Ernesto Flores: Supongo que soy poeta / Mariana Ayón y Alejandro Zapa

In memoriam † Ernesto Flores

Algo de apacible tiene el verano, una estación lenta que tiende a barnizar el paisaje, sus días se confunden entre la mañana y la tarde, marco ideal para escuchar al poeta Ernesto Flores. En punto de las cinco de la tarde, el maestro se sentó en su equipal a la entrada de su casa en espera de nuestra llegada. No debemos negar el gusto de haber sido recibidos por él. Su casa tenía el color de quien escribe, los libros trazaban las paredes y hacían mezclas de tonos por todo el lugar; nos recibió en el estudio de su casa, en su sillón, quizá, patriarcal. No descuida el detalle y nos advierte de su baja audición, que lo acompaña en los últimos años. «Maestro», le preguntamos, «¿podría platicarnos sobre usted, su vida y obra?». Ernesto Flores responde: «¡Ay, Dios! Es lo más difícil…», y hace una larga pausa.
(El poeta Ernesto Flores falleció el pasado 4 de marzo en Guadalajara).

Sus inicios
Todos empezamos con alguien que nos hace leer. En mi pueblo, Santiago Ixcuintla, no había librerías, pero mi maestra de primaria se surtía de libros en Guadalajara y la Ciudad de México, y ella nos hacía leer. A mí me hizo aprenderme unos versos de Sor Juana, «Primero Sueño», y otros de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, último al que recité al salir de sexto de primaria.
Salí [de Santiago Ixcuintla] huyendo de mi hermano y su primera esposa… Le dije a mi padre que me iba a ir de la casa, me dijo que él lo entendía, pero que me calmara, que pensara bien las cosas, que me fuera a estudiar. Así que las opciones eran la Ciudad de México o Guadalajara; y me vine a los quince años a Guadalajara. Y aquí tuve maestros pésimos de literatura. No hallaba dónde meterme y fui a meterme a la boca del lobo, la Facultad de Odontología, donde terminé, y debí de haber sido el peor estudiante de toda la historia de la carrera.
     Una vez, cuando yo todavía vivía en el albergue para los estudiantes, llegó Emmanuel Carballo allí preguntando por el gran poeta, por el poeta Ernesto Flores: él me descubrió como poeta. A partir de allí, estuve en su revista cuando él tenía veinte años y yo menos. Allí leí a Pablo Neruda, a Carlos Pellicer… poetas que yo desconocía. Me acuerdo de la impresión que me causó leer a Luis Cernuda; era odioso y estaba en su exilio. Yo quería conocerlo personalmente, así que le dije a Carballo: «Preséntamelo». En una ocasión me llamó de la capital y me dijo: «Vente, ya está aquí». Cuando llegué, me dijo: «Se acaba de ir a Cuba, pero antes de un mes ya va a estar aquí hablando pestes de Cuba». Volví a Guadalajara, y me llamó de nuevo Carballo: «Vente, ya está aquí». Cuando llegué, me dijo: «Se acaba de ir a Estados Unidos, pero antes de un mes ya va a estar aquí hablando pestes de Estados Unidos». Regresé para verlo después, y, cuando llegué, Carballo me dijo que ya había fallecido. No lo alcancé a conocer.
     Conocí a José Emilio [Pacheco], a [Alí] Chumacero, y a [Carlos] Monsiváis. Yo le tenía terror a Monsiváis, y en una ocasión, en una mesa redonda, me tocó estar con él, así que preparé un texto que se oponía a lo que Monsiváis había afirmado… al final de la mesa y de presentar mi propuesta, Carlos se me acercó y me dijo: «Fíjate que está bien probado».
     Gané el Premio Jalisco, y lo que me decían es que les gustaba mucho mi poesía, y yo buscaba una crítica seria. Fui con Alí Chumacero, que era paisano mío de Nayarit, me recibió. Me dijo: «Esto no por esto; esto sí, esto es un acierto». Nunca en toda mi vida aprendí tanto de alguien como ese día; salí temblando de su casa. Él fue muy duro, muy duro.
     Carlos Valdés y Emmanuel Carballo se fueron a México. De los únicos dos que se quedaron, uno estaba en la cárcel y el otro se dio un tiro. Me quedé solo. Y en ese entonces no había tantos poetas talentosos como hoy. Así que me dije: «Tengo que hacer una revista». Les dije entonces a Guillermo García Oropeza y Ramón Mata Torres, buscamos recursos y los conseguí por parte de la Casa de la Cultura. Fui con Mata y le conté que ya teníamos recursos, y me dijo: «¿Quién va a ser el director?». Yo le respondí: «Los tres vamos a ser un cuerpo de redacción, nadie va a ser director». Luego me comentó: «No le digas eso a nadie». Y después apareció en el periódico: «Sale la primera revista cultural con Mata como director». Su revista estuvo espantosa.
     Guillermo me dijo: «Vamos haciendo otra revista». Le dije: «¿Con qué?». «De limosnas, yo pongo cien pesos, tú pones cien»: así juntamos más dinero. Llegamos a nueve números; publicamos a Carlos Pellicer, Dámaso Alonso y a otros españoles en exilio.

 

Sobre Elena Garro
En nuestra revista se publicó un cuento precioso de Elena Garro. Yo tenía mucho tiempo buscando a Elena, le preguntaba a todos por ella, pero era tan problemática que nadie me quería decir que la conocía, así que me fui a la Ciudad de México, duré un año… no me gustó México.
     A todo mundo le preguntaba por Elena, y en una velada alguien me dio al fin su número. Me fui a buscarla, iba con mi mujer, mi mujer se quedó en el hotel y yo fui a su casa. Volví de con Elena hasta la una de la mañana; mi mujer estaba extrañada, así que al día siguiente la invité. Al salir de con Elena, Carmen me dijo: «Es la conversadora más brillante que he conocido».
     Elena me regaló un cuento… me dedicó un cuento. Me habló de su Felipe Ángeles y yo le ofrecí un número completo de la revista para que publicara su Felipe Ángeles; una obra maestra para una pinche revista de provincia. Después de publicarle, no volví a saber de ella en muchos años, se exilió en España con su hija a causa de su publicación sobre Tlatelolco. La estuve buscando por años, me dijeron que preguntara en la embajada; Paz tenía prohibido todo contacto con ella. Fui a la embajada y le puse algo de dinero a la recepcionista, la recepcionista me decía que no sabía de quién estaba hablando y no me quería dar información; le dejé mis datos y le dije que le dijera a Elena que Ernesto Flores quería verla. La recepcionista me llamó y me dijo que estaba en Ávila. Yo no podía creer que Paz la tuviera en un hotelucho terrible.
     Me fui a España en una excursión con mi esposa y mi hija; en Madrid me separé y me fui a buscarla; estuve con ella todo el día… Al llegar al hotel, me dijeron que no la conocían, yo grité su nombre, ella salió y me recibió con emoción. Le pregunté que qué había estado haciendo, y me dijo:«En doce años que tengo en España, nadie habla de mí, ni de mis obras en México; ya estoy quemando todo, Los recuerdos del porvenir, todo. Dicen que estoy loca». Le dije: «Yo creo que sí, porque estás quemando toda tu obra. Va a llegar tu momento, Elena, sólo tienes que esperar». Elena no me creía, así que le insistí, le dije: [con la voz entrecortada]: «Soy tu venerador, Elena».
     Diez años después vino a Guadalajara. La recibió Martha Cerda. Mi mujer llamó a Yolanda Zamora, llegó a la sogem con mucha gente. Al ver tanta gente, Elena se asustó, pensó que la buscaban por lo de Tlatelolco. Le dije: «Mira, son tus admiradores». Los asistentes le preguntaban de su teatro, de sus obras, de todo, sobre su vida con don Octavio, de todo. Cuando todos se habían ido, Elena me dijo: «Todos estos fueron tus alumnos». Yo le pregunté: «¿Todavía le tienes miedo a Octavio?», a lo que ella me contestó: «Después de esto, de ver cómo me quieren, échame un tigre de Bengala».

Sobre Rulfo
En una ocasión me pidieron que fuera a Polonia a dar una charla sobre Rulfo. Estando allá le pregunté al maestro que me invitó: «¿Qué es para los polacos Juan Rulfo?». Me contestó: «Es el más polaco de los polacos».
     Rulfo decía: «Te juro que Pedro Páramo es la novela más tediosa del mundo». Y se lo creía, pero un día empezó a dudar de que su Pedro Páramo fuera tan mala. Llegó un momento en que Rulfo creyó en él, venció al alcoholismo… Yo no sé por qué sus hijos dicen lo contrario, que nunca tomó, en fin…
     Un día vino a Guadalajara, y en el café un señor le dijo: «¡Qué bueno que viniste, Juanito! Aquí hay gente que te estima». Rulfo le contestó muy feo que no era cierto. Arreola se acercó y le dijo: «Te voy a callar la boca… ¿Sabes que Ernesto tiene un hijo que se llama Juan y no es por mí?». Juan me miró y yo asentí, intimidado; se me acercó y me dio una palmada en el hombro, por eso me di cuenta de que no le había disgustado… y desde ese día fuimos amigos. Yo no sé si Juan quería a alguien.
     Se peleaban a diario él y Arreola. Rulfo odiaba en Arreola su brillo, su simpatía, de la que él carecía, y Arreola odiaba su genio.
En una ocasión me dijo Arreola: «Yo no sé cómo acepté competir con Juan… cuando yo escribo hablo de mí, de mis tristezas… pero Juan en su obra hace que hable todo un pueblo».

«Supongo que soy poeta»
Estuve en Bellas Artes con una revista, yo publiqué hasta el número 42. El Fondo de Cultura Económica me publicó en un tomo mis cuatro libros de poesía y también la investigación sobre Francisco González León.
     En una ocasión, mi esposa y yo nos fuimos a Argentina, a un recital suyo. El recital era «Historia de Babar, para narrador y piano», yo narraba y ella tocaba. La invitaron y en ese entonces ella ya no quería tener recitales, pero ir a Argentina sí, así que nos fuimos.
En un momento de mi vida yo estaba muy confundido, no sabía si yo era profesor, investigador o poeta, y en una conversación con Agustín Yáñez le dije esto; él me contestó: «En todos estos años, yo todavía no sé si soy profesor o novelista», y me dijo: «Mira, Ernesto, tú eres poeta, yo aún me acuerdo de tu primer poema en el periódico El Informador: “El sol color de lima cae de su rama, el sol es una gota de agua…”».
     De manera que supongo que soy poeta. No creo que escriba más, ya se me hizo bueno. Yo empecé tarde, a los treinta y nueve años publiqué mi primer libro en Bellas Artes, A vuelo de pájaro, a la carrera.
     En un homenaje que me hicieron en Tepic, al final se me vino un montón de gente de Santiago, me dijeron que tenía que volver, que volviera. No volví. Tengo sesenta y cinco años de vivir en Jalisco; no soy jalisciense, pero, como ven, lo disimulo bastante bien. Ahora estoy jubilado, estoy añorando con nostalgia las clases. Padezco una enfermedad incurable: la ancianidad. Mi mujer y yo somos octogenarios, aquí estoy tratando de sobrellevar las tristezas, las nostalgias. No volví a Santiago Ixcuintla, ni a publicar.

 

 

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