Harry Clifton

McCrystal’s

Las luces de McCrystal´s
brillan toda la noche en la costa de enfrente.
Para llegar hasta allí
podrías caminar sobre el agua
y ahogarte, o dar todo el rodeo

en el que un millón de instantes
se estrellan y mueren en el parabrisas
—insectos de fines del verano, salpicaduras de lluvia
que se van fundiendo una con otra—
y el cambio es lo único constante.

Allí, donde cielo y agua se juntan
y nadie es un extraño para sí
ni para la tierra que pisa,
McCrystal, ordenando estantes en silencio,
abierto infinitamente tarde sobre el universo,

te distingue entre las estrellas fijas y errantes
de las casitas de los veleros,
los autos que van hacia la noche —
siempre acercándote, el único hombre
impulsado por la duda sobrenatural.

Todo lo mortal se asusta y retrocede.
La yegua preñada, y el zorro
muerto delante de tus faros, goteando sangre,
echando un maleficio con los ojos,
Tú también, amigo mío, tendrás que morir…

Y las diosas, los dioses,
del verano —las muchachas con el vientre descubierto,
asomando por el techo de los autos,
soportando el doble acoso
de los novios y la brigada antialcohólica.

El patio de su estación de servicio
brilla como el día.
Pregunta —¿Hiciste todo este viaje
dejando atrás árboles y gente, tejados
que se vuelven negros contra el cielo del Oeste,

para cambiar un cheque? ¿O para desgarrar el velo
de los fenómenos? Su Santo Grial
es arena y futuros, pisos de fábrica,
derechos de pastoreo sobre un campo de aviación
descuidado desde la última Guerra Mundial…

Todo lo que todos necesitan, él lo almacena,
tan aplomado como un hombre dios
una vez terminada la creación.
Todo lo demás, desde la costa de enfrente,
es óptico, una ilusión.

 

Los orígenes del tango

Me obsequiaba con su vino tánico, champagne
que envejece amargamente, mientras en un clavicordio
tronaban tangos, y la lluvia de enero
golpeaba desde la costa atlántica cubierta,
al oeste de Bordeaux. Altos ventanales —
siglo dieciocho. Me observaba, sin hablar,
mientras estaba sentado a su mesa, bajo la palma artificial,
donde otros se habían sentado antes que yo,
porque era una mujer de cuarenta largos

jugando sus comodines. «Extraño, pero murió de sida»,
dijo de aquel clavicordista exaltado,
y pensé en los argelinos, y los hetero brutales
apagando cigarrillos detrás de la plaza Saint Pierre,
las transas clandestinas, el aburrimiento de los días de licencia
en tierra.
«Borges odiaba el tango — trop vulgaire,
le sexe, la nostalgie, la vie des immigrés»,
siguió diciendo. Nada de eso me importaba:
lo único que yo veía era un vasto espacio hispánico,

vidas anteriores, la oscuridad de los orígenes
agolpándose en mí, hace muchísimo tiempo.
«Esta noche me emborracho bien»,
cantaba alguien. Viejos como el pecado original
flotaban Laura Montserrat, María la Vasca—
arquetipos femeninos. Palafreneros, mulateros,
abuelo emigrado de Europa, todavía un empleado
al final del siglo, arriados como ganado
por las academias de baile, detrás del matadero
de Buenos Aires. «Una calle en Barracas al Sur,
una noche de verano», cantaba otra persona,
y yo escuché, finalmente, el ruido de los postigos
a la hora de la concepción. La sangre mulata
corría por mis venas como la fiebre amarilla—
¿Lo notaría siquiera? El Sur, el Oeste,
el frío alto de los Andes, blanco como el pecho de una madre
al que nunca me acerqué… Tiempo desvanecido recuperado—
Se llamó a sí misma Nueva España, América del Sur.

«Escucha esto —Les Blason du Corps Féminin»
leyó de sus Pléiades del siglo dieciséis
en un volumen encuadernado en oro. «¡Escucha! —petit connin
plus riche que les toisons du Colchos…». ¡El vellocino de Jasón
estaba sentado aquí delante de mí! Aquí habíamos fondeado
esa misma tarde, a la luz amarilla de una tormenta
que ennegrecía el horizonte burgués de Bordeaux
con expectativas, cosquilleos eléctricos—
Aquí, donde tantos se habían ido a probar suerte

había finales, principios. ¡Casas viejas! ¿Quiénes eran
las mujeres traicionadas por Europa, que se miraban
en espejos tremendos, tocándose las primeras canas?
Me incliné y tomé sus manos entre las mías
y rogué a Mascarpillo, El Cachafaz,
en el extremo oscuro del linaje transatlántico—
compadritos, lustrabotas espectrales
que escalaron posición, al compás de un clavicordio y vino blanco,
haciendo girar a sus mujeres en redondo, contra el reloj.

Versiones de Gerardo Gambolini
 
 

McCrystal’s
All night, on the opposite shore, / The lights of McCrystal’s glitter. / You could walk on water / To get there, and be drowned, / Or take the long way round. // Where a million instants / Shatter and die on the windscreen – / Late summer insects, flecks of rain / Melting into each other again – / And change is the only constant. // There, where sky and water meet / And none are strangers to themselves / Or the land beneath their feet, / McCrystal, quietly stacking shelves, / Open infinitely late // On the universe, picks you out / From the fixed and wandering stars / Of sailmakers’ cottages, nightbound cars – / Forever approaching, the only man / Driven by supernatural doubt. // Everything mortal shies away. / The horse in foal, and the fox / Dead in your headlights, oozing blood, / Glittering back an evil eye, / You too, my friend, will have to die… // And the goddesses, the gods, / Of summer – girls, bare-midriffed, / Riding shotgun through the moonroofs, / Running the double gauntlet / Of boyfriends and the temperance squad. // The forecourt of his filling station / Blazes like broad daylight. / Ask – have you travelled all this way / Past trees and people, gable ends / Turning black on a western sky, / To cash a cheque? Or shatter the veil / Of phenomena? His Holy Grail / Is sand and futures, factory-floors, / Grazing rigghts on an airfield / Overgrown since the last World War… // Everything everyone needs he stores, / As self-contained as a man-god / In the aftermath of creation. / Anything else, from the farther shore, / Is optical, an illusion.

 

Origins of the Tango
She plied me with her tannic wine, champagne / That ages bitterly, as a harpsichord / Crashed out tangos, and the January rain / Rattled in off the grey Atlantic seabord / West of Bordeaux. High were her windowpanes – / Eighteenth century. Speechless, she looked at me / As I sat beneath the artificial palm / At her dining-table, where others had sat before me, / For she was a woman on the wrong side of forty // Playing her wild cards. «Strange, but he died of aids» / She said of the frenzied harpsichord player, / And I though of Algeriennes, and the rough trade / Stubbing our cigarettes behind the place Saint Pierre, / covert dealings, boredom of shoreleave days. / «Borges hated tangos – trop vulgaire, / Le sexe, la nostalgie, la vie des immigrés» / She went on speaking. Not that I cared / For all I could see was wide hispanic space, // Anterior life, the darkness of origins / Crowding in upon me, way back when, / «Esta noche me emborracho bien» / Someone was singing. Old as original sin / Laura Moserrat floated, María la Vasca – / Female archetypes. Ostlers, muleteers, / Grandad out from Europe, still a clerk / At the turn of the century, shuffled like steers / Through the dance academies, round behind the abbatoir // Of Buenos Aires. «Una calle en Barracas al Sud, / Una noche en verano…” someone else sang, / And I heard, once and for all, the sutters clang / On the hour of conception. Mulatto blood / Raced like yellow fever in my veins – / Would she even notice? The South, the West, / The high cold of the Andes, white as a mother’s breast / I never got close to… Vanishedtime regained – / It called itself South America, New Spain. // «Listen to this – Les Blasons du Corps Féminin» / She read from her sixteenth-century Pléiades / In a goldbound volume. “Listen! – petit connin / Plus riche que les toisons du Colchos…» Jason’s fleece / Was seated here in front of me! Here we had docked / That very afternoon, in the yellow light of a storm / Turning the Bordeaux bourgeois skyline black / With anticipations, electrical tinglings – / Here, where so many had left to try their luck // Were endings, beginnings. ¡Casas viejas! Who / Were the women Europe failed, who stared / In tremendous mirrors, fingering first grey hairs? / I reached across and took her hands in mine, / And prayed to Mascarpillo, El Cachafaz, / At the shadow end of the translantic line – / Ghostly compadritos, shoeshine boys / Come up in the world, to harpsichords and hock, / Swerving their women in circles, against the clock.

 
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Harry Clifton
nació en Dublín en 1952. Ha publicado The Walls of Carthage (1977), Office of the Salt Merchant (1979), Comparative Lives (1982), The Liberal Cage (1988), Night Train through the Brenner (1996), The Desert Route. Selected Poems 1973-1988 (1992), God in France (2003) y Secular Eden: Paris Notebooks, 1994-2004 (2007). Su obra en prosa está publicada en On the Spine of Italy (1999) y Berkeley’s Telephone (2000).

 

 

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