Principio de incertidumbre (fragmento) / Cecilia Magaña

1

Marta se sienta en el sillón de hule espuma y aspira el aroma combinado con el tabaco. Olor a su hermano. Mira la cajetilla abierta sobre la mesa improvisada que Ulises nunca pintó. 100 metros, dice el enorme carrete al centro de la sala. ¿Cien metros de qué? Cien metros de alfombra, cien metros de alambre, de cable, cien metros de soga. Cien metros a un lado de la cajetilla y un código escrito con un crayón azul. ¿Qué significa, Ulises? Nada. ¿Y por qué no la pintas? Así me gusta. Te traigo un litro de pintura, ni que costara tanto. Así está bien.
     Enciende otro cigarro. Suena el teléfono y va hacia la cocineta. Siente la bocina pegajosa sobre el cachete. Tiene la frente húmeda.
     —¿Por qué no me contestas?
     —Es la primera vez que timbra, Raúl.
     —No va a llegar, Marta.
     Recarga los codos en la barra plastificada, fría. Toca las manchas color café cerca de la orilla y recuesta su cigarro sobre una, como un eco de los que su hermano puso ahí. Lo mira consumirse.
     —Todavía no es hora.
     —¿Sabes qué hora es?
     —Voy a esperarlo, Raúl.
     —¿Qué hora es?
     Levanta la vista hacia la puerta de la única alacena. Sabe que detrás del café está el reloj despertador de Ulises. No quiere sacarlo. Cierra los ojos, ¿hace cuánto fue que chilló la tubería de vapor? Mira el camino de tubos en el techo. No se acuerda.
     —Las siete y media, Marta.
     —Debe de haberse retrasado la presentación, no tarda.
     Raúl se queda callado. Ella siente que el cabello se le pega a la nuca, a la frente. Apoya la bocina en el hombro para usar las dos manos y hacerse una coleta, apretando los dedos. Anoche había besado a Raúl en el cuello, y él sólo había dicho: Ya no quiero que huelas a cloro, Marta.
     —¿Marta?
     —Te llamo si no llega.
     Cuelga. El tabaco del cigarro ha terminado por convertirse en un cadáver largo y gris. Como tú, hermano. Extiende la mano hasta la manija de la alacena y abre. Escucha el sonido del segundero y con las dos manos vuelve a agitarse el pelo. Pega la nariz al hombro y aspira. No percibe el olor a químico de alberca en su piel, pero sabe que está ahí. El segundero en la alacena suena tac, tac, tac, tac. Observa las tuberías del techo. Esto es casi un cuarto, Ulises, ¿estás seguro de que no quieres pasar tu día libre en mi departamento? Tac, tac, tac, tac. ¿Y si el sonido goteara desde los codos de metal, justo arriba del carrete de cien metros? Tac, tac, tac. La imagen de los bloques de cemento que separan el techo de la alberca. Tac, tac. Los azulejos partiéndose, y las toneladas de agua rompiendo la viga sobre ella. Tac. Cierra la alacena de un golpe.
     Finge que estamos en un barco. Mejor hay que salir, hermano, ¿no te sientes como si estuvieras enterrado aquí abajo? La luz fluorescente que alguien colocó en la pared, por falta de espacio en el techo, baja de intensidad por un momento. Las calderas en el pasillo de afuera empiezan a hacer ese ruido de motor agudo. Más que un barco, el departamento siempre le ha dado la sensación de submarino. El Nautilus que nunca se mueve, hermana. Camina por el pasillo estrecho y vuelve a entrar a la recámara. El camarote. Desde el marco de la puerta contempla el escenario que ha compuesto para Gilberto Camarena: la mesa de plástico blanco con los cuadernos de Ulises acomodados a propósito en fajos descompuestos. Un intento por reproducir el desorden de las sábanas sobre el catre, un desorden natural a su hermano. Marta se acerca y vuelve a jalar la cadena de la lámpara de escritorio, que enciende y apaga todavía. Se quita un mechón húmedo de la frente y busca en los bolsillos de sus jeans una liga. Sus dedos delgados hurgan hasta encontrarla y luego peinan su cabello negro hacia atrás para atarlo de una vez. Ya volverá a soltarlo cuando llegue Gilberto. Se toca la cara. El cuerpo todavía un poco inclinado hacia la mesa. Suspira con las manos sobre las mejillas y da un paso atrás. Siente el catre detrás de su pierna. ¿Era tan pequeño el cuarto cuando Ulises vivía? No necesito más. Si tanto te gusta esto de las calderas al menos pudieras trabajar para un deportivo grande, no sé, alguien que te ofreciera un espacio más digno. ¿Digno de qué?
     Se recuesta sobre el catre. Ulises niño, jugando a ser un monstruo escondido entre las cobijas, hace que apriete los párpados y se ponga de pie otra vez. Ya duérmete, Ulises.      Duérmete o voy a llamar a mamá.
     Se talla los ojos. Entreabre los dedos y vuelve a ver la mesa, los estantes de libros. George Orwell, Julio Verne, Mary Shelley, Borges, Bioy Casares. Nada de Física, sólo ficción. Y ficción vieja. ¿Qué pasó con tus libros? Ahí están. No, los de la carrera. Los doné a una biblioteca, ¿qué trajiste de comer hoy?, apretando el asa de la bolsa con los tópers de comida, como si quisiera aventarla al suelo.
     La primera vez que entró al departamento, después del funeral de Ulises, abrió el refrigerador para tirar la comida echada a perder. Se quedó observando el refrigerador vacío hasta que Raúl la abrazó. Ulises lo había limpiado todo antes. Incluso barrido y trapeado. Sus cosas estaban en cajas rotuladas: libros, sábanas, cocina, baño. Todo empacado salvo el despertador, escondido en su rincón. Nos da mucha pena su pérdida, pero necesitamos el espacio desocupado para el nuevo técnico en una semana, ¿será suficiente? La gerente del club evitando mirar las cajas cuando dijo que necesitaba dos. ¿Dos semanas? Sí. Sin soltar el paquete envuelto en papel manila que había sido rotulado con su nombre: Marta. Dos semanas, por favor. Si no le molesta que alguien de mantenimiento entre y salga para supervisar las calderas…
     No había logrado hacer la cita con Gilberto hasta ahora, que casi se cumplían las tres semanas. Déjemelo dos días más, por favor. Le pago el mes de renta. Entendemos su dolor, señora, pero… Cada que el técnico entraba a ajustar la línea del agua fría y revisar los termostatos a un lado de la puerta de entrada hacía conversación para mirar, sin un asomo de discreción, las cajas del difunto abiertas; las revistas con portadas retorcidas de humedad que volvían a ocupar su espacio debajo del teléfono; la lata de café, de la misma marca que Ulises bebía, recién abierta sobre la barra de la cocina; tres tazas blancas y una roja, pendientes de lavarse en el fregadero. Entendemos su dolor. Entendemos.
     No necesito que lo entiendas, Raúl. Ya lo sé. Pero ¿de verdad tienes que hacer todo eso? Entrevistar a esa gente que hace años no hablaba con tu hermano y montarle un teatro al tal Gilberto ¿No puedes leer lo que dejó tu hermano como un cuento de ficción? No todo es ficción. ¿Y si fuera?
Toca la cubierta del primer cuaderno. La levanta con el índice y ve tan sólo un pedazo de cuadrícula y el dibujo de un gato metido en una caja con un globo de texto: Prrrrrr. Sabe que, si da vuelta a la hoja, el mismo gato estará dentro de la caja, pero muerto.
     Escucha el teléfono pero el sonido que cruza el departamento para salir al cuarto de máquinas cubre el timbre. El vapor llena la tubería, primero a golpes, pam, pam, pam, y luego, con un zumbido bajo, que terminará afuera en un chillido, un grito largo y soprano que no se repetirá hasta dentro de cuatro horas. Sale del cuarto para ir a abrirle la puerta al técnico. Si piensa que el departamento está solo, no tardará en usar su llave. Las luces vuelven a parpadear antes de abrir la puerta.
     —¿Marta?
     Y ahí está él, vestido de traje, celular en mano. Marta no tiene tiempo de soltarse el cabello. El abrazo obligado no se hace esperar y Marta lo recibe como ha recibido ya tantos, dejándolo apretar su cuerpo contra la tela oscura de su traje.
     —Gilberto.
     Siente la sombra de su barba raspándole la piel cerca del cuello, barba seguramente de ese día, y no de varios, como la usaba Ulises. En el abrazo percibe la forma dura de un objeto contra su espalda. Me trajo su libro. Y siente que los músculos de su abdomen se contraen en un espasmo muy similar al asco.
     —Lo siento mucho, Marta.
     Se lo dice al oído y luego se separa de ella. Gilberto reacomoda la pierna izquierda, un tic nervioso que ella reconoce. Lo había visualizado tantas veces en el marco de esa puerta y ahí estaba, el tic. No puede más que sonreír con un gozo secreto al contemplar otra vez el cambio en el peso de su cuerpo, aliviando la rodilla izquierda, seguido de un ligero estiramiento de la pierna, antes de que Gilberto señale al técnico detrás de él:
     —¿Podemos pasar?
     —Por favor…
     Marta se hace un lado y lo observa cruzar la puerta de metal pintada de blanco. El técnico inclina la cabeza en dirección a Marta. Ella se suelta el cabello. Invita a Gilberto a sentarse en la silla de plástico y vuelve a ocupar su lugar en el sillón de Ulises. Desde ahí, con las manos entrecruzadas, espera a que el técnico termine de ajustar las llaves, anotar los niveles de las válvulas a un lado de la entrada. No dice palabra ni le quita la vista de encima, consciente de que Gilberto ha preguntado algo que ella no ha entendido, que se ha quitado el saco. Alcanza a ver que se desabotona el cuello para abanicarse. Ha interpretado su silencio y, como ella, espera.
     —Buenas noches, señorita… regreso al rato —dice el técnico, sujetando la tabla con un formato en el que apenas habrá garabateado un número.
     —Buenas noches.
     Es Gilberto quien contesta e incluso acompaña al hombre hasta la puerta. La humedad del cuarto ya ha mojado su cabello castaño y corto, a la altura de la nuca. Marta lo ve tocarse la nariz con el dorso de la mano antes de cerrar, seguramente en un intento por disimular la irritación que le provoca el olor. Ya no quiero que huelas a cloro, Marta.
     —¿De verdad va a regresar? —pregunta Gilberto, arrugando la frente.
     —Cada cuatro horas.
     Marta lo mira, menos alto que antes, si eso fuera posible, menos delgado también. ¿Es verdad que tiene diez años sin verlo? Las líneas que solían marcarse a cada lado de la boca parecen más profundas y el hoyuelo del lado izquierdo sigue ahí. Si quieres yo me quedo con Ulises esta noche, debes de estar cansada, Marta. ¿De verdad hace diez años?
     —¿Y qué pasa si no le abrimos?
     —¿A quién?
     —Al técnico.
     Ella sonríe, identifica de nuevo el breve ajuste de la rodilla. Está sucediendo. Está aquí. Gilberto ahí, de pie, arremangándose los puños de la camisa. Gilberto sin toga, entre los asientos de los familiares durante la misa de graduación de Ulises. Ahí, con su rostro de niño eterno, cínico. Felicidades, había dicho como si la felicitara a ella, porque Ulises lo evitó subiéndose al coche antes de que pudiera alcanzarlo. Sin perder la compostura: Felicidades. Gilberto de pie, en la calle, con la mano en alto a modo de despedida mientras se alejaban del templo Expiatorio. Marta manejando y Ulises en el asiento del copiloto. Ulises hundido y ella mirando a Gilberto por el espejo.
     —Supongo que no quieres un café.
     Marta entra a la cocina. Se detiene frente al refrigerador, aprieta la manija y lo siente detrás, abriendo la alacena. Tac, tac, tac. Como si ya hubiera estado ahí. Tac, tac.
     —¿Tienes vasos?
     —Sólo tazas —responde, agachándose para alcanzar un par de cervezas.
     Tac. La alacena se cierra. Marta pone las dos latas sobre la barra sin levantar la vista, casi rozando su hombro.
     —Está bien. Mejor las reservamos para el café.
     Gilberto lo dice aparentemente despreocupado. Sin un dejo de extrañeza. Abre las dos cervezas, dejando escapar un suave psst, y otro psst, mientras ella, inquieta, vuelve a recogerse el cabello. Espera que le pregunte cómo está, que es lo que todos preguntan, ¿cómo estás, Marta?, con esa arruga entre las cejas y el tono dulzón de la piedad, ¿cómo estás? Pero Gilberto da un trago y hace la pregunta que nadie se ha atrevido a hacerle sin preámbulos. Sin sugerir que lo primero que habían pensado era que Ulises era uno más de los que habían intentado reestructurar sus deudas y descubierto que eran impagables. Pero tu hermano no tenía propiedades, ¿no? Gilberto sólo pregunta:
     —¿Cómo lo hizo?
     Marta observa la ceniza todavía compuesta en un cilindro a la orilla de la barra. Ha olvidado limpiarla.
     —Se ahogó en la alberca.
     Había pensado durante casi dos semanas, desde que consiguió su número de teléfono, cómo era que iba a decírselo. Ulises esperó a que todos se fueran y en la madrugada descorrió una de las esquinas de la lona, se metió a la alberca y nadó hasta el otro extremo para no poder salir. Se desnudó y se metió a la alberca, hasta la zona en que la cubierta plástica no le permitiera arrepentirse. Ulises se ahogó en la alberca que está sobre nosotros, la que viste antes de bajar aquí. Pero sólo había salido esa frase aparentemente hueca. Nada de la llamada a las seis de la mañana, ni de la visita a la Cruz Verde para identificar el cuerpo. Ni una palabra de cómo la piel de su hermano parecía tener una capa más clara, una cáscara casi imperceptible, lista para desprenderse. Ulises. Su hermano. Se ahogó.
     —¿Quieres sentarte, Marta?
     Su mano, fría por el contacto con la cerveza, estaba sobre la de ella. Lista para desprenderse. Escucha los pasos de sus propias sandalias de vuelta a la sala. Toma la cajetilla y le ofrece un cigarro. Gilberto niega con la cabeza, ella le señala la silla de plástico.
     —Por teléfono me dijiste algo de unos papeles —él va directo al grano.
     Ella da una segunda calada a su cigarro. El humo se le mete al ojo izquierdo, que le llora y entrecierra, bajando la mirada como tenía planeado antes de decir: Ulises te dejó sus diarios. Fue todo. Una nota amarilla con tu nombre, Gilberto. Marta lista para empezar. Ésta es la primera llamada, primera. Pero Gilberto se adelanta:
     —Ulises me habló por teléfono… hace más de un mes, creo.
     La ceniza del cigarro cae al suelo.
     —¿Hablaban seguido?
     ¿Por qué no sales, Ulises? ¿Qué pasó con tus amigos, los de la universidad? ¿No me dijiste que Halina Lorska te había llamado para una comida de generación? Su hermano haciendo un ruido con la nariz, un sonido burlón como respuesta. ¿Y Gilberto? Un tirón del músculo en el cuello de Ulises, como una cuerda que alguien jalara desde dentro.
     —No —levanta las cejas—, de hecho me sorprendió que tuviera mi número después de tantos años de no hablar. No pensé que fuera una despedida.
     —¿Te dijo algo?
     —De hecho no me dijo nada. Sólo me preguntó por Sofía. Si sabía algo de Sofía. Y luego colgó —se encoge de hombros.
     ¿Y sabes algo de ella?, quisiera preguntar Marta, pero no es el momento. Se pasa las manos por las mejillas, sin dejar de sujetar el cigarro entre los dedos.
     —Será por eso que te dejó sus diarios. Fue lo único que dejó en una nota. Que te diéramos sus papeles. Los dejó sobre su escritorio.
     Hay un momento de silencio. Marta no se atreve a mirarlo a él y mira su fotografía en blanco y negro, impresa en la contraportada del libro al que no le había puesto atención antes. El libro que Gilberto ha venido a presentar a la feria del libro, abandonado sobre el carrete, cerca del código sin referencia. Gilberto Camarena, El éxito es personal.
     —¿Tú ya los leíste, Marta?
     —¿Sus cuadernos?
     Lo ve estirar la mano hacia la cajetilla y tomar un cigarro. Marta levanta la vista y le extiende el encendedor antes de seguir mintiendo.
     —No. No todos.

 

 

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