido merodeados. Se sentía tan avergonzada, tan humillada, que nunca más quería tener que pedir limosna, jamás, repite la abuela. Los Perkos, Majdičs y Roschers, en cambio, la obsequiaron con vestimenta, medias, ropa interior y harina de centeno, eso nunca lo olvidaría.
Para finalizar el día de compras visitamos la tumba del abuelo y encendemos una vela. La abuela afirma que pronto ella también estaría debajo de la tierra, al lado de los huesos del abuelo y de la ceniza de su hija adoptiva Mici, la cual fue mandada de Lublin; ahí pertenezco, dice, y me doy cuenta de que su deseo de morir tiene una razón secreta.

 

[…]
Viajar se pone de moda en Lepena. De repente, los vecinos están contagiados con la fiebre de viajar. En voz alta piensan adónde siempre querían viajar o qué podrían arriesgar de nuevo después de muchos años. Las más discutidas son las excursiones a los lugares de peregrinación Brezje y Monte Luschari, así como a los campos de concentración Mauthausen y Ravensbrück, de los cuales Brezje, en Eslovenia, parece ser el destino preferido.
A Sveršina, el marido de tía Malka, lo conoció la abuela en Mauthausen. Él, Malka y mis padres viajan junto con un grupo esloveno al antiguo campo de concentración. Al regresar relatan cómo era la vida en Mauthausen y cuántas personas se reunieron para la conmemoración ahí. El campo ahora es un museo, explica papá. Sveršina le mostró el bloque donde estaba internado, y los llevó a la pedrera, donde tantos prisioneros se enfrentaron a la muerte. A mamá le resulta imposible que una persona sobreviva en un campo de concentración. La abuela la mira incomprensiva y hostilmente. Papá cuenta de un grupo de antiguos prisioneros polacos decorando con flores una casa cercana al campo. Lo emocionó tanto ver a los dos polacos abrazar al propietario de la casa y darle las gracias por su salvación que le salieron las lágrimas e, inmediatamente, unas lágrimas brillan en las mejillas de papá. Es la primera vez que lo veo llorar y me siento desconcertada y perpleja.

La abuela decide viajar a Ravensbrück este año. Presuntamente, el viaje dura varios días. Cuando regresa y vuelve a acostarse a mi lado, me siento aliviada. Entonces afirma que el viaje fue agotador. Mujeres de toda Europa acudieron al campo. Las oradoras le gustaron, a pesar de que no entendió todo lo que decían, pero le agradó su tono de voz. Narra que antiguas prisioneras se reunieron en el territorio del campo. Numerosas mujeres se pararon junto a la orilla del lago y lloraron. Arrojaron flores al lago y se reclinaron unas sobre las otras. Dos francesas y holandesas, paradas detrás de ella, escuchando a las oradoras, abrazaron a la abuela. Menciona dos nombres, Mici y Katrca, los nombres de su hija adoptiva y de su cuñada, ambas fallecidas en el campo. Frecuentemente piensa en Mici y Katrca, afirma la abuela. Trajo dos libros. Libros que explican los acontecimientos en el campo de concentración. Me los mostraría, a mí y a mi madre incrédula, cuando los terminaría de leer ella, cuando llegue la hora .

Traducción del alemán de Ana Nenadovic

            Gesternkorn en el original: nombre coloquial para una inflamación en el ojo (N. de la T.).

            En esloveno en el original: «Corto la cebada» (N. de la T.).

            Juego de cartas austriaco (N. de la T.).

 

 

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