Carlos Gamerro

Samuel Beckett:
tras los pasos del maestro

Ulises es, sin duda, la novela más influyente de la primera mitad del siglo xx, y planteó a todos la pregunta ¿qué viene después? ¿Cómo escribir después de Joyce? Pregunta acuciante para cualquier escritor del momento, más si escribía en inglés, más si era irlandés, mucho más si era admirador, discípulo y virtual secretario de Joyce.
    Samuel Beckett, que había nacido en Dublín en 1906, viajó a París en 1928, a los 22 años, y ahí se radicó definitivamente en 1932. Y mientras estuvo en París creció a la sombra de Joyce. Dos tareas literarias marcan los comienzos de Beckett: la organización de un libro de ensayos sobre F­i­nne­g­ans Wake (Our Exagmination Round his Factification for Incamination of Work in Pr­gress), al cual contribuye con el ensayo «Dante… Bruno. Vico… Joyce», y la colabo­ra­ción con el propio Joyce en la tra­ducción de frag­mentos de Finne­gans Wake al francés.
    Éste es tambien el período de sus primeros poemas, cuentos y novelas: Whoroscope, More Pricks than Kicks (Más aguijones que patadas, 1934), Murphy (1938). El inglés en que Beckett escribe es el inglés de Irlanda: el estilo es alusivo, erudito, plaga­do de juegos de palabras, a la manera de Finnegans Wake; espa­cio y tiempo son, también, reconociblemente irlandeses.
El héroe de Más aguijones…, Belacqua Shua, está inspirado en el Belacqua del Purgatorio de Dante, cuyo pecado era la indolencia. Mientras todos suben trabajosamente el Monte Purgatorio, Belacqua descansa a la sombra de una roca. El encuentro produce una de las escasas sonrisas de Dante en la obra: «¿Por qué te encuentras así sentado?», le dice Dante, «¿Esperas compañeros, o tu pereza usual te ha retomado?».
    La actitud de Belacqua es comprensible: si los que han merecido el Purgatorio tarde o temprano irán al Paraíso, ¿qué apuro hay? Que el trabajo lo hagan los otros, los vivos, rezando por uno. El Belacqua de Beckett tiene una parecida filosofía de vida, y constituye, según algunos, una versión apática y derrotada —es decir, prematuramente beckettiana— del agresivo y decidido «artista adolescente» de Joyce. Con Belacqua, Beckett parece haber descubierto la clase de héroes que poblarán —o despoblarán— sus libros, pero no, todavía, el lenguaje y el ambiente que les convienen.
    En 1939 el comienzo de la guerra lo encuentra de visita en Dublín y, pronunciando la célebre frase «Prefiero Francia en guerra que Irlanda en paz», viaja a París, donde se involucra con la resistencia y, huyendo de la Gestapo, se esconde en el sur de Francia. La obligación de ocultar su identidad extranjera lo lleva a actuar como francés y hablar en ese idioma únicamente, y tentativamente, en lo que él llamará «franglais»; escribe la novela Watt, que transcurre en Irlanda y está escrita en inglés, pero con anotaciones al margen en fran­cés: la tensión entre ambas lenguas empieza a manifestarse.
    Terminada la guerra regresa a París, donde comienza el período llamado «El sitio en la habitación». A partir de su siguiente novela, Mercier y Camier, escribirá directamente en francés. La lengua adoptada parece haber abierto para él las puertas de la escritura, y sin pausa conti­núa con Molloy, Malone muere, Esperando a Godot y El innombra­ble.En la tardía pieza teatral Impromptu de Ohio (1981) Beckett parece volver al momento en que París era, para él, la ciudad que compartía con Joyce: «En sus sueños había sido prevenido contra ese cambio. Había visto el rostro amado y escuchado las palabras no dichas: Quédate donde estuvimos tanto tiempo solos, mi sombra te reconfortará».
    Porque el amado maestro había muerto en Zúrich, en 1941, y el París liberado de nazis al que vuelve Beckett es, también, un París libre de Joyce.

    ¿Por qué escribe Beckett en francés? Mejor aún: ¿por qué el escribir en francés le abre las puertas de la escritura, le permite a Beckett convertirse en Beckett? ¿Cómo explica el mismo Beckett su cambio de lengua? En francés, dice él, «es más fácil escri­bir sin estilo», y dice temer a la lengua inglesa «porque en ella no puedes evitar escribir poe­sía».
Muchos escritores, antes y después de Beckett, abandona­ron su lengua por otra que a veces llegaron a dominar mejor que los escritores nativos (como sucede con el inglés de Conrad o Nabo­kov). Pero Beckett elige escribir en una lengua que no domina bien, en la que nunca podrá ser un virtuoso. El deseo de Beckett no es mostrar que puede escri­bir mejor francés que los franceses: lo que le interesa a él es la desposesión implicada en el acto, no la posesión; la derrota y no la conquista. Como él mismo afirma: «Me puse a escribir en francés con el deseo de empobrecerme aún más».
    Beckett descubre, así, la respuesta francesa al problema irlandés de cómo escribir en lengua inglesa.
Acerca de Joyce, Beckett dijo en una entrevista:

    Joyce, cuanto más sabía, más podía. Como artista, tiende hacia la omnisciencia y la omnipotencia. Yo trabajo con la impotencia y la ignorancia. No creo que la impotencia se haya explorado en el pasado… Mi pequeña exploración es sobre esa zona que siempre ha sido dejada de lado por los artistas como algo inservible —como algo por definición incompatible con el arte. Creo que, hoy en día, cualquiera que preste atención a su propia experiencia se da cuenta de que es la de alguien que no-sabe, que no-puede.

    Es, de todos modos, en un segundo tiempo donde se comple­ta el proceso. Una vez escrita la obra en francés, Beckett mismo la reescribe en inglés, y aquí es donde apare­ce por primera vez lo que hoy conocemos como el inglés de Beckett: un inglés sin historia, sin connotaciones, sin alu­siones litera­rias, medio muerto, como lavado y centrifugado; en el que cada palabra tiene el valor absoluto de su presen­cia, más que el de una remisión a las palabras que la prece­dieron históricamente, más que las palabras de los discursos contemporáneos que las rodean. Sin arcaísmos, sin regionalis­mos, sin coloquialismos. Inerte, como si ésa fuera su forma última: la de una lengua muerta y fija­da, como leemos en su obra para radio Los que caen: «Sr. Rooney:
Sabes, Maddy, a veces uno pensaría que estás lu­chan­do con una lengua muerta. […] Sra. Rooney: Bueno, sabes, hay que decir que con el tiempo estará muerta también, como nuestro pobre y querido gaéli­co».
    Todas las lenguas aspiran a la condición de lengua muer­ta; algunas simplemente llegaron antes.
    Así como Joyce procedía siempre por asimilación, la evolución de Beckett es siempre la del despojamiento sistemático y gradual. Uno es omnívoro, el otro anoréxico.
    En Murphy, la primera novela que Beckett publi­ca (1938), el ambiente resulta esquemático, caricaturesco, pero todavía reconociblemente irlandés; el protago­nista busca escapar de él mediante el balanceo autista de mecedora, y finalmente encuentra alivio trabajando en un hospi­cio. Algo de lo que Murphy ansía liberarse también, aunque quizás no lo sepa, es de la figura del narrador, que a través de sus des­cripciones e intervenciones lo mantiene «anclado» en Dublín. En una carta de 1905 Joyce se quejaba ante su editor, Grant Richards, de que «ningún escritor ha presentado al mundo la ciudad de Dublín». Después de 1939, cuando se publica Finne­gans Wake, la situación ha cambiado de tal manera que se podría decir que ninguna ciudad ha sido presentada al mundo tanto como Dublín. Dublín está, por el momento, agotada como tema y ambiente, y si Beckett desea conjurar la sombra terrible de Joyce, debe abandonar la ciudad, no sólo en su vida, sino también en su literatura.
    Hay que tener en cuenta también las diferencias en los contextos de escri­tura iniciales de Joyce y Beckett: Joyce, escritor cató­lico, miembro de una mayoría dominada (irlandeses celtas, católicos, clase media proletarizada), agresivamente abocado a la tarea de recuperar, cual Ulises, la tierra que le ha sido arrebata­da; Beckett, miembro de una minoría históricamente usurpadora (angloirlandeses protes­tantes, de clase alta) que acaba de dejar de ser domi­nante, cuyo ciclo histórico expansivo ha concluido, que no tiene más destino histórico que la disolución.
    Ya en las novelas de la trilogía, como Molloy y Malone muere, el territorio puede identificarse como irlandés a partir de ciertos indi­cios, pero no hay localizaciones geográficas precisas, ni color local: el paisaje se vive más como fatali­dad que como búsqueda, en la trilogía toda hay un intento de escapar de la tierra. Molloy narra retrospectivamente, desde la casa de su madre; el relato es el de su viaje —primero en bicicleta, luego en muletas, finalmente arrastrándose— hacia la casa de su madre, y se interrumpe antes de llegar; Malone ya está confinado en una habitación de la que no puede moverse, y sus viajes por el afuera son sólo en la imagina­ción, en las histo­rias que se cuenta; el Innombrable, que ha perdido de irlandés hasta el nombre, ya ni siquiera está en el mundo, sino en una especie de limbo por el cual desfilan en fragmen­tos imágenes de una vida pasada que quizás fue la suya.
    Junto con la escritura en fran­cés, lo que libera a Beckett es la forma monólogo (según el modelo del monólogo de Molly Bloom en Ulises, aunque su prin­cipio de proliferación, en Beckett, sea el pensamiento lógico más que el asociati­vo), que permite subsumir todo en la con­ciencia de los perso­najes. La existencia de un narrador separado era una garantía de la persistencia de Irlanda; si Irlanda existe sólo en la cabeza de sus persona­jes, Irlanda puede ser anulada.
    La forma monólogo le permite a Beckett liberarse de los parámetros reales de tiempo y espacio. Pero todavía subsiste un anclaje: el sujeto que habla, el yo. En los textos narrativos que escribe desde los años sesenta, como All Strange Away (1963), Imagination Dead Imagine (1965) y Ping (1966) ya no hay yo ni tú: una voz neutra, sin origen, habla de seres que parecen estar situados fuera del tiempo y del espacio. Pocas veces la literatura en prosa se acercó tanto a la abstracción pura.
    Si en Ulises y Finnegans Wake Dublín crecía en complejidad hasta contener a todas las ciuda­des del mundo, en las obras de Beckett el paisaje irlan­dés se desdibu­ja hasta parecerse a cualquier otro. Joyce univer­saliza Irlanda por fagocitación del resto del mundo; Beckett, reduciéndola al común denominador con el resto del mundo. No es muy distinto de lo que ambos hacen con el lenguaje.
    Algunos han querido ver en algunos escenarios teatrales de Beckett, como el de Esperando a Godot, una escenificación de un paisaje postnuclear (recordemos que la obra es de 1948), algo que Beckett trabajará de manera más explícita en Fin de partida. Es otra manera de leer la indife­renciación que mencionamos: tras la explosión de la bomba, Hiroshima, Dublín o París no resultarían tan distintas unas de otras.
    En la biografía de Deirdre Bair encontramos una de esas anécdotas que suelen ser apócrifas, pero que por eso mismo tienen mayor fuerza emblemática que las verdaderas. Beckett, nos dice su biógrafa, quería a tal punto ser como su maestro que se compró zapatos idénticos, hasta en el número. Joyce tenía pies excepcionalmente pequeños, y Beckett, tratando de seguir sus pasos, en sus zapa­tos sólo podía renguear, como lo harán después sus personajes, con botas demasiado pequeñas (como el Estragon en Esperando a Godot), sin muletas y con las piernas rígidas (como Molloy), como gusanos en el barro (como el personaje innominado de Cómo es), o directa­mente paralizados (como el Hamm de Fin de partida).

 

 

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