El doble asombro / Alonso Cueto

Creo que un escritor, para serlo realmente, debe cumplir dos condiciones. Una es su capacidad de asombro ante la variedad y complejidad de la vida. La otra es su capacidad de asombro ante la variedad y complejidad de la lengua. Si hay algo que le interesa explorar a un escritor es el universo de relaciones que pueden establecerse entre estos dos sistemas tan vastos, la vida y la lengua, es decir, en la capacidad de la lengua para expresar y recrear la vida. Para ello, ante todo me parece fundamental la actitud de un escritor. Para serlo, todo escritor necesita conservar una capacidad de asombro, lo que Goethe llamaba un sentido de la inocencia. Ningún escritor lo es de veras, creo yo, sin una actitud de curiosidad y de apertura, y por lo tanto de sensibilidad ante las posibilidades de la vida y del lenguaje, y las relaciones entre ambas.
     Una novela no es una copia de la vida real, y con frecuencia no se parece a ella. Sin embargo, toma elementos de ella para crear la ilusión, la representación, la proyección de una vida nueva, a la que informa. Si un escritor no siente apego y fascinación por la realidad de los seres humanos, por sus dramas y búsquedas, por sus anhelos y frustraciones y sus múltiples sueños realizados y las barreras contra las que se enfrentan, en suma por la variedad y la riqueza de lo humano, sus novelas o relatos van a carecer de la ilusión de vida que toda gran obra nos ofrece. Del mismo modo, si un escritor no se emociona ante las posibilidades infinitas de su idioma, ante las técnicas que es capaz de desarrollar, ante la música exaltada o callada de las frases, el poder sensual de su sonoridad y la variedad de sus sutilezas semánticas y de sus técnicas, en suma, si no considera al idioma no sólo como un instrumento de comunicación sino también como un fin en sí mismo, no puede crear una lengua propia que le permita explorar zonas antes no reveladas de expresión. Su verdadera devoción, por lo tanto, será la de descubrir las posibilidades que tiene el lenguaje, el infinito, maleable lenguaje, para expresar a su vez la variedad, la ambigüedad, la infinita potencia de las vidas individuales que observa e imagina.
     Para un escritor, el lenguaje nunca podrá ser simplemente un vehículo de información o de registro de la realidad. Su tarea más bien es un intento por fijar una nueva realidad en palabras, por hacer que el lenguaje reemplace con ventaja al mundo. Por eso, para un escritor, una palabra o una frase es como un talismán, o una piedra preciosa o un objeto de contemplación que no resiste a las explicaciones o a los conceptos. El escritor vive en el mundo, pero también vive para que su experiencia del mundo se cifre en las palabras, para que todo aquello que tiene que ver con la vida pueda ser recreado en el lenguaje. Su confianza, por lo tanto, en el poder de la vida y en el poder del idioma es tan grande que busca explorar sus relaciones, hasta el límite. Sólo un escritor capaz de encontrar el lenguaje adecuado a la diversidad y originalidad de las vidas que busca representar va a crear un idioma propio. Sólo mediante esta exploración de un lenguaje original podría dar cuenta de unas vidas originales.
     Por eso la vida, para un escritor, es la que puede ser contada y dramatizada y exaltada a través de palabras. La vida es, en este sentido, inseparable de las palabras que la cuentan. Si cada personaje vive una vida irrepetible, con características únicas, el escritor tendrá que buscar un lenguaje único que le corresponda. Crear a seres humanos específicos que viven por cuenta propia, que desean, que buscan, que construyen sus propias historias y que hacen todo ello sólo a través de o en las palabras que les correspondan, es la tarea a la que se enfrenta todo escritor. 
     Creo que la materia prima de un escritor no es la vida humana en abstracto, sino las vidas humanas en su diversidad, la de cada uno de los individuos, en su misterio y su ambigüedad y su concreción y su riqueza. ¿Cómo hacer que estas experiencias individuales se traduzcan y se recreen de otro modo? Sólo creando un lenguaje adecuado a ellas.
     A diferencia de los demás lenguajes, el del arte busca representar las esencias contradictorias de la vida, no sus afirmaciones. Todos sabemos que el lenguaje científico, para serlo, busca definir ideas, conceptos, informaciones. No se concibe un lenguaje científico que no precise de un modo definido sus términos. A diferencia del lenguaje de la ciencia, el lenguaje artístico busca expresar justamente la multivalencia de la vida, es decir, la esencial ambigüedad de cualquier vida humana. Por eso no podemos imaginar un lenguaje científico que no sea preciso. Y, del mismo modo, no podemos imaginar un lenguaje literario que sí lo sea. Todo lenguaje literario, por el hecho mismo de serlo, rescata la polivalencia, la ambigüedad, las contradicciones de la vida. Si algún mensaje ha querido dar la literatura desde el comienzo de los tiempos es que de la vida y sus historias no puede desprenderse un mensaje único. Todas las experiencias, así como todas las palabras, tienen siempre más de un sentido.
     Por eso los hechos de la conducta humana no pueden ser definidos por un solo rasgo. Una conducta puede ser a la vez generosa y cruel, bondadosa y mezquina, un gesto puede ser a la vez amable y arrogante. Príamo pidiendo a Aquiles el cuerpo de su hijo Héctor es a la vez un padre humilde y orgulloso y quebrado por el dolor: un rey que se pone de rodillas en su temible gesto de besar las manos homicidas de quien es un asesino pero también un héroe. El de Príamo es un gesto de humildad, pero también de piedad y de superioridad. Lo mismo puede decirse del Quijote, cuya conducta, marcada por sus discursos sabios y sus actos a la vez heroicos y absurdos, es a la vez trágica y cómica, o de Hamlet, que es un personaje a la vez dubitativo y sanguinario, melancólico y violento. Las situaciones de la vida no son fácilmente reductibles a una sola definición o caracterización. Esta ambigüedad de la vida sólo puede ser expresada por un lenguaje ambiguo, un lenguaje que, a diferencia del científico, no procura entender o interpretar, sino nombrar, contar y explorar, es decir, narrar.
     Nos parece difícil pensar en una humanidad sin lenguaje no sólo porque las palabras sirven para comunicarnos, sino también porque ellas mismas son hechos y actos. Gran cantidad de palabras que nos rodean tienen un poder activo, son actos en sí mismas. El hecho de pedir perdón o de perdonar a alguien, por ejemplo, sólo se cumple cuando decimos las palabras «Te perdono», al igual que el acto de insultar o de ofender a otra persona. Lo mismo puede decirse de hechos ligados al mundo del Derecho, como el acto de casarse, que se cumple cuando los novios dicen las palabras «Sí, acepto». La política y la historia están llenas de palabras que son actos. Las guerras, los armisticios, los acuerdos entre naciones son también documentos orales o escritos, hechos lingüísticos. Las palabras son actos y fundan realidades. Creo que esta cualidad preformativa, activa, de las palabras en el lenguaje de todos los días se vive a plenitud en el lenguaje literario. Escribir ficción es nombrar, y por lo tanto crear. Escribir es usar las palabras como actos de creación, como actuación. El Quijote y Jean Valjean y Ana Karenina existen gracias a las palabras.
     Eso es posible porque quizá el lenguaje es la invención más refinada y compleja de todas, un sistema que los hombres han ido desarrollando a lo largo de tantos siglos. Se trata de un sistema de signos que puede llamar la atención de la realidad a la que se refiere, pero también hacer uso de juegos sonoros sensuales y sofisticados; que puede ser preciso y ambiguo, concreto y abstracto, sensual y neutro. Sólo un sistema tan versátil y complejo como el del lenguaje puede dar cuenta, reproducir, dar vida a otro sistema tan complejo y versátil como el de las experiencias humanas.  
     El lenguaje no sólo es un asiento de las ideas, sino también de los sentidos. Un escritor escribe para que sus situaciones y personajes puedan sentirse, es decir, verse, oírse y tocarse, olerse y saborearse. Es su cualidad sensual la que nos seduce. Siempre he creído que el escritor, si lo es de veras, debe tener unos sentidos atentos a la realidad que lo rodea y también a la que imagina. Me parece ilustrativa la carta que le manda Bernal Díaz del Castillo al rey de España cuando intenta describirle la piña, una de las frutas que ha descubierto en el Nuevo Mundo. «Su Majestad, hacen falta los cinco sentidos», resumo lo dicho por Bernal, «para entender este nuevo fruto». En ese deseo del cronista por comunicar el nuevo fruto había también una necesidad de expresarse en el lenguaje de los sentidos ante el asombro que le producía una fruta recién descubierta.
     Uno de los grandes logros de un texto es insertar los sentidos en las palabras, hacernos ver y hacernos oír a los personajes y situaciones en las palabras escritas. Una sonoridad significativa es, por ejemplo, el logro de Alejo Carpentier en las formidables frases de Guerra del tiempo, y de Mario Vargas Llosa en las cadencias de La guerra del fin del mundo, y de José Lezama Lima en Paradiso. La cualidad sonora de estas obras es equivalente a esa otra, la cualidad visual que muestran escritores como Ernest Hemingway, que en El viejo y el mar logra hacernos ver los colores púrpura del pez merlín cuando brota como una centella del agua, y como Joseph Conrad, quien consigue sumergirnos en la luz negra de Londres en El agente secreto. En estas páginas vemos los objetos y los escenarios. Vemos las calles negras de Londres y los colores del pez. El frío que sentimos cuando los viajeros de Jack London pugnan por abrirse paso en el aire del Polo Norte es un ejemplo del arte sensorial, al igual que el aire detenido que siente la pareja de Bajo el cielo protector, de Paul Bowles, esa pareja que avanza con el rostro y el corazón calcinados por el desierto de Marruecos. Siempre he estado de acuerdo con esa frase de Carson McCullers según la cual un texto literario es un tapiz al que la inteligencia del escritor ha hecho el diseño, pero sus sentidos le han dado el color que brilla en él.
     El poder de la sensualidad de la prosa es decisivo para su capacidad de hechizo. Sólo a través de esta capacidad de hipnosis un texto logra secuestrarnos de la realidad y nos introduce en una realidad inaugurada que parece tanto o más verdadera y potente que la que dejamos atrás. El infinito poder del lenguaje para lograr ese traslado a otro mundo, esa «luz de la sugestión mágica en la trivial superficie de las palabras» de la que hablaba Conrad, se ha debido, creo, sobre todo, a su poder sensorial. No puedo olvidar la primera vez que sentí ese poder. Quisiera recordar aquí a mi profesor del colegio, Jaime Campuzano, que nos recitaba en clase las Églogas de Garcilaso. Creo que en esos versos que recitaba gocé y descubrí por primera vez el poder del castellano en toda su expresión. Me parece escucharlo ahora decir frente a la clase esos versos de la égloga iii: «Cerca del Tajo en soledad amena, de verdes sauces hay una espesura». Y luego: «En el silencio sólo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba». Recuerdo la impresión de haber sentido (y uso el verbo sentir en sus dos acepciones) tan de cerca un lugar, las inmediaciones del río Tajo, y el rumor del aire en esos versos. Estoy seguro de que recitar algunos versos memorables frente a un grupo de alumnos, como han hecho muchos de mis profesores, crearía muchos nuevos lectores, asombrados, como lo estuve yo en aquellos años lejanos, ante la revelación del poder de nuestra lengua para expresar y a la vez inventar la vida. Y ya que he hablado de mi primer profesor de literatura, quisiera recordar aquí a otros muchos profesores peruanos que tuve en la Universidad Católica: a Luis Jaime Cisneros, a quien escuché recitar a Borges y a Cortázar en sus maravillosas clases de Lengua; a José Miguel Oviedo, a Enrique Carrión, a Ricardo González Vigil y a Carlos Gatti, con quien además compartí los magníficos seminarios del Instituto Riva Agüero y de la calle Quilca. Creo que ellos me enseñaron una actitud ante los textos, la de leer en ellos la vida, la de sentir esos textos como una fuente de revelación de la vida real y también de una nueva vida. Y al aprender a leer los textos como unidades vivas, quizá intenté también en algún momento cristalizar algo de la vida que me rodeaba en las palabras. Escribir es, quizá, una prolongación del acto de leer, es decir de buscar y encontrar la vida en las palabras.
     Una palabra, una frase, un párrafo, son unidades en movimiento, dotadas de una mente y de una respiración. Son capaces de vivir por sí mismas en nuestra memoria. Quizá esto se debe a que sólo el lenguaje verbal, sólo las palabras, son capaces de integrar todas las experiencias racionales y sensuales de nuestra vida, la fusión de lo objetivo y de lo subjetivo que define nuestra condición. Las palabras nos pueden hacer entender, pero también hacernos ver, oír y sentir una realidad creada con ellas.
Pero, evidentemente, la misión de un escritor no es sólo encontrar las cualidades sensoriales del lenguaje, sino también, y finalmente, hilvanar esas frases en una estructura, la estructura de un relato. Y creo que éste es el tema central que quería compartir, la idea de que la estructura de un relato, cualquier relato, es esencial en nuestra vida. 
     Contarnos historias unos a otros, a nosotros mismos, escuchar, leer, escribir historias, es uno de los impulsos esenciales de nuestra naturaleza y quizá una de las razones por las que la imaginación es nuestra característica esencial. A diferencia de la inteligencia que interpreta la realidad, la imaginación usa de la inteligencia para construir una realidad nueva. Si la inteligencia interpreta este mundo, la imaginación y el ingenio crean otro. Quizá por eso la imaginación es el verdadero salto, en las posibilidades del ser humano. Su origen es incierto, pero tiene que ver, sin duda, con las preguntas que aún nos hacemos sobre el origen de las cosas.
     Quizá en sus inicios la imaginación fue una respuesta a todo aquello que no comprendíamos de la realidad, a todo aquello que nos parecía inexplicable. En los albores de la humanidad los mitos fueron respuestas a las preguntas por el origen del mundo, los cambios climáticos y las leyes de la naturaleza. Si no sabíamos por qué había tormentas o amaneceres, los mitos y leyendas nos daban las respuestas. Hoy, cuando la ciencia y la tecnología ya han explicado esos fenómenos, nuestro asombro ante los enigmas de la vida continúa. Ya no nos preguntamos por los fenómenos naturales, pero sí por las emociones y la conducta humana. Por qué los seres humanos se enamoran o se detestan o se son indiferentes, por qué acometen proyectos o renuncian a ellos; por qué, en suma, actúan de la manera en que lo hacen, sigue siendo acaso uno de los misterios más grandes de cualquier época. Son temas que no pertenecen a las modas o a las corrientes. Como no tenemos respuestas definitivas ante ellos, allí están esos herederos de los mitos, es decir, los cuentos y las novelas, para dar cuenta de nuestro asombro. Las respuestas a las dudas y enigmas que fueron los mitos se reencarnan hoy en los relatos. Cada vez que los seres humanos no han podido explicar algo, han contado una historia. Quizá ése sea el origen de las religiones y de las mitologías, y también del uso de la ficción: una respuesta a lo desconocido.
     Por eso, creo, ningún relato ofrece respuestas, sino nuevas preguntas. Los relatos son modos que tenemos de prolongar y formalizar nuestro asombro. Si de algo me he convencido a lo largo de muchos años de lectura es que ninguna novela nos deja lecciones o enseñanzas o algo parecido a moralejas. Como lectores, agradecemos siempre las nuevas preguntas que las novelas nos hacen, y no sus respuestas. Lo único que cuenta en un relato es su capacidad de ser verdadero, variado y profundo, y no sólo de ser bello o justo o aleccionador.
     Pero si las historias concretas son una respuesta a lo desconocido, a lo misterioso de la vida, también son un puente entre los seres humanos. Intercambiar historias, contarnos historias, reconocernos ante los otros a través de nuestras historias, es una tradición que los seres humanos han seguido desde que se reunían alrededor del fuego.
     Las historias que nos importan, las verdaderas, son aquellas que vienen de lo esencial en la vida de una persona, de las confesiones de su intimidad y las revelaciones de su inconsciente. Son aquellas que expresan quiénes somos y qué nos interesa, a qué le tenemos miedo y qué anhelamos, qué podríamos defender una vez enfrentados a la muerte, y que nos persigue desde nuestra infancia. Vienen de una fuente esencial que con frecuencia ignoramos, y expresan una relación extrema y a veces desconocida con el mundo. Podemos decir que los escritores escribimos con frecuencia sobre aquellos temas que no sabíamos que nos preocupaban.
Desde los primeros hombres que hablaban alrededor del fuego en las cavernas hasta los hombres contemporáneos que se reúnen en una cafetería o en una cantina o en una casa o frente a una computadora para contarse algo, el impulso no ha cambiado en lo esencial: el relato es un puente de comunicación profundo y distintivo. La persona que cuenta la historia de su vida y de sus sueños nos está confiando algo esencial suyo. Los enamorados que empiezan a enamorarse porque intercambian las historias íntimas, los amigos que se reencuentran e intercambian los relatos sobre su pasado, las anécdotas secretas y los hechos ocultos de su experiencia, todos ellos están entregándose algo esencial, una confesión en forma de relato.
     Contar una historia propia, convertir una confesión privada en una historia pública, es así un acto de entrega. Este acto de entrega es similar al que realiza un escritor. El escritor lleva, creo, a la esfera pública las confesiones privadas. Es quien cuenta, disfrazándola de historias de otros, la historia de él o de ella misma. No hay un acto de comunicación más profundo ni más esencial que el que se da entre un lector y un escritor. Un gran escritor será siempre alguien muy cercano para sus lectores, aunque haya escrito en otra lengua y en otro tiempo. Por eso podemos oír hoy el canto embrujado de las sirenas que intentan seducir a un guerrero atado a su embarcación en el poema de Homero y podemos ver tantas veces el paisaje que descubre Dante en el primer canto del Purgatorio, cuando repetimos para siempre su memorable frase: «Dulce color del oriental zafiro». Éstos son bienes de los que gozamos casi siempre en soledad. Escribir, como leer, es un acto solitario. Y escribir o leer pueden ser definidos como una comunicación profunda desde la soledad, como una conversación de dos soledades que salva todos los tiempos y todos los espacios para instalar el eterno presente del lenguaje.
     Y eso se debe quizá a que los seres humanos estamos hechos de historias. Somos personas de historias, desde las que contamos a los amigos hasta las que compartimos en la memoria colectiva, entre ellas las historias que mantienen unidas a las sociedades y a los países, las de su fundación y de sus guerras. Una religión es acaso un conjunto de buenas historias. Una familia es también un conjunto de historias, públicas y privadas. Cada uno de nosotros prolonga las historias cotidianas en esas historias nocturnas propias, hechas de los residuos y los desechos del día, que son los sueños, es decir los relatos que nos hacemos a nosotros mismos y que tienen la autoridad y la verdad de su fuerza, mientras duran. Los seres humanos somos, pues, árboles y ramas de historias, con sus raíces y sus ramificaciones, sus luces y sombras.
     Creo que la vocación por las historias hilvanadas para siempre a las lenguas va a sobrevivir. Ni el cine ni la televisión ni la internet han acabado con las historias verbales. En ocasiones las han favorecido. Los libros, esos instrumentos con los que el hombre extiende su imaginación, van a ser siempre necesarios, ya sea en su versión de papel o en su versión electrónica. Leer, escribir, integrar la vida y la lengua, crear una vida nueva con una lengua propia y común, son actividades que fusionan nuestro instinto por la vida y por las palabras, por la realidad y la imaginación.
     Un escritor es, por eso, alguien que da forma a un instinto, tan indispensable y esencial como cualquier otro. Este instinto es el de imaginar a través de las palabras, el de contar historias. Encontrar la historia propia, y poder contarla con las posibilidades infinitas que nos puede dar una lengua. Hurgar, observar, contar el mundo, cuestionarlo y explorarlo e interrogarnos sobre aquello de lo que somos capaces de hacer, mientras relatamos las conductas instintivas de sus personajes. Éstas son, creo, las actividades de un escritor.
     Por eso un escritor genuino avanza a tientas por sus territorios. No lo guía la búsqueda de una definición de verdades supuestamente eternas como el bien, el amor o la justicia, sino los territorios concretos, con sus obstáculos y desafíos, de las pobres vidas individuales de sus protagonistas. Un escritor avanza en la oscuridad y lentamente con sus personajes. No está iluminado por ninguna búsqueda ni por ninguna misión, salvo la de conocer y hacer actuar a sus personajes. Hacerlos enfrentarse a cada mañana y acompañarlos en sus actividades del día es su primera, quizá su única misión, si cabe una palabra tan pomposa para definir su actividad. Escribir es hurgar en la oscuridad y encontrar un paisaje, una habitación, una calle y en ellas a algunos personajes hechos de la carne y el hueso de la ficción. El escritor hace ese viaje a través de sus personajes, es decir, depende de sus creaciones. Uno escribe en la soledad, pero es una soledad poblada por las voces, los cuerpos y las mentes de sus personajes.
     Ésa me parece una de las grandes gratificaciones de la carrera del escritor, acompañarse de sus personajes. En cierto sentido, crear un personaje, darle una respiración y unos actos y su habla propia, es una de las proezas que más me fascina del trabajo de un narrador. La idea de que un escritor pueda recoger trozos de experiencias distintas, tanto propias como las que descubre en otros, y componer con esos retazos al ser humano que existe en las palabras, me parece un desafío extraordinario. En ese proceso de construcción, el de concebir y desarrollar un personaje, confluyen muchos de sus esfuerzos. Diseñar y presentar a seres imaginarios que algún día pueden tener una vida propia es uno de los procesos más milagrosos de la escritura. Sentir la voz de un ser humano en el silencio de una página es un prodigio. Todos los esfuerzos de un creador deben estar al servicio de la galería de personajes de un libro. Se trata de una galería de seres distintos que uno debe conocer desde dentro, como si fuera uno de ellos.
     La relación con los personajes es una relación de servidumbre. Uno debe criarlos y sostenerlos en las páginas. En este sentido, un escritor se convierte en un esclavo de sus personajes, hasta que llega el momento, durante el proceso, en el que éstos existen por sí solos y empiezan a actuar por su cuenta. No hay un instante más liberador ni más satisfactorio ni más doloroso que el de desprenderse de ellos para que sigan haciendo lo que les parezca en una historia. Alguna vez, cuando me han preguntado por qué los personajes de mis libros hacen tal o cual cosa, he contestado que eso habría que preguntárselo a ellos.
     Quisiera terminar por donde empecé, diciendo que el asombro ante las posibilidades de la vida y ante las posibilidades del lenguaje me parece la única condición de un escritor. Creo que un escritor que se olvide de alguno de estos dos elementos de la ecuación va a perder ese equilibrio. Una atención excesiva a alguna de ellos lo puede convertir en un escritor excesivamente vitalista y elemental o en un formalista sin fuerza.
     Quizá todo lo que he querido decir hasta ahora puede resumirse en una de las historias que cuenta Orhan Pamuk, el escritor turco. Según cuenta Pamuk, en la antigua Turquía un paje se encontraba atribulado por la soledad de su amo, y se propuso remediar esa situación. El paje había conocido a una doncella que, creía, sería la pareja perfecta para su señor. Fue así que se acercó a ella y le dijo que su amo era el hombre perfecto para ella. El paje retrató a su amo ante ella, celebró sus virtudes, lo describió como un hombre maravilloso. La doncella quedó tan conmovida por lo que el paje le había dicho que accedió a conocer al hombre del que tanto le hablaba. El paje la llevó donde él y, cuando la princesa lo vio y habló con el amo, regresó corriendo con el paje y le dijo: «¿Por qué me llevas donde este pobre tonto? Yo estaba enamorada del hombre que tú describías, del hombre que habías puesto en palabras. Sígueme hablando de él, no me hagas perder el tiempo con este pobre hombre que me has hecho conocer», le insistió. Eran las palabras del paje las que habían despertado el amor en la doncella, no la realidad de la que venían. Pero él se había inspirado en esa realidad.
     El doble asombro ante las revelaciones de la vida, de las gentes en las infinitas construcciones y esfuerzos y pesares y derrotas y logros de sus vidas cotidianas y también ante la maleabilidad y capacidad del idioma por reformularse, me parece la única virtud de un escritor. Construir a personajes en sus actos y sensaciones y pensamientos, acompañarlos en la incertidumbre y la desesperada vulnerabilidad de sus vidas, con palabras escritas en la oscuridad, es una de las formas de definir el viaje de un narrador. Es un viaje interminable en el que no hay puertos de llegada, sólo puntos de partida y de transición y de preparación para nuevos viajes. No hay respuestas, sino preguntas y dudas nuevas que reemplazan las anteriores. No hay ideas, sólo hechos y sensaciones. No me imagino una ruta más hermosa ni una aventura más emocionante. Gracias a ella, podremos seguir apreciando el poder de la vida y el poder de esta lengua al interior de la cual hemos vivido y seguiremos viviendo tanto.

 

 

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