Brahms o la ensoñación / Pablo Montoya

La relación de Brahms y Borges es inquietante. Mucho más que la de Brahms y Sabato. En primer lugar, por el aspecto casi insular de la presencia de la música en la obra de Borges. Fuera del tango, que podría entenderse como el vínculo que establece un joven poeta argentino con esa suerte de épica de arrabal, de «mitología de puñales», que más tarde habría de erigirse como un distintivo de identidad nacional, la música parece estar desalojada de este universo literario. Sin embargo, en La moneda de hierro aparece el homenaje a Johannes Brahms. Y entonces surge, centelleante, el gesto de gratitud por el hombre que es dueño de ese «río que huye y que perdura». Borges se declara intruso en aquellos jardines trazados por los violines. E, incluso, confiesa ser un cobarde y un triste y, en todo caso, alguien incapaz de cantar la «magnífica alegría —fuego y cristal— del alma enamorada» de Brahms. Una vez más el poeta se considera inferior al músico. «Mi servidumbre es la palabra impura», dice el verso. Borges, de este modo, ingresa a esa tradición que siempre ha tomado a la música como la mejor dotada entre las artes para expresar el símbolo, el espejo y el gemido. Hay algo, empero, que quisiera resaltar en esta ponderación de Brahms: la alusión a la alegría.
     En efecto, existe un Brahms transparente y grato como una dádiva. Como si escucharlo tuviese que ver con la sensación de frescura que nos deja el agua en la garganta sedienta, con el paisaje solo y salvaje que consuela en medio de la vulgaridad y el bullicio. Pero Borges no se refiere a este tipo de sensaciones, así hable de los jardines prodigiosos de la música. En realidad, pareciera que lo que para él representa la alegría consiste en que Brahms es capaz de nombrar lo innombrable, o mejor dicho, la pureza que tan desesperadamente busca esa miseria que solemos llamar arte. En esa misma dirección está el Brahms que celebra Sabato. En las notas al «querido y remoto muchacho», uno de los capítulos más luminosos del sombrío Abadón, el exterminador, Sabato se refiere al dolor y a Brahms. Habla de un temprano compositor que, incomprendido por el público que escucha su primer concierto para piano, estrenado en Leipzig en 1859, lo abuchea y le arroja basuras. Sabato celebra, de la mano de Brahms, a aquel que es capaz de hundirse en los núcleos del sufrimiento y, sin atender a las exigencias de un público que está a la espera de los virtuosismos de la moda, es capaz de hacer un llamado a través de la música. Sabato aconseja a su amigo distante, que es como un equivalente latinoamericano del joven poeta para quien Rilke redacta sus cartas, que se acoja al paradigma de Brahms. Que en vez de ponerse a suscitar aplausos por las acrobacias técnicas, entable una lenta conversación, silenciosa y profunda, con el arte. Y para ser más explícito aún, en Abadón, el exterminador se mencionan también las trompas melancólicas que, según Sabato, hacen un especial llamado en la Primera sinfonía de Brahms.
     Pero de qué hablan, si es que la música habla con una claridad suficiente como para hacer balances interpretativos, esas trompas que en el compositor de Hamburgo suenan con tanta insistencia en su morada sinfónica. Es difícil responder algo fiable en este terreno, pero por ahora digamos que la música de Brahms es un consuelo. Está hecha para que nos sintamos acompañados, según Sabato, en la resistencia que genera el mundo de los mediocres y los vulgares: «Aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado, tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos».
     Dolor y desdicha y entre ambos un puente espejeante que se construye con sonidos. Impresiones definitivas y amargas atravesadas por un bálsamo etéreo. Pero hasta qué punto podemos decir que comprendemos la música de Brahms. Ella expresa tal vez eso que Colette definía como «la melancolía de los elegidos», que es una de las formas de ese «extraño romanticismo nórdico» tan característico del compositor. Así fue, entre otras cosas, como Liszt definió la música de ese muchacho de veinte años que fue a visitarlo por recomendación de Schumann. Liszt entonces, en 1853, era el gran maestro de Weimar y estaba rodeado de princesas y banqueros y de búsquedas intensas de la música del porvenir. Mientras que el joven de ojos extremadamente azules sólo trataba de revelar en el piano sus impresiones frente a la naturaleza de su tierra, de esa Alemania que empezaba a recorrer, y frente al amor que no demoraría en visitarlo, pero que desde entonces le mostraba su condición escurridiza.
     No obstante, es recomendable alejarse del usual patetismo de Sabato para decir que la música de Brahms fue aplaudida y celebrada y que, a excepción de unos cuantos episodios de su juventud, su obra siempre fue bien valorada. Schumann lo escuchó el 1 de octubre de 1853 y no vaciló en escribir que Brahms tenía todos los atributos del genio y era el músico esperado para los nuevos tiempos. Más tarde, Hans von Bülow dijo que él era la tercera B de Alemania, luego de Bach y Beethoven. En la recepción de su obra, es verdad, se atravesó una figura aún más fenomenal que la de Liszt, cuya música tanto se opone a la de Brahms. Esta figura fue Wagner. Al lado de la música del porvenir, se generó un grupo de choque comandado por aquél. A diferencia de estos músicos, que tenían como aliada a la literatura y las luchas revolucionarias de entonces y la necesidad de ir desbaratando la tonalidad, Brahms se hundió en los tesoros insondables de la tradición y la música pura. No estuvo, por otra parte, de un lado para otro pidiendo dineros para teatros utópicos y gritando a grandes voces que lo suyo era lo nacional y lo verdadero. Como Schumann, que fue su maestro, Brahms se refugió en lo Clásico y comprendió que el Romanticismo, al decir de Mathias Claudius, era la reconciliación del orden sabio con la espontaneidad popular. Por su búsqueda tan personal en el universo pianístico, por su modo de tratar la orquesta sinfónica que, en esencia, es la misma orquesta utilizada por Beethoven, por su confianza depositada en la íntima atmósfera de la música de cámara, Brahms es como una isla en este océano embravecido de obras altisonantes y tremebundas de la segunda mitad del siglo xix.
     Pero además de este rasgo clásico en su música, está el amor. Hay una característica del niño y adolescente que siempre se considera a la hora de entender su resolución de no comprometerse amorosamente con nadie. Brahms nació en una familia humilde y desde muy temprano debió ayudar en la manutención de la casa. El padre, músico de orquesta, tabernas y restaurantes, llevó a su hijo al puerto de Hamburgo y allí tuvo el infante una especie de iniciación en el mundo de las mujeres públicas. Se dice que era el primor de ellas y les suscitaba todo tipo de ternuras y elogios maternales y no del todo inofensivos. Brahms habría de saber desde muy rápido que el goce de los sentidos es una cosa, y amar otra bastante diferente. Lo primero Brahms lo obtuvo sin mayores problemas en una época en que pagarle a una prostituta era parte de la educación sensorial de los hombres. Lo segundo también lo consiguió en mujeres de alta sociedad, intelectual y musicalmente estructuradas, pero no se sabe hasta qué punto todo esto no fue más que un goce o un padecimiento de puro orden platónico. La oscilación entre dos circunstancias opuestas quizás incidió en la personalidad del compositor. Brahms es uno en la música y fue otro en la vida de todos los días. Al lado del hombre ordinario y basto, que no tenía gusto en el vestir y se excedía en las palabras cuando bebía y gustaba de la glotonería, está su música, que es como un remanso de exquisitez. Un bosque en donde se busca y se encuentra esa belleza que no es más que una confluencia perfecta y mágica entre contenido y forma. En todo caso, frente a las mujeres, esta prematura relación con las putas llenó a Brahms de prevención frente a las féminas de la alta sociedad que posiblemente amó.
     Uno de los capítulos singulares de la vida amorosa de Brahms, y que ha suscitado todo tipo de digresiones, es su relación con los Schumann. En primer lugar está su admiración por el maestro, que terminará loco en el manicomio de Endinach y en cuya tumba Brahms depositara una ofrenda de gratitud y respeto. Esa particular continuación de un camino, el de Schumann, que acaso no se culminó del todo y que Brahms parece llevarlo hasta su verdadera madurez. Hay un diálogo conmovedor entre el universo sinfónico de Schumann y el de Brahms. Esos matices que hablan de una subjetividad que se sumerge en el paisaje geográfico con la misma intensidad con que lo hace en el paisaje de las emociones personales. Un crítico del todo antibrahmsiano como lo fue Vicent D’Indy decía que Brahms hasta tenía las mismas fallas sinfónicas que Schumann. Hasta en los defectos se parecían, decía el francés. La música de cámara de ambos, sus tríos y cuartetos con piano, establece, igualmente, una serie de atmósferas de claroscuros que van y vienen entre estas sensibilidades hermanas. En el piano, además, Brahms le rinde un inolvidable homenaje a Schumann en las dieciséis variaciones que hace sobre un tema suyo. Y, sin duda, el interés de Brahms por el clarinete, un interés que marca la soledad y el encuentro con la muerte en los últimos años, viene del modo en que Schumann se ocupó de este instrumento que alcanza, en los dos, su máxima cima expresiva.
     Pero esta relación de Brahms con Schumann adquiere un contorno especial cuando aparece en el medio Clara Wieck. No existe en la historia de la música una relación amorosa más llena de evidencias como de enigmáticas lagunas interpretativas. Los dos se enamoran en ese mismo encuentro que se lleva a cabo en la antesala de la locura de Schumann. Sin embargo, Clara era una madre de ocho hijos y mucho mayor que ese joven vagabundo, de cabellos dorados y ojos profundamente claros, que quedará por siempre prendado de ella. El vínculo dejó una correspondencia que, en parte, fue quemada en vida de los dos amantes para no generarle motivo de hablilla a la curiosa y siempre impertinente posteridad. Y está la pasión fugaz que tuvo Brahms por la hija de los Schumann: Julie. Bella muchacha que a los veinte años le recordará al maduro compositor a su madre joven. Brahms, desfogado por la gracia de la doncella, compondrá sus Liebeswalzer y se los dedicará a pesar de la evidente incomodidad, celos tardíos, de una Clara ya anciana. Como Schumann, Brahms tuvo entonces en la Wieck no sólo una partidaria incondicional de su arte, sino que fue también su intérprete. Casi toda la música para piano compuesta por el compositor, era Clara quien la revisaba y tocaba. Fue sin duda una de sus críticas más fuertes a la hora de evaluar composiciones que no la satisfacían. Y aquel llamado que hacen las trompas de la Primera sinfonía, mencionado por Sabato, en realidad, van dirigidas a esa mujer amada.
     Del Brahms viejo y fascinado por las jóvenes, aunque siga fiel a su amor venerado, hay una fotografía. Tiene una fecha y un lugar: la residencia de los Fellinger, en Viena, el 15 de junio de 1896. Su autor no se conoce. Brahms es ese hombre que estamos acostumbrados a querer: bajo y gordo, con su puro infaltable consumiéndosele en los dedos y la barba y los cabellos blancos de un patriarca sin prole, pero que ama a los niños como aquel gigante egoísta de Wilde. Brahms era un soltero empedernido con una causa indestructible: la música. Y desde que era el más célebre compositor de Viena, y el más importante músico de Alemania, gustaba pasar sus temporadas de asueto en casa de sus amigos más queridos. De este último periodo data el que es uno de los grandes tesoros de la música de cámara de todos los tiempos: sus obras para clarinete. En 1890, Brahms pensaba dejar de componer y dedicarse por fin a los amigos, a los viajes, al buen comer, al buen beber, a la lectura de sus poetas preferidos —entre los que Henrich Heine ocupa un lugar especial. Pero entonces escuchó a Richard Mühlfeld, clarinetista de la orquesta de la corte de Meiningen. Y hasta allí llegó aquella idea peregrina de Brahms. Para Mühlfeld compuso el Trío para clarinete, op. 114; el Quinteto para clarinete, op. 115, y las Dos sonatas para piano y clarinete, op. 120. Estas dos son las penúltimas obras que escribió el compositor en 1894. En ellas sólo hay una emoción despojada, una conciencia de que todo llega inexorablemente al fin y que no es necesario establecer balances solemnes y ruidosos, sino retirarse en silencio. En estas sonatas, especialmente en el andante un poco adagio de la primera, el clarinete sondea un mundo íntimo, distante de las estridencias, melancólicamente dulce y ensoñador. Un clarinete que susurra la verdad de un yo enamorado. Única verdad que es posible pronunciar cuando se es un viejo como Brahms, fiel desde siempre al inasible amor.
     Pero volvamos a Borges. Porque Borges introduce en su cuento «Deutsches Requiem» una alusión sombría a Brahms. Otto Dietrich zur Linde es el director de un campo de concentración nazi y por orden suya se ha torturado y se ha asesinado. Antes de ser ejecutado intenta una justificación de su vida y sus actos. En algún momento, porque es un hombre educado en el buen sentido de la Kultur germánica de entonces, confiesa: «No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer». La idea, tan cara a Borges, es que el hombre abominable también comprende la esencia de la obra de los elegidos. Los verdugos nazis no fueron bastos y vulgares. El crimen en ellos logró un sospechoso vínculo con la belleza. Escuchaban la gran música y leían la gran filosofía. En este sentido, es factible que Borges haya puesto entre los gustos de su personaje, extremo y culto, el amor por Brahms. ¿Se trata de un capricho de autor? Es decir, el músico que para el Borges poeta representa la máxima dicha, la de la música que se torna poema, pasa al Borges cuentista y se metamorfosea en una suerte de patrimonio de la infamia. Es posible que sea así. Pero también es factible considerar que Borges hacía algo que interesó a ciertos escritores latinoamericanos de esa época. Lo de Borges es similar a lo que hizo Carpentier en Los pasos perdidos, cuando muestra que los nazis en los campos de concentración eran tan cultos que cantaban la Oda a la alegría de Beethoven. Del mismo modo, Borges pone al lado del horror una de las obras maestras de Brahms: Ein Deutsches Requiem. Un balance de un nazi, en donde no hay culpabilidad ni miedo, con este fondo musical luctuoso, es una de las posibles lecturas del cuento. La certeza en Zur Linde de que la Alemania fascista no sólo es incumbencia de un grupo de exaltados perniciosos, sino de todos los hombres, hasta de los más inteligentes. Y es aquí que la inquietud se instala de inmediato: ¿hay una relación entre Brahms y el nazismo? ¿Dijo algo el compositor de las tabernas de Hamburgo, el de los bosques aledaños a Viena, el de sus viajes de ocio a Italia, ese músico al que le gustaba beber cervezas y comer salchichas como todo buen alemán, que fuera cercano al credo nacionalsocialista de años después? La verdad es que me resisto a creer que hubo puentes de esta índole entre Brahms y la política. Si hay algún arrebato de tipo nacionalista en su música, se podría sentir en su Obertura académica, que es un obra hecha sobre un popurrí de canciones estudiantiles alemanas. Se sabe que en su apartamento de Viena había un busto de Beethoven y otro de Bismarck. Lo cual confirmaría las simpatías de Brahms hacia el conservador creador del gran imperio alemán. Imperio que más tarde defendería con rabia extraviada Adolf Hitler. Pero estas relaciones acaso sean caprichosas. Leído el cuento de Borges y escuchado una vez más el Deutsches Requiem, prefiero aferrarme al Brahms nocturno e infantil, al insondable pozo de poesía y música que albergan sus canciones. Al de su breve Wiegenlied, por ejemplo, que podría escuchar sin cansarme muchísimas veces. Porque con esta canción se pueden cerrar los ojos y entregarse a una tranquila y definitiva noche.

 

 

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