Labores / Isabel Cienfuegos

para Áurea y todas nosotras

—¡Eh, usted!, ¡No le toque los güevos a mi marido!
     La cirujana levantó la vista de la camilla. Sin contestar, miró por la ventana el barrio de casas ennegrecidas por la lluvia y el desgaste de los materiales.
     —Digo yo —retrocedió la señora—, que para ver una hernia no habrá que tocar tanto.
     Tampoco respondió esta vez. Animó con un gesto al paciente para que se subiese los pantalones y se lavó las manos con firmeza y suavidad. Luego, sentada, explicó meticulosamente en qué consistía la intervención. La mujer miraba con ojos bizcos de desconfianza. El interesado recorría con la vista el techo y las paredes del consultorio. En la mesa urgía una lista con veinte pacientes más.
Después de una comida ligera, antes de la jornada de tarde, la cirujana llamó a su casa. Nadie respondió. Estuvo a punto de marcar el número de un móvil, pero se contuvo. En el antequirófano la esperaban. Allí se tomó el tiempo necesario para prepararse tal y como le habían enseñado aquella primera vez, hacía ya tanto tiempo. Había que enjabonarse y cepillar rascando la piel hasta el codo una y otra vez, acabando con las manos en alto. Un ritual minucioso, apropiado para algo más que reparar mínimos fallos inguinales. Este pensamiento inició en ella una oleada de indignación, la rabia de una leona a quien hubiesen arrebatado la caza. Introdujo las manos en la bata estéril que tendía la enfermera, respiró hondo, se calzó los guantes y se acercó a la mesa de operaciones. No podía dejar de pensar en los partes de quirófano del resto de sus compañeros, muy diferentes de los suyos, en los que se repetía una y otra vez la misma intervención, varias veces al día, varios días a la semana. No sólo le arrebataban la caza, estaban alejándola de cualquier zona con auténticas presas. Pronto le faltaría habilidad para la carrera y sus uñas no tendrían el filo preciso. Fugazmente tuvo una visión del jefe, el líder de la manada, la melena no tan tupida ya, pero aún poderosas las fauces. Le vio rodeado del resto de los machos que, haciéndole coro, asentían, desplegando orgullosos las guedejas. Y ella, hembra pelona, hábil y rápida, conociendo sutilezas de la carrera y el ataque que nunca había visto en ellos, tenía que oír sus bramidos y asistir a la exhibición de dentaduras y gestos de fiereza casi a diario.
Pero el paciente esperaba. Tendido en la mesa era sólo una zona, entre  paños estériles, iluminada por la intensa luz del foco central. Frente a lo que tan bien conocía, la cirujana deslizó los dedos por la piel. Era una costumbre. Percibía la textura a través de las yemas. Eso le permitía hacer el corte exacto en profundidad y longitud. La piel, tensa en los más jóvenes, se estiraba con la suavidad y la finura de la seda en los ancianos. Era resistente como el lino a veces, y otras se rasgaba con la facilidad del algodón usado. En cada caso ella sabía cuál era la mejor presión, el ángulo más adecuado.
     Sus dedos pequeños y finos le permitían entrar por una incisión mínima, resecar al tacto, colocar a ciegas la malla, cerrar con total limpieza y coser con puntos de cirugía plástica. Desde hacía tiempo lograba cicatrices casi invisibles. Como cada vez que abría una ingle, deseó volver a entrar en espacios que hacía tiempo no visitaba. Tenía nostalgia del brillo oscuro del hígado, de los frunces sinuosos del epiplón, del rojo cordón de las grandes arterias. Mientras se quitaba los guantes pensó con amargura que, ahora, más que cirujana, era especialista en hernias.
     En casa, el lavaplatos seguía sin funcionar. Dejó el bolso y bajó de nuevo a por el niño que volvía del colegio, preparó la merienda, repasó con él las multiplicaciones, le ayudó a colorear unos mapas, fregó el suelo del baño, regado por la inexperiencia infantil. Luego, procurando no mirar al fregadero, sacó del congelador un arroz chino. Miraba tan absorta la trasformación de aquel material en algo comestible que casi lo quemó. En el último instante logró retirar la sartén con un paño de cocina. Mientras el niño devoraba el arroz, se fijó en ese paño. Era antiguo. Lo había sacado del armario hacía poco, para darle uso. Tenía una labor de cadeneta dibujando dos cebollas y un cuchillo de cocina abrazados por un lazo azul. Ella misma había hecho una parte; se veían las puntadas inseguras de su mano infantil que bordeaban el cuchillo y la primera cebolla. Su madre habría completado el resto en alguno de aquellos veranos de los ocho a los diez años en que quiso enseñarle a coser. Se quedó bastante rato así, la mirada perdida, el paño en la mano y un nudo en la espalda donde sentía crecer el cansancio.
     Nada más acostar al niño sonó el teléfono. Al otro lado, su marido hablaba de retrasos y tareas. La voz llegaba distante, atravesando territorios donde las piezas por cobrar no le resultaban familiares. La conversación se le empezó a mezclar con ideas de flujos, cañerías, arterias y friegaplatos. De todos modos no tenía intención de esperar su llegada para irse a dormir. Lo que sí hizo fue desenroscar el desagüe.
     A las dos de la mañana estaba todo recogido y funcionando. Desnuda, se tumbó en la cama. El tacto fresco de las sábanas de algodón le despertó la piel. Abrazó la almohada. Deseando unas caricias que no iba a tener la colocó entre los muslos. Sintió el suave resalte de la tela bordada. El embozo tenía un trabajo minucioso que su madre había hecho durante muchas horas, muchas tardes mientras ella estudiaba anatomía en el cuarto de al lado. Vainica en los dobladillos, ondas a realce en los bordes, flores matizadas y bodoques a ambos lados de sus iniciales, también bordadas. Se fue relajando. Deslizó la tela cada vez más arriba, asida al placer que iba despertando en ella. Sin prisa, fue recorriendo los resaltes y los huecos, hasta que el gozo la enredó por completo llevándola hacia el sueño. En el duermevela le pareció oír la voz de su madre atravesando el tiempo y la noche, susurrando algo que parecía una respuesta: «Hija mía, es una pena, pero no tienes destreza en las labores».

 

 

Comparte este texto: