Polifemo bifocal / Elogio de la aguja y del dedal: Julio Chávez (1920-2013) / Ernesto Lumbreras

para el Dr. Luis Guillermo Martínez

El pasado 23 de diciembre murió en la Ciudad de México el vestuarista Julio Chávez. Pocos medios de comunicación dieron cuenta del deceso de este artista que vistió a las divas más glamurosas del cine y de la farándula en México. Hace algunas décadas, en la librería del Sanborn’s de Los Azulejos, Eugenio Partida me mostró un ejemplar de Vestidas y desvestidas. El modisto de las estrellas,de Julio Chávez, publicado por Diana, señalándome en la cuarta de forros el lugar de nacimiento del autor: Ahualulco de Mercado. Luego, con una sonrisa cargada de malicia, me confesó irónicamente su desánimo: «¡Y nosotros que pensábamos ser los únicos escritores del pueblo! ¿Y ya viste? El libro va por la décima edición». Por un momento pensé en comprar el libro, pero mi aritmética de aquel momento se inclinó por pagar media docena de vodkas tónic en el Bar Gante. Antes de partir hacia aquel refugio báquico me di a la tarea de leer algunas páginas y ver las numerosas fotos del libro. Con esa zambullida tuve para reconocer en nuestro paisano a una figura central del mundo del espectáculo, de los musicales de Agustín Lara a mediados de los cuarenta a las pasarelas de Señorita México que vimos desfilar en el programa Siempre en Domingo en los ochenta.
     La tentación de conocer a tan singular personaje siempre estuvo latente. Por eso, cuando emprendí la osadía de escribir una microhistoria del terruño —tras el furor de mi lectura de Pueblo en vilo,de Luis González, pregunté a mis hermanos si tenían alguna noticia sobre la familia de don Julio o si él mantenía algún contacto en nuestro pueblo. Con elementales pesquisas ubicamos a sus parientes y ellos, sin mayores averiguaciones, me proporcionaron sus señas en la Ciudad de México. El vestuarista pasó su infancia en Ahualulco de Mercado para emigrar a Monterrey por una breve temporada y, tiempo después, dar el salto a la capital del país, donde comenzaría su exitosa carrera. Corría el año 2005 cuando decidí buscarlo; contaba ya con un ejemplar de sus famosas memorias y conocía en detalle cada una de sus andanzas. Con esa seguridad, marqué su número telefónico y pedí una cita, deseoso de conversar con uno de los protagonistas de las épocas doradas de los teatros de variedad y del cine así como de la naciente televisión mexicana. Además, para mi aspiración de historiador amateur, era oro molido contar con su testimonio en torno a personajes y sucesos que conoció y presenció en nuestra comunidad en la década de los veinte, como, por ejemplo, el incendio del cine Venecia, que se llevó al panteón a varias docenas de cristianos.
     Como vivíamos en la misma colonia, llegué caminando a su pequeño departamento de la calle de Campeche. No fue necesario que tocara el timbre porque lo encontré regando sus coloridos geranios del jardín del edificio. Me saludó con una sonrisa que no desaparecería a lo largo de la entrevista. El hombre tendría entonces ochenta y cinco años y subía y bajaba las escaleras para llegar a su casa sin complicación alguna. En una de las habitaciones estaba su taller, donde se veían varios maniquíes a medio vestir, retazos de telas sobre la mesa, y, en el piso, patrones de papel, carretes de hilos, tijeras, revistas del corazón por todas partes… Después de los protocolos de rigor, su memoria abrió sus esclusas y comenzó a relatarme su vida y su obra. Su conversación era caudalosa y efusiva, acompañada con graciosos movimientos de manos, gestos y cambios de voz. En pocos minutos me contó sus años de gloria y su actual debacle tras dos secuestros que le costaron vender la casona de la calle Florencia —a una cuadra del Ángel de Reforma— y agotar sus reservas, sobreviviendo gracias a la buena voluntad de clientes fieles como Yolanda Montes Tongolele  y con la beca «para viejitos» que le daba el gobierno de López Obrador.
     Exageraba un tanto la nota, a decir verdad. Sus momentos estelares habían pasado, también era cierto. Sin embargo, para los enterados en la materia, los diseños de Julio Chávez crearon época. Los trajes de sirena que creó para María Victoria, entallados de cintura y caderas, son un hito de la moda en México. Ese modelo lo inmortalizó una foto de Nacho López titulada «Si una mujer guapa parte plaza por Madero». También por sus manos virtuosas pasaron otros cuerpos codiciados a la búsqueda de velos que acentuaran la realidad y el deseo de su carnal materia, a saber: los de Ninón Sevilla, Lilia Prado, Katy Jurado, María Antonieta Pons, Tere y Lorena Velázquez, Kitty de Hoyos, Rosa Carmina, Silvia Pinal, Sonia Furió, Meche Barba, Irán Eory, Rocío Durcal y un largo y sensual etcétera. A no dudarlo, cambiaría mis mejores metáforas por haber sido su aprendiz de alta costura —al menos por un febrero bisiesto—, aplicado en las sufridas tareas de quitar los alfileres de las telas ajustadas a tan inauditos monumentos o en pasar la cinta métrica sobre el busto de alguna de las mencionadas, manteniendo la respiración a la manera de un pescador de esponjas.
Con algunos cómplices del pueblo logramos que Expo Moda 2006 de Guadalajara le rindiera un homenaje por su relevante trayectoria. Después de ese apapacho tuvo un enésimo aire y desempolvó figurines y bocetos, pensando en un nuevo desfile en el que vistiera a las top model de las pasarelas mexicas. Por mi parte, lo seguí frecuentando y siempre, al despedirnos, me pedía que en la próxima visita llevara a mi hija, pues quería hacerle un vestido. En plena adolescencia, enamorada de sus jeans y de sus camisas rockeras, mi retoño no quería saber nada de modelitos con lentejuelas. Ahora, con la noticia de su muerte, mi hija —estudiante de escenografía en la especialidad de vestuario— me confiesa con cierta frustración su deseo imposible de ver colgado en su guardarropa una minifalda o un traje de sirena, obras del genio de Julio Chávez.

 

 

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