La llama en la cabeza / Adolfo García Ortega

En los primeros meses de 1598, la peste pasó por Toledo dejando un rastro de muerte entre ricos y pobres. Me dijeron que de ambos sucumbieron familias enteras. El recuento arrojaba esta cifra: defunción de diecisiete familias y de treinta forasteros, algunos de ellos clérigos, entre los cuales varios dominicos de la Inquisición. De éstos, de los dominicos, ya se dijo que no se quemaría el convento, bastaría con enterrarlos muy hondo. Las casas de los otros, en cambio, tenían que arder hasta que no quedase nada en pie. Era imperativo incendiar las de los muertos y también las de los enfermos, por si la peste se aferraba a ellos. Así la gangrena se atajaba en lo sano. A mí me parecía bien.
     Un día de abril de ese año, al anochecer, con mucho frío, fui con la cuadrilla comunal a la que el Consejo de Castilla había encomendado incendiar las casas de los apestados. Tenía para mí que ese de los incendios era un trabajo piadoso, aunque un poco vergonzante; cada uno de los miembros de la cuadrilla lo asumíamos con espíritu penitente. Debíamos quemar también los enseres de la casa. Y los animales que hubiere. Por el bien de todos, decía la autoridad. Decía también que eran hogueras que iban a purificar la ciudad, aunque yo veía que la ahumaban con una negra niebla.
     Desde el primer día, yo había participado en esos incendios, en ocasiones tan sólo para mirar cómo se consumía el fuego. Con cincuenta y siete años, ya tenía la vida cumplida y me había labrado una buena reputación de pintor. Mi posición era elevada y sabía mantenerla. Y, sin embargo, pese a esa reputación, acompañaba a la cuadrilla sin remilgos, como uno más, sin que tuviera ninguna obligación de hacerlo; para bien o para mal, era mi modo de pagar a la ciudad la generosidad con que ésta me había acogido.
Aun así, sé que me consideraban un individuo extravagante. Respetado, sí, pero no muy querido, porque yo tampoco me dejaba querer; lo decían algunos de mis vecinos a mis espaldas. Lo cierto era que para todos seguía siendo un extranjero, de pocas palabras además, y menos aún de saludos, por mi carácter callado. Era amigo del deán y me llevaba bien con la autoridad, me consideraban un hombre viajado; a mí me divertía que los más inocentes creyeran que había venido de muy lejos, de Oriente, y que eso me hiciera partícipe de la naturaleza de los Reyes Magos.
     Cuando la peste, me permitieron contribuir a la tarea incendiaria porque yo mismo deseaba ayudar a Toledo en sus horas más tristes. «Quiero estar aquí para servir», les replicaba yo a quienes me interpelaban al verme pasar, sorprendidos por mi presencia en la cuadrilla. Después, una de mis miradas cortantes zanjaba la cuestión.
     Esa tarde de abril yo caminaba el último de la cuadrilla, a buen paso, llevando un odre de aceite para lámparas, un pequeño fanal encendido y varios cabos de velas de cera. Mientras caminaba, trataba de concentrarme en lo que íbamos a hacer, pero mi pensamiento se evadía hacia la geometría: cómo meter un círculo en un rectángulo vertical, cómo contener un triángulo dentro de una elipsis. Mi pensamiento solía dispararse con cosas así. Ideas demasiado complejas para un simple pintor de cristos, vírgenes y santos. Sin embargo, en lo que más pensaba era en cómo hacer un cuadro que todavía mi cerebro sólo alcanzaba a concebir de un modo un tanto nebuloso e inconcreto. Un cuadro que habría de formar parte del retablo a cuenta de doña María de Aragón, que me fue encargado de modo providencial, como caído del cielo, hacía dos años y del que ya había pintado varios lienzos de cristos. Pero no había concebido aún el que tendría que ir en la parte superior derecha. No sabía qué pintar en esa parte elevada del retablo. Estaba en blanco, tanto en el marco como en mi mente. Ese hueco se me resistía como un animalillo inatrapable.
     No sé qué buscaba. ¿Más fuego? Lo único que me impulsaba ese día, con una inquietud innombrable, era ver la llama ardiente. Verla una vez más. Necesitaba hacerlo. Por eso iba por esas calles empinadas hasta las afueras de la ciudad, con otros vecinos a quienes apenas conocía de los paseos o las ventas, a incendiar las casas de los apestados.
     La de ese día, en una hondonada a la que acabamos de llegar después de bajar una vaguada como si mondásemos una naranja, me era del todo desconocida. Nunca había venido hasta esos confines de la ciudad, casi el campo abierto, en dirección a Madrid. Oí el nombre y el apellido del difunto dueño, pero tan sólo retuve una palabra: Méndez. Según los alguaciles que comandaban la cuadrilla, toda la familia del infeliz Méndez, quienquiera que fuese, había muerto con él la semana anterior. Forzoso era quemar también sus animales; de éstos se comentaba que Méndez tenía pocos, apenas unas cabras, unos perros y unas gallinas. Me ensombreció la idea de que todas las pertenencias de ese Méndez estuvieran ya malditas por el mero hecho de haber sido suyas.
     Cuando, dos años atrás, concebí el retablo para la anciana doña María de Aragón, lo que me vino a la cabeza fue un deseo irrefrenable de pintar una hoguera. En realidad, lo de siempre. Porque siempre he pintado, a mi modo, una hoguera. Bajo tal o cual forma, sin yo pretenderlo, todo lo que pinto parte del fuego. Es así, soy así. Pienso en fuego cuando me figuro el cuello que tendrá tal o cual Virgen, y pienso en fuego cuando acometo las pantorrillas que tendrá tal o cual apóstol, o la barba de un retrato, o las manos y los dedos de las manos, la musculatura, en fin, hecha una llama ondulante, helicoidal, una columna ascendente, espiral, inestable, atrevida, blanca, roja, verde, azul, y luego con las gamas subsiguientes de mezclar esos colores, más el sonido elemental, crepitante, siempre fatídico, que suena al arder. El fuego inasequible al reposo y lejos, muy lejos, del dibujo.
     ¡Cuántas hogueras llevaré vistas en mi vida! A nada se parecen en este mundo. Causé una en Roma, en 1572, cuando el mayordomo del cardenal Farnesio me pilló absorto ante las llamaradas de unos tapices de los que salía un humo denso; según testigos, yo los había prendido sin necesidad, sólo por un gusto irrefrenable. Y causé otra en el Escorial, en 1576, cuando un fraile agustino me detuvo tras quemar un arbusto junto a un rebaño de ovejas, de las cuales dos ya ardían entre balidos estremecedores.
Todos esos fuegos y otros más los recordaba yo muy bien ese anochecer frente a la casa de Méndez. De hecho, mi vida errabunda por las cortes veneciana y española había dependido más del fuego que del arte, pero éste es mi secreto, nadie tiene por qué saberlo. Sólo yo conozco la razón por la que he acabado marchándome de los sitios donde he residido —la Candía de mi madre, la Venecia de Tiziano, la Roma de Orsini, la Madrid de Arias…—, esa necesidad de ver arder las cosas ante mis ojos. Ahora la peste había sembrado Toledo de hogueras y yo iba a mirarlas. Iba incluso a empezarlas, como la que estaba resultando de la casa del malogrado Méndez.
     Pero yo seguía pensando a tientas en el cuadro que debía pintar, porque seguía sin saber qué motivo debía elegir. Nada me inspiraba.
     De pronto, un movimiento brusco acaparó la atención de cuantos estábamos allí reunidos. Fue después de oír un fuerte ruido que provenía del interior, el crujido de la madera al desprenderse. Para nuestra sorpresa, por la puerta de la casa del apestado salió una mujer con la cabeza envuelta en llamas y profiriendo gritos horribles. Detrás de ella, casi pisándole los talones, corría otra mujer, ésta más joven, gritando también. Ambas se arrojaron al suelo y se revolcaron en la tierra como posesas; consiguieron apagar las llamas de una parte de sus ropas, pero no las de sus cabellos, hechos una bola de fuego.
     Yo estaba fascinado, hechizado, aunque en realidad nada de lo que estaba viendo en ese instante era nuevo para mí. Ya había visto otras cabezas ardiendo como ésas. Por ejemplo, la de mi madre y la de mi hermano, Manussos, sin ir más lejos. De eso hacía muchos años. Fue un fuego blanquecino, levemente amarillento, que yo mismo prendí en sus cabezas mientras dormían. Lo hice porque tuve la pretensión de comprobar cómo sería una llama de verdad saliendo de una cabeza de verdad. Puse un poco de cera y un pabilo aceitado en el pelo de mi hermano y en el de mi madre; luego, ni corto ni perezoso, les prendí fuego con una yesca. Por fortuna, no hubo nada grave que lamentar: se despertaron a tiempo, asustados y dándose manotazos en el cráneo para apagarse los pocos cabellos incendiados. Mientras tanto, yo me asombraba de la hazaña que había hecho.
     Pasé a preguntarme qué parentesco tendría Méndez con esas mujeres. Y el de esas mujeres entre sí, ¿cuál sería? ¿Madre e hija, hermanas, primas? En la cuadrilla nadie respondía a esas preguntas, más pensadas que dichas, mientras las dejábamos quemarse. Nadie se acercó a apagar sus cuerpos porque todos suponíamos que esas mujeres eran también apestadas. Si no, ¿por qué estaban en la casa de un apestado que había muerto y en la que se suponía que ya no habría nadie porque se contraería la peste de inmediato? Hacía días, además, que estaba cerrada a cal y canto y que el apestado y toda su familia habían fallecido. ¿Quiénes eran, pues? ¿Amigas de la familia? ¿Enfermas olvidadas? ¿O sólo dos miserables que no sabían dónde se habían metido a pasar la noche? ¿Dos pordioseras que huirían tal vez de otra casa de otro apestado, por consiguiente doblemente apestadas también? Era lógico que en la cuadrilla obrásemos con prudencia y no nos acercásemos a ellas; sólo podíamos dejarlas consumirse en su propio fuego, con sus ropajes rojos y blancos hechos una tea ardiendo.
     Tuve entonces una certeza.
     Ante esas dos cabezas llameantes surgidas de la hoguera en que se había convertido la casa, comprendí por fin. Se abría paso una idea luminosa. Comprendí que lo que debía hacer era un Pentecostés. Lo decidí de golpe. Porque de golpe era como todo me estaba remitiendo a los hechos de Pentecostés. Los reconocí punto por punto.
     Recordé todos los iconos dorados con llamitas pintadas que había habido en mi vida, muchos de ellos vistos en el taller del sereno Philipos Paleologós, mi maestro bizantino. Iconos que yo ayudé a pintar, en los que se recogía la escena de la que habla el Nuevo Testamento. Este dice que, en Jerusalén, siendo la festividad de Pentecostés y estando los apóstoles reunidos en torno a la Virgen María, se levantó el viento, oyeron un fuerte ruido en la casa y vieron en la bóveda iluminada al Espíritu Santo descender en forma de paloma; luego aparecieron unas lenguas de fuego sobre sus cabezas y todos empezaron a hablar lenguas extrañas. Para mí, un prodigio fabuloso.
     No pude evitar creer que estaba viviendo una humilde copia de aquellos hechos extraordinarios, narrados en el Libro Sagrado. Primero, fueron los ruidos que habíamos oído. Luego, fue la visión de las llamas en la cabeza. Y en cuanto al Espíritu Santo, el aleteo de un grajo hizo las veces. Me pregunté a continuación si habría más gente en la casa de Méndez, aparte de esas dos infelices. Me sobrecogía la idea de que las dos mujeres no estuvieran solas, aunque de haber más personas en la casa, pocas o muchas, éstas ya se habrían abrasado, pues un viento intempestivo —¡advertí que también había viento!— se levantó de pronto y atizó las llamas con rapidez. ¿Y el don de lenguas? Los gritos de las dos mujeres, que hasta hacía poco nos causaban espanto, habían cesado; me figuré de repente que esos chillidos inauditos que profirieron al límite eran un idioma ignoto, el lenguaje que pone en la garganta la vida cuando da paso a la muerte, y que todo ser viviente, animal o humano, habla.
     Así que eso será lo que pinte, me dije, asumiendo la revelación. Las piezas encajaban en mi cerebro una tras otra. Lo tomé por una señal, y de ello me convencí. Pintaría en el retablo la luz que venía de arriba. Intuí el motivo sobre el que habría de caer la luz (todos, Virgen y discípulos, formando un corro) y el foco del que se irradiaría (la paloma blanca del Espíritu). Todo igual a como sucedió en aquel Pentecostés primigenio. El fuego sobre las cabezas. La unción ígnea que distingue y revela. Lo estaba viendo en ese instante. En las llamas que brotaban de esas mujeres. Gracias, gracias, gracias, quienes seáis, murmuré para mí.
     Quizá fuera ésa la causa por la que yo no podía dejar de mirar esas cabezas ardientes. Había vuelto a ver allí la llama, figurada o real. Porque, aunque no era en verdad una llama propiamente dicha, para mí no había duda de que lo era. Todos decían que estaba un poco loco; yo no lo ignoraba. Un loco visionario que quemaba cosas, además, eso decían de mí. Así que para qué fingir. Mis ojos nunca han dejado de ver fuego. Ese fuego que habita mi mente ya es un mal incurable que siempre me acompaña. O un bien.
Transcurrida la noche, la lumbre de la hoguera empezó a apagarse en la oscuridad de la hondonada. Cuando todos los de la cuadrilla se fueron, me senté sobre una piedra y avivé las brasas con un palo largo, buscando retener en la mirada el último rescoldo de la llama, por débil que fuera. Los molestos grajos alborotaban a mi lado y los perros aullaban por los alrededores. Improvisado oficio de difuntos, pensé. Frente a lo que fue la casa de Méndez no había nadie más; de los vivos, sólo quedaba yo, el griego de pocas palabras, porque las dos mujeres desconocidas, medio carbonizadas, cuyo desagradable olor el viento expandía al azar como una segunda peste, estaban bien muertas. Con una mano embozando mi cara por el olor, permanecí allí sentado hasta el amanecer. Lo hice por respeto y gratitud a ellas, mis inspiradoras.

 

 

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