John McGahern

 

Por qué estamos aquí 

GILLESPIE PROBÓ la McCullagh de segunda mano apenas volvió del remate. Cortó leña para el hogar de algunas ramas caídas que había apiladas contra la pared de la casa. Funcionaba perfectamente.
    «Ahora, a borrar la evidencia. A menos que me equivoque mucho, no va a tardar en aparecerse husmeando», le dijo al perro. Llevó la motosierra y la leña al cobertizo y dispersó el aserrín entre el pasto con la bota. Después se tiró un pedo. «Un gran alivio al atardecer, gracias a Dios», dijo suspirando, mientras esperaba que le llegara a la nariz el olor de la cerveza en descomposición bebida en Henry’s luego del remate. Miró otra vez el pasto junto a la pila de ramas. «No queda mucha evidencia, que yo vea. No hay nada más que hacer, salvo esperar a que caiga».
    Estaba esperando en la puerta cuando Boles apareció en el camino: el lento golpeteo del cayado al ritmo de los viejos pies en pantuflas, la orden seca a su perro al ver un auto que venía de Carrick, brillo de ungüento sobre el eczema del rostro.
    —¿Un poco de ejercicio, Mr. Boles?
    —Los cuarenta pasos de siempre antes de que anochezca —respondió Boles, riendo.
    Los perros habían empezado a dar vueltas, olfateándose uno al otro, desparramando las hojas de tejo caídas en el suelo. Estaban a la sombra, donde el árbol se inclinaba sobre la entrada.
    —¡Le sale la energía por los poros, Mr. Boles! Nada detiene a los jóvenes en estos tiempos…
    —No se puede retroceder el reloj. Y se le está acabando la cuerda.
    —No hay futuro en esa forma de pensar. Si me pregunta, usted todavía está para correr diez Beechers.
    Observaron a los perros que trataban de montarse uno al otro, girando en círculos sobre las hojas muertas del tejo, sus flautas erectas, la carne rosa desenvainada; a lo lejos, un burro llenaba con gran regocijo el atardecer.
    —¿Mucho trabajo estos días? —preguntó Boles.
    —Lo mismo de siempre. Fui al remate.
    —¿Vio algo?
    —No, la chatarra habitual. El Ferguson se vendió a cien. No justificaba levantarse.
    —Las cosas usadas son un riesgo, no hay garantía —dijo Boles, y entonces cambió de tema—. ¿Escuché un motor por aquí hace una hora?
    —Ninguno que yo conozca.
    —Juraría que escuché un motor entre el huerto y la casa hace una hora.
    —El campo está lleno de motores en estos tiempos, Mr. Boles. No se puede confiar en los oídos para decir de dónde vienen.
    —Es extraño —Boles no estaba satisfecho, pero cambió otra vez de tema—. ¿Alguna noticia de Sinclair últimamente?
    —Los que fueron a Croke Park lo vieron por Amiens Street con una bolsa de compras vacía. Dicen que se veía alterado. No va a estar mucho entre nosotros.
    —Nunca pareció muy sano. La ignorancia y el hastío de la gente de esta parte del país son terribles, sencillamente terribles —dijo Boles imitando pausadamente el acento inglés—. Eso es lo que le dirá en la puerta a Pedro. Un hombre extraño.
    —Tocado, eso es todo. Llegué a conocer bien su carácter, el verano que le compré este lugar y estaba esperando que se fuera.     Solía aparecer y ponerse a despotricar como un descosido, sobre todo cuando yo estaba cerca de la casa, guadañando allí entre los manzanos. La ignorancia y el hastío, pero nada de sus propios modales ni de la lluvia, hablando de un hombre inteligente a otro, si me permite, ¡oh mundo sin fin por los siglos de los siglos, amén, Dios nos libre! Hasta pretendió enseñarme a afilar la guadaña.
    —Yo lo traté quince años aquí.
    —Demasiado tiempo, yo diría.
    —Era una persona extraña. Sufría de melancolía.
    —¿Pero no tenía una pensión de ese funicular de Valencia?
    —No, no era el dinero lo que le preocupaba. Ignoramos por qué existimos, Mr. Boles. Por qué nacimos. ¿Qué sabemos? Nada, Mr. Boles. Sencillamente, nada. Rascarnos el culo, refinar nuestra ignorancia. Tratar de ver alguna forma o hechura en la nada que conocemos —volvió a imitar Boles.
    —Ése era su estilo, sin duda, la naturaleza de la bestia. No era asunto de nadie cómo trataba a su esposa.
    —La conoció en Valencia, una joven del correo. Él solía cortar leña en la plantación, recuerdo, y cuando había cortado suficiente tocaba un silbato que tenía. Apenas escuchaba el silbato, ella iba corriendo con una soga. Era terrible verla tambalearse por el prado con una carga de leña en la espalda y él caminando atrás, golpeando las margaritas con la sierra al grito de fore!
    —Pobre perra dócil. Conocí algunas que ya le darían fore… y el tamaño que tenía con esos pantalones de golf. Debió quedarse donde pertenecía.
    —Estoy reducido a la ambición final de querer regresar para mirar el paño de la mesa de billar del Prince of Wales, en Edward Road. Aunque tal vez la hayan sacado. Signo de una juventud desperdiciada, la maestría en billar —imitó Boles una vez más.
    —A mí me habló de lo mismo en el huerto. Un bicho raro. La idea de Lutero sobre las mujeres. La cama y el fregadero. Lo mismo da entablar una conversación seria con un cerdo que con una mujer. Todas las velas fueron hechas para arder ante el supremo altar de sus conchas. No fue ningún ataque de fe, permítame decirle, buen señor, lo que condujo a mi conversión. Lo que me arrastró a la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana de ustedes fue mi miembro viril. No olvidaré así nomás cómo salió con aquella ocurrencia.
    —Tenía una curiosa mezcla de lenguaje, a veces —dijo Boles.
    —Y después de todas sus insolencias termina con una bolsa de compras vacía afuera de la estación de Amiens Street.
    —Una lección, pero a mí me agradaba… Magnífico aroma a manzanas, ¿no?
    —Pudriéndose en el suelo. No vale la pena recolectarlas. Excepto unos pocos quintales para Breffni Blossom. Las magulladas no les interesan.
    —Antes que se pudran en el pasto…
    Los automóviles que pasaban tenían ahora las luces encendidas. A una milla de distancia, atravesando campos con cercas de piedra, pasaban las ventanas iluminadas del diesel de las nueve y veinte.
    —El tren a Sligo.
    —Vacío, supongo.
    —Supongo… Hora de moverse en dirección general de la cama.
    —¿Cuál es el apuro? Ya habrá mucho tiempo de estar acostado al final. ¿Cómo anda el eczema?
    —Tranquilo, mientras no me acerque a la madera. Tengo esta cosa para mantener lejos a los mosquitos —se pasó ligeramente el dedo por la mejilla.
    —Si todo estuviera bien, no apreciaríamos nada.
    —Pero hubiera jurado que hoy escuché una sierra por aquí —dijo Boles mientras volvía al camino.
    —Debió venir de otro lado —lo contradijo Gillespie—. No es ninguna broma lo que el viento puede hacer con los ruidos.
    —Apenas si había una gota de viento hoy.
    —Es sorprendente lo que puede hacer incluso un poco, como dijo la mujer cuando se meó en el mar —respondió Gillespie, riendo agresivamente.
    —Estaba seguro, pero es hora de irme —dijo Boles y llamó a su perro.
    —No lo retengo, si debe hacerlo, aunque la noche es joven todavía.
    —Buenas noches, entonces.
    —Buenas noches, Mr. Boles.
    Lo observó irse, el suave golpeteo del cayado al compás de sus pies en pantuflas, la orden al perro cuando las luces de un auto que venía de Boyle inundaron el camino.
    «Eso le dará algo en qué pensar», murmuró Gillespie, llamando a su perro y volteando hacia la casa.

TRADUCCIÓN DE GERARDO GAMBOLINI

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JOHN MCGAHERN
(1934-2006) es unánimemente considerado uno de los mayores narradores irlandeses de todos los tiempos. Publicó las novelas The Barracks (1963), The Dark (1965), The Leavetaking (1975), The Pornographer (1980), Amongst Women (1990), That They May Face the Rising Sun (2001). Es asimismo autor de los cuentos incluidos en Nightlines (1970), Getting Through (1978) y High Ground (1985), posteriormente reunidos en The Collected Stories (1992), y de Memoir (2005).

 

 

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