Revisando el cine mexicano* / Paul Julian Smith

Festival Internacional de Cine en Guadalajara

 

Repitiendo y renovando
En octubre de 2008, una edición especial de la revista cultural Letras Libres puso en su portada una imagen evocativa, basada en un grabado del siglo xix, del Zócalo de la Ciudad de México. A la izquierda está la catedral, que se ve como siempre se ha visto, pero a la derecha, perfectamente preservado, está el templo azteca, destruido hace mucho tiempo, que originalmente se encontraba en ese lugar, con todo y la bandera mexicana, izada con orgullo en su cima.
     Dentro de dicha edición se publicó una colección de ensayos consistentes en versiones alternativas (o «revisiones») de la historia mexicana que imaginaban (como en la imagen de la portada) que las culturas española y azteca habían llegado a un acuerdo, o incluso que las civilizaciones indígenas habían conquistado a los conquistadores y sobrevivido hasta nuestros tiempos. De acuerdo con el editor de la revista, «México es, para bien y para mal, lo que es. Pero pudo haber sido de otro modo». Estos «pasados imaginados» o «Méxicos invisibles» son «fantasmas», utilizados para «combatir el determinismo histórico y la resignación intelectual».
     Este primer capítulo explora algunas revisiones recientes de la narrativa nacional del cine mexicano, que quizá son similares a las sugeridas por Letras Libres en el caso de la nación mexicana, y las cuales ofrecen perspectivas radicalmente diferentes en cuanto al desarrollo de este cine. Estas revisiones son: la edición especial de Artes de México, titulada precisamente «Revisión del cine mexicano», que se enfoca en la llamada Época de Oro; la reinterpretación de Julia Tuñón de dicha Época de Oro desde la perspectiva de género y estudios de la mujer (una aproximación feminista mucho menos familiar en México que en Estados Unidos o el Reino Unido); y dos recientes estudios de caso sobre el cine mexicano, del Reino Unido y México, por Andrea Noble y Lucila Hinojosa Córdova respectivamente. El capítulo concluye con una discusión de tres largometrajes del milenio que ejemplifican este proceso de revisión (de repetición y re-creación) que he propuesto como un proceso central del cine mexicano actual y su relación con el pasado. No es coincidencia que los tres traten el tema de la adolescencia, emblemática en un cine que, a pesar de una larga y rica historia, todavía se contempla a sí mismo como algo inmaduro y subdesarrollado.
     Pero primero debo plantear unos cuantos comentarios sobre el concepto de «revisión» que propongo. En un contexto historiográfico, el término «revisionismo» tiene matices en inglés que son contradictorios, e incluso perturbadores. Por un lado, se usa en casos de transparente deshonestidad ideológicamente motivada, como la negación del Holocausto; pero también se utiliza, como en su cognado en español, para nombrar un proceso continuo y necesario en el que las ideas canónicas son cuestionadas, y se citan nuevos materiales y nuevas hipótesis.
     De igual forma, de acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, «revisionismo» es la «tendencia a someter a revisión metódica doctrinas, interpretaciones o prácticas establecidas con la pretensión de actualizarlas». De esa manera es como entiendo «revisión» en el contexto del cine mexicano, independiente de lo que puedan ser las versiones sucesivas de este fenómeno. En palabras de Letras Libres, de nuevo, dichas revisiones luchan contra el determinismo histórico y la resignación intelectual. Segundo: si he de retornar a un modelo teórico que es ahora un poco obsoleto, la revisión como se presenta aquí es un «suplemento» en ambos sentidos del uso que da Jacques Derrida al término: es tanto la inserción de un elemento adicional que sirve para llenar un hueco o ausencia, o el reemplazo de un elemento existente con uno nuevo. Sugiero que la lógica de la revisión, entonces, como es el caso del suplemento, es tanto cumulativa como sustitutiva.
     Este proceso es visible incluso en el menos ambicioso de mis materiales, la edición especial de Artes de México, que se originó en una exhibición de fotografías de las leyendas del cine mexicano llevada a cabo en el Palacio de Bellas Artes en 1990 (el número se volvió a publicar en 2001). La revista, bellamente producida, se presenta en términos generales como una enciclopedia de las culturas de México, resucitada (fue fundada en 1951) para llevar a una nueva perspectiva de la cultura visual, utilizando un método que «oscila entre la historia de las mentalidades y los estudios culturales».
     La edición en sí es presentada de una forma voluntariamente paradójica como una «narrativa visual» y un «ensayo de imágenes», los cuales se concretan por medio de las fotos glamurosas que ocupan la vasta mayoría de sus páginas. Los textos, por otro lado, son bastante breves y se basan en entrevistas con figuras conocidas en sus respectivos campos (el comentarista cultural Carlos Monsiváis, el investigador histórico Emilio García Riera y el director Arturo Ripstein). De acuerdo con los editores, constituyen «de alguna manera imágenes escritas» que documentan las relaciones estéticas y emocionales de los colaboradores con el cine mexicano, y se basan en «momentos favoritos […] elementos […] que se podrían retomar para formular una nueva estética de final del siglo».
     Si bien los editores están conscientes de que la revista, entre imagen y texto, es sólo «uno de los múltiples recorridos posibles […] rutas de la memoria», y afirman que esta edición es un «recuento global», como herramienta, falsamente totalizante, es claro que esta revisión autoproclamada incluye varias perspectivas tanto como excluye otras.
     Por ejemplo, en términos historiográficos, el énfasis en la Época de Oro es sobrecogedor, empezando con las muchas caras de la portada: vemos a Dolores del Río y Pedro Armendáriz, luminosos en María Candelaria (Emilio Fernández, 1943), y, cuando desdoblamos la portada, a María Félix con un hermoso vestido en Que Dios me perdone (Tito Davison, 1948) y a Jorge Negrete como un bien parecido ranchero en El rapto (Emilio Fernández, 1954). Incluso un crítico tan iconoclasta como Jorge Ayala Blanco examina en su ensayo un filme de la Época de Oro de amor y pasiones mortales, Sensualidad (Alberto Gout, 1951), con Ninón Sevilla (aunque con el título tendencioso «La necrofilia es cultura»). Sólo el joven Guillermo del Toro se atreve a invocar otra historia del cine mexicano. En un ensayo titulado «Retomar el cine de géneros», el último de la colección, trata, de manera única en el volumen, con los géneros abandonados y rechazados, como las películas de luchadores, de horror y de comedia popular.
     De forma algo predecible, entonces, la extravagante visualidad de la Época de Oro se mezcla con la hegemonía de la imagen en una revista que aquí tiene la función de un museo. Pero hay cierta ironía de todos modos: la escopofilia fetichista tan gloriosamente expuesta en Artes de México se basa no en los filmes mismos, sino en fotos publicitarias de estudio. Dichos cuadros promocionales, «suplementarios» por naturaleza, sirven aquí tanto de sustitutos como de adiciones a las películas de la Época de Oro. Es quizá con buena razón que los editores escriben que las imágenes mentales del cine mexicano fracasan en su propósito de formar secuencias continuas. Es éste el poder de estos cuadros, congelados en la inmovilidad.
     Justo como los editores de Artes de México proponen los términos híbridos «narrativa visual» y «escritura de imágenes» para abordar la herencia del cine mexicano de una nueva manera, también lo hace la distinguida historiadora Julia Tuñón al incorporar sus propias terminologías textuales y visuales en su detallado estudio de la Época de Oro, que es a la vez visual y textual. Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano: la construcción de la imagen (1998) empieza con lo que la autora llama un «plano general», y procede con un «travelling», un «plano secuencia» e incluso un «ángulo alto», cada uno de ellos, por supuesto, escrito y no filmado.
Para Tuñón, en la introducción de su estudio (característicamente titulado «Trailers»), los filmes mismos no son suficientes, y adquieren su significado sólo en el contexto que los crea, y que ellos a su vez abordan. De acuerdo con la autora, dichas películas están profundamente involucradas en la construcción del sexo y, revelando como lo hacen la ideología dominante del periodo, sirven como fuentes invaluables para el historiador. Sin embargo, este imperativo historiográfico no es limitado por el positivismo. Tuñón desarrolla un nuevo modo de observación (en mis términos, una «revisión») que incorpora su propia subjetividad y afectividad: «Mi lectura no desarma las imágenes toma por toma, sino que acude más bien a la atención flotante, cuidadosa, anotada de las cintas». De igual forma propone su intención de «trabajar la película así como se hojea un libro […] con esa reflexión, detención, análisis que provoca la letra impresa». Tuñón incluso sugiere que «trabajar una película cuando una ha sido conmovida o irritada […] es importante para penetrar en su sentido propio».
     Además, al leer «entre líneas, o más bien, entre imágenes», Tuñón descuenta el criterio de calidad como una base para el entendimiento académico, afirmando que «las (películas) burdas y malas son las que […] muestran esa cara oculta». Incluso, si identifica elementos recurrentes o figuras de fetiche en su gran muestra de filmes (amor, familia, maternidad y sexualidad; la novia, la esposa, la hija, amante, madre y prostituta), incluso dichos elementos no son estables o fácilmente accesibles: «Los filmes no son una ventana al mundo sino una construcción del mundo».
     Además de los análisis evocativos de los filmes de la Época de Oro en sí (muchos de los cuales coinciden con los que aparecen en el ensayo visual de Artes de México), y la innovadora aproximación metodológica del estudio, Tuñón explícitamente propone una revisión (o «reciclaje») del canon del cine mexicano, que involucra tanto al autor como al lector en un proceso de interpretación analítica y emocional renovada: «Confío […] en que el lector comparta […] ese código que permita mi intención de reciclar las cintas pero sin congelarlas […] solicito una complicidad». Liberadas de la carga voyeurística de la que son sujeto en las lustrosas páginas de Artes de México, estas «mujeres de luz y sombra» pueden tener «cuerpos enjaulados» como las mujeres del siglo xix que Tuñón estudió en otro libro del mismo nombre (2008), pero bajo su íntima inspección, tanto crítica como cómplice, también producen significados que podrían ser latentes o patentes, pero siempre móviles en ambos sentidos de la palabra.
     Aunque no es su prioridad, Tuñón también ofrece comentarios bien juzgados en el aspecto transnacional de su revisión del cine mexicano, insistiendo en la distinta personalidad del mismo, incluso cuando reconoce la obvia influencia de Hollywood y concluye al final de su estudio que lo original del cine mexicano se encuentra en el hecho de que «a diferencia [del estadounidense] el amor hombre-mujer no da la felicidad». Como veremos, la interacción del género y el proyecto nacional son también partes centrales del argumento de la investigadora británica Andrea Noble en su monografía Cine nacional mexicano, de 2005.
     Como otras contribuciones de la colección de Routledge (tal como la excelente Cine nacional español, de Nuria Triana Toribio, 2003), el objetivo de la autora no es celebrar, sino cuestionar el concepto citado en su título, y como consecuencia combatir el determinismo histórico. Con esto en mente, el primer capítulo de Noble es llamado, de manera un poco sorprendente, «Rehaciendo el cine mexicano» y se enfoca en un largometraje producido en 1991: La mujer del puerto, de Arturo Ripstein, una nueva versión del clásico del mismo nombre realizado por el exiliado soviético Arcady Boytler en 1934. Noble comienza su capítulo, de nuevo, de forma soprendente, examinando las conclusiones de estos dos filmes: en el original, la prostituta-protagonista, habiendo cometido un acto insospechado de incesto con su hermano-marinero, se suicida de forma melodramática; en el remake hay, en contraste, un final perturbadoramente feliz: los hermanos han formado una pareja y ahora tienen una hija y otro hijo en camino.
     En un argumento bastante complejo que alude tanto al campo académico mexicano como a las cuestiones típicas de lo que Noble llama «Estudios cinematográficos euro-americanos», la autora propone que «la relación entre ambos filmes se convierte en un vehículo que muestra una historia del desarrollo del cine mexicano […] vinculada a la geopolítica de la nación mexicana y la búsqueda de la modernidad cultural». Todos éstos son temas clave en su libro.
     Noble sugiere incluso que la primera Mujer del puerto, celebrada hoy como un clásico del cine nacional por críticos tan diferentes como Emilio García y Jorge Ayala Blanco, buscaba en su tiempo ir «más allá de lo nacional, con la intención de articular temas y formas con resonancia internacional». El director mismo, de acuerdo con Noble, explícitamente rechaza filmes que eran demasiado «vernaculares» en sujeto y tono. En su intento de colocar a México en la vanguardia internacional de la cultura moderna, La mujer del puerto emplea dicha modernidad tanto como tema (la historia narra las vicisitudes de una vida moderna en la que las certezas sobre las relaciones sociales y sexuales ya no aplican) y como un logro tecnológico (los valores de producción inusualmente altos son comparables con aquellos de Hollywood, y éste conscientemente crea a una estrella local, Andrea Palma, modelada a partir de la cosmopolita Marlene Dietrich). Además, el tema de ruptura familiar se fusiona con aquel de la «forma moderna de organización social, experimentada como desposesión y dislocación», y ambos se comunican en un «sofisticado lenguaje fílmico». De manera bastante derrideana, uno podría afirmar que el término «original» aquí es en sí mismo una repetición, y el filme clásico, propiedad de un cine que se presume nacional, está contaminado desde el principio por la alienación cosmopolita.
     Para Noble, el remake de Ripstein de La mujer del puerto, con su final iconoclasta y su autorreflexión sumamente iconoclasta, irónica y pastiche, «contesta el mito de progreso articulado en el primer filme». El «nacionalismo cosmopolita» de Boytler y los años treinta fracasó hace mucho, y, para Ripstein, los elementos locales, folclóricos y populares han triunfado, irónicamente para un filme mexicano de los años noventa, primariamente dirigido al circuito internacional del cine de arte. De ahí deriva la importancia del tema inusual del incesto, reminiscente quizá de la «necrofilia» tan irónicamente invocada por Ayala Blanco en Artes de México. La relación endogámica por excelencia es rechazada por Boytler al ser reemplazada por la modernidad (el personaje principal no tiene ninguna opción más que el suicidio), pero es revivida por un Ripstein que se deleita en el continuo subdesarrollo de un México endogámico.
Pero existe para Noble otro elemento que vincula la geopolítica con la modernidad (fallida): el psicoanálisis y la adolescencia nacional. Cita a Samuel Ramos, quien, en su famoso El perfil del hombre y la cultura en México, de 1934, posiciona la continua existencia de un trauma infantil nacional basado históricamente en la experiencia de la Conquista. De acuerdo con Ramos, el macho mexicano, aún lisiado por un complejo de inferioridad hacia sus «padres» europeos, requiere reeducación para ser integrado en la civilización occidental. Por supuesto que para Noble (como para Tuñón en el caso del género) dicha hipótesis es evidencia de la construcción de una nacionalidad en cierto momento histórico y no puede tomarse como una verdad esencial o atemporal. Aun así, como lo veremos en mi aproximación a los tres filmes sobre el tema de la adolescencia, la psicología se funde, todavía, con la geopolítica tanto en el cine nacional como en el Estado-nación.
     Para concluir este resumen del status quaestionis, me gustaría contrastar la revisión geopolítica y psicoanalítica de Noble con otra monografía muy diferente sobre el proyecto cinematográfico nacional: El cine mexicano: de lo global a lo local, de Lucila Hinojosa Córdova, publicada en 2003.
     Esencialmente cuantitativa más que cualitativa, al contrario de los estudios de Tuñón y Noble, y enfocada no en los textos cinematográficos en sí, sino en las instituciones industriales y gubernamentales, la obra de Hinojosa (como la de Tuñón) utiliza un término cinematográfico para visualizar su metodología: ésta es definida como un «zoom cognoscitivo, una aproximación que intenta crear un horizonte de sentido acerca de cómo la globalidad, en su dinámica incierta y compleja, está modificando el proceso productivo del cine mexicano, así como su exhibición y consumo». Para mis propios propósitos, la contribución «revisionista» del estudio de Hinojosa sobre la narrativa del cine nacional yace en el hecho de que, quizá a pesar de las intenciones de la autora, la historia familiar del subdesarrollo y la modernidad fracasada de México es suplida aquí por otra evolución más positiva, aunque contradictoria, en la que la globalización y liberalización del mercado han facilitado la emergencia de nuevas y frágiles formas de producción y consumo.
     En el primer capítulo, Hinojosa, al revisar teorías del nuevo orden global, esboza las posiciones conflictivas de los investigadores «apocalípticos» que predicen un futuro de homogeneización cultural cosmopolita, y los teóricos «integrados» que apoyan la «glocalización». De acuerdo a ésta, «lo global y lo local constituyen, no excluyen, el uno al otro». Es un debate que, como hemos visto, Noble rastrea hasta los años treinta. El segundo capítulo de Hinojosa trata de la reciente batalla del cine mexicano contra las fuerzas del mercado, delineando la historia familiar del gradual abandono gubernamental del proteccionismo industrial, que resultó en el colapso repentino de la producción (de cincuenta y seis largometrajes en 1994 a sólo catorce en 1995). Mientras tanto, la concentración de mercado se incrementaba en el sector de la exhibición, con el cierre de viejas instalaciones y la apertura de nuevas salas de cine de cadenas nacionales de exhibición dedicadas, con el creciente costo de entrada, a una audiencia más educada y afluente.
     Sin embargo (y es aquí donde discierno el elemento «revisionista» en el estudio de Hinojosa), a pesar de dichas condiciones devastadoras para el cine nacional, desde el inicio del milenio, la producción doméstica comenzó a crecer de nuevo. Las audiencias regresaron a las salas de cine, que ya no eran decrépitas, e incluso sobrepasaron su total anterior (existían mil cuatrocientas treinta y cuatro pantallas en 1994 y dos mil doscientas en 2001). En cuanto a la distribución, los filmes estadounidenses experimentaron un leve declive (si bien no tan pronunciado como el caso de los mexicanos) de doscientos diecinueve en 1990 a ciento cuarenta y cinco en 2001. A diferencia de Canadá, México no había negociado una «excepción cultural» en la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Sin embargo, el público mexicano regresó al cine a ver éxitos de taquilla nacionales, que eran pocos pero de gran taquilla, tales como Amores perros e Y tu mamá también. Dichos títulos fueron producidos con capital privado por fuera del antiguo sistema de proteccionismo y nepotismo. Dichos filmes, aunque muy pocos, lograron un impacto global que superó a los largometrajes canadienses del periodo.
     Cambiando el concepto de oferta para establecer un modelo de audiencia y demanda, Hinojosa delinea de nuevo las teorías dominantes en el campo del consumo cultural mexicano. Nota que ya en 1995 Néstor García Canclini había demostrado que existía una audiencia mexicana, específicamente una joven y educada, deseosa de un cine que ofreciera no sólo el entretenimiento ligero típico de Hollywood, sino un «tratamiento problemático de cuestiones actuales, cercanas a la vida cotidiana». Dicha diversificación de gustos puede ser derivada, como García Canclini sugiere, de «la formación de una ciudadanía doméstica». Pero claramente también corresponde a una cierta revisión de las preferencias de las audiencias de las salas de cine en México, cercanamente relacionada con los cambios industriales de la producción y exhibición tan frecuentemente denunciados por los investigadores y productores del cine mexicano.
     Hinojosa termina con un análisis empírico de las audiencias de la ciudad industrial norteña de Monterrey, en 2001, una contribución valiosa al estudio de lo local. Los resultados confirman que son los jóvenes y los mejor educados los que frecuentan las salas de cine del área metropolitana (cincuenta y uno por ciento tienen entre veinte y veintinueve años; cincuenta y cinco por ciento de ellos son profesionistas), y que, aunque favorecen las películas estadounidenses, los espectadores no rechazan los productos nacionales. Aunque existe cierta estandarización de la oferta (la mayoría de los teatros exhiben menos filmes de los que mostraban en los noventa), de los espectadores que recuerdan ver algún filme mexicano (cincuenta y seis por ciento de la muestra), setenta y nueve por ciento afirmaron haberlo disfrutado. Interesantemente, en tercera posición después de dos títulos altamente transnacionales (Y tu mamá también y El espinazo del diablo, Guillermo del Toro, 2001), el filme más recordado por la audiencia de Monterrey fue una comedia romántica de adolescentes poco reconocida, Inspiración (Ángel Mario Huerta, 2001). Podría no ser accidental que este filme haya sido uno de los pocos largometrajes filmados en la misma ciudad en que la audiencia joven lo vio.
En su epílogo, Hinojosa lamenta el incremento de la convergencia de las industrias culturales y el acceso desigual a su disfrute, tendencias dañinas al interés público y la calidad de vida. La dificultad de hacer y mostrar películas en México no debe ser minimizada. Pero cuando la autora argumenta a favor de un rol más regulatorio del Estado para promover la industria cinematográfica, parece descontar los datos «revisionistas» que ella misma ha proporcionado: el hecho de que ya hay una audiencia joven dispuesta a consumir filmes locales o nacionales de temáticas serias, si tan sólo pudieran ser producidas y distribuidas. En la segunda sección de este primer capítulo, entonces, discutiré tres filmes de este tipo, colocándolos dentro del contexto de las revisiones múltiples (textuales, sexuales e industriales) que hemos mencionado con anterioridad.

Tres largometrajes de la «tercera vía»
Lo que llamó mi atención en estos largometrajes de ficción (dos de los cuales son de directores primerizos) es no sólo el rol privilegiado del tema de la adolescencia, sino su revisión (reciclaje y renovación), en un contexto local, de un género usualmente asociado con Hollywood: el filme juvenil. (Regreso al filme y la televisión juvenil de manera más detallada en el capítulo cinco de este libro).
     Dado que sus presupuestos son reducidos, incluso insignificantes para los estándares mexicanos, mis tres filmes no buscan el alto estatus de lo que he llamado en otro momento «películas prestigiosas» (de autores transnacionales como Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro); pero tampoco se conforman con los parámetros más austeros y minimalistas de los «filmes de festival» puristas (de directores artistas como Carlos Reygadas, Nicolás Pereda y el relativamente accesible Fernando Eimbcke). Podrían incluso considerarse una «tercera vía» dentro de la producción nacional. En el contexto global, mi joven trío adopta y adapta algunas técnicas estilísticas consideradas típicamente «europeas» sin abandonar totalmente el impulso narrativo y el placer visual percibido como característico de mucho del cine estadounidense. Con esto, intentan sortear el dilema que enfrentan los cineastas mexicanos cuya obra, de acuerdo con Jesús Mario Lozano (recientemente un cineasta establecido), es juzgada y legitimada por los estándares extranjeros, atrapados en un dilema sin salida, un círculo vicioso que exige elegir entre lo que él llama «cinéma mexicain» (filmes de autor estilo francés) y «Mexican Cinema» (películas comerciales estilo americano).
     Los largometrajes son Así, del mencionado Jesús Mario Lozano (2005); Año uña, de Jonás Cuarón, hijo de Alfonso (2007), y Voy a explotar (2008), de Gerardo Naranjo. En el primero, un joven solitario de Monterrey, que tiene un solo amigo, ciego, se involucra y enreda cada vez más con un par de practicantes de street performance; en el segundo, un adolescente de la Ciudad de México emprende un amorío incierto e inconcluso con una chica americana un poco mayor; en el tercero, que es más claramente melodramático, dos chicos de Guanajuato, la chica tan carismática y rebelde como el chico, intentan escapar de sus monótonas vidas provincianas. (Trato este filme de manera más detallada en el capítulo cinco).
     A pesar del tema común de la juventud, lo que no encontramos aquí es el dogma familiar del realismo social, en el que la condición adolescente es presentada como uno de los problemas de la línea contemporánea; y, aunque las tres tramas tienen un elemento romántico o erótico, tampoco encontramos las escenas explícitas de actos sexuales como es el caso de los primeros filmes de Carlos Reygadas. De igual manera se reconstruyen o reciclan técnicas fílmicas vanguardistas (que podrían llamarse «francesas», en contraste con el estilo más transparente del cine comercial de Estados Unidos), para no interferir demasiado con el disfrute de narrativas un tanto elípticas, pero que concuerdan con el entretenimiento.
     Con Así, Lozano se conforma en un autoexamen radical de la forma, limitando la gran mayoría de las tomas de su película a una longitud arbitraria de treinta y dos segundos e insertando sobrias disoluciones a negro entre ellas. Pero el espectador es seducido (enredado como el protagonista) en una trama fragmentada y desfasada, pero lineal y consistente, por la frescura de las actuaciones y el transparente placer visual de la paleta de colores y la composición de cuadro. De igual manera, los sets y exteriores, filmados en Monterrey, una locación que es marcada como «fea» dentro del mismo filme, ofrecen ciertos elementos exóticos (por ejemplo, las tortugas que el joven tiene como mascotas), incluso al ser presentados como algo cotidiano. Y aunque ciertas secuencias son completamente estáticas y silenciosas (un notable ángulo alto en el que se observa al protagonista semidesnudo en la cama), Lozano también ofrece momentos de movimiento convulsivo, tanto para los actores como para la cámara (el violento y ambiguo ensayo de los dos bailarines, un aparente robo y tiroteo que interrumpe la presentación en la calle). Incluso los intermitentes ejemplos de temps morts típicos de Ozu (una repentina lluvia golpea los techos desiertos y árboles de Monterrey) son filmadas de tal manera que proveen una generosa dosis de placer visual.
     En Año uña¸ la técnica es todavía más voluntariamente limitada, puesto que el filme está compuesto totalmente de fotogramas fijos, la mayoría en blanco y negro. El ejemplo previo mejor conocido de este caso es La jetée, de Chris Marker (1962). Sin embargo (y a diferencia de la alienación glacial de Marker), el imposible, pero entrañable, amorío entre la neoyorquina y el chilango evoluciona de una forma que se conecta muy bien con el espectador, que incluso llega a olvidar a veces que éste no es un filme producido de modo convencional. De forma similar, el guión está claramente estructurado alrededor de paralelos entre las dos locaciones que se asocian con los personajes principales (el hogar familiar en la Ciudad de México, y una Nueva York igualmente localista, encarnada por el sórdido pero igual muy querido parque de diversiones en Coney Island). Las secuencias, también, están compuestas en un estilo bastante tradicional, usando equivalentes en fotogramas fijos de los recursos conocidos de la edición de continuidad: cuadros generales seguidos de medium shots y close-ups, cuadro/cuadro inverso, contraposición de escenas y planos subjetivos.
     Finalmente, Voy a explotar toma prestado de Jean-Luc Godard la edición discontinua y salto de montaje de À bout de souffle (1960). Al principio algo desorientadora, esta técnica logra sorprender y seducir al espectador, no menos por su paso veloz y vertiginoso, tan diferente de las tomas extendidas típicas de los cineastas mexicanos favoritos del circuito de festivales. Además, aunque en este caso (como en los filmes previamente mencionados) los jóvenes actores tienen poca experiencia, no se les requiere adoptar el estilo de actuación poco afectivo característico de los no-profesionales dirigidos por Reygadas y sus seguidores. Incluso, al rechazar el casting antiestético del mismo Reygadas, los atractivos atributos físicos de los protagonistas de los tres filmes forman una parte esencial bienvenida de su innegable atracción al público.
     Dichos actores (cuyos nombres, con la excepción quizá de Diego Cataño en Año uña, son poco conocidos) podrían no tener el estatus legendario de las estrellas de la Época de Oro, celebrado en Artes de México, pero todavía son sujeto de un poco de esa escopofilia fetichista que se hereda de los filmes clásicos. En Así¸ Lozano nos provee de una espléndida historia visual que no se basa en el diálogo, y un voice-over a veces lacónico, o la perturbadora persistencia de un momento fijo en el tiempo (11:32 pm) que es mostrado en un reloj digital en cada escena. En Año uña¸ como hemos visto, Cuarón congela la imagen en la inmovilidad, pero sólo para que podamos apreciar más sus cualidades estéticas tan cuidadosamente creadas. Naranjo mismo apunta a la riqueza de recursos de su filme al describir Voy a explotar como «un ensayo o diario de ideas con música, palabra escrita y diálogo interior». Reclamando el fragmento, como los textos bautizados como «imágenes escritas» en Artes de México, estos filmes también toman una ruta, un camino de memoria, implícitamente invocando el rico legado histórico del cine mexicano, y rechazando el riguroso displacer visual, tan adherido a una gran proporción de la producción actual enfocada a los festivales internacionales. En un estilo suplementario, entonces, ambos añaden y sustituyen a las exhibiciones existentes del museo de la memoria que es el legado del cine mexicano.
     En la frontera entre la innovación y la tradición, mi muestra de tres largometrajes revisionistas (filmes que repiten y renuevan los placeres visuales y románticos del pasado) merece esa atención flotante y cuidadosa, análoga a aquella provocada por la palabra escrita, que Tuñón dedica al cine de la Época de Oro. Por supuesto, al ser creados y dirigidos en un contexto sumamente diferente, los tres filmes a los que hago referencia muestran señas de una construcción enteramente renovada del sexo. La cámara se enfoca tanto, o incluso más, en caras y cuerpos masculinos más que femeninos; las mujeres, ya no hechas de luz y sombra, son las protagonistas de la acción. En Así, el adolescente se enamora de una hermosa bailarina, pero la carga erótica del filme se enfoca más en él que en ella, ya sea cuando él está solo en su cama, jugueteando algo ambiguamente con su amigo ciego, o incluso al ser penetrado analmente por el atractivo bailarín, ordenado por su novia. La estrella Yankee de Año uña fantasea con el joven mexicano, transformando a un simple adolescente cachondo en un perfecto latin lover, pero es ella quien controla (y al final abandona) el incipiente amorío entre los dos. La heroína, algo andrógina, de Voy a explotar se muestra más comprometida que su compañero, dispuesta incluso a morir por su rebelión sin causa.
     Estas figuras femeninas no pueden ser fácilmente reducidas a las típicas hijas, novias o prostitutas de antaño. Parece ser que son los hombres quienes están atrapados y sus cuerpos (y mentes) enjaulados por nuevas narrativas y cines que los presentan como objetos eróticos pasivos, inconscientes de su situación. No es menos cierto, sin embargo, que de manera igual a los melodramas de la Época de Oro a los que se refiere Tuñón (y al contrario de la tradición de Hollywood), el amor entre un hombre y una mujer no trae la felicidad.
     Aunque la placentera estética que comparten estos tres filmes no coincide con la escuela más austera de los «filmes de festival», Así, Año uña y Voy a explotar lograron aun así algo de proyección fuera de México: de hecho, los tres se estrenaron en Venecia, el segundo festival en términos de prestigio mundial. Y justo como revisan la construcción del sexo, también renuevan la escena cinematográfica nacional, o, en términos usados por Noble, repiten la geopolítica de la nación mexicana (de Guanajuato a Monterrey, pasando por la Ciudad de México) y la búsqueda de la modernidad cultural.
     Tanto las «películas prestigiosas» como los «filmes de festival» se dirigen a un público transnacional. Aunque los primeros exhiben un dominio de los ostentosos recursos (de cinematografía y edición, guión y actuación) que los segundos, más ascéticos y minimalistas, prefieren rechazar, ambas tendencias representan una nueva forma del «nacionalismo cosmopolita» que Noble identifica en Boytler. Son testimonio de este fenómeno los títulos voluntariamente abstrusos, que son o portentosamente abstractos (Batalla en el cielo, Carlos Reygadas, 2005) o engañosamente precisos (Lake Tahoe [Fernando Eimbcke, 2008], tiene lugar en Yucatán). Como sugiere Pierre Bourdieu, el título enigmático y perturbador es la seña usual del trabajo artístico que tiene pretensiones de distinción cultural.
     Mis tres filmes revisionistas, por otro lado, reclaman en cierta extensión lo local y lo vernáculo. Al tomar lugar en la vida diaria de locaciones reconocibles, Así y Voy a explotar ofrecen sin pretensiones imágenes urbanas de Monterrey y Guanajuato respectivamente, las cuales son muy diferentes entre sí, pero igualmente aburridas para los jóvenes protagonistas. Aunque Año uña inicia con una americana recitando los nombres de las estaciones del metro de la Ciudad de México, algo deslumbrada por lo exótico de su ambiente, la imagen más característica que el filme de Cuarón ofrece de la capital es aquella del hogar familiar con sus pequeños placeres (comida, perros) y sus inevitables tragedias (la muerte del abuelo). Aquí, la vida contemporánea de México no se presenta ni (como en el caso de Boytler) como la desposesión y dislocación que ha desintegrado las relaciones sociales, ni (en el caso de Ripstein) como la modernidad fallida que puede ser representada sólo por la autorreflexión, la ironía y el pastiche.
     Además, si el foco de las tres tramas es una adolescencia que podría leerse como una alegoría del estado de la nación, los primeros dos filmes muestran poco trauma infantil o complejo de inferioridad. Incluso en Voy a explotar el trauma experimentado por los dos protagonistas (la pérdida de la madre y el padre, respectivamente) tiene poco valor representativo, aunque el padre del chico es un político. La rebelión de la pareja no tiene motivo ni objetivo, y se convierte en una parodia de la adultez burguesa de la que tratan de escapar (los chicos construyen un hogar temporal, con todo y televisión y asador, en el techo del hogar de la familia del muchacho). Puede quizá afirmarse que estos tres jóvenes directores mexicanos han tomado algunas técnicas cinematográficas de sus «padres» europeos, pero, obviamente, no buscan ni necesitan integrarse a la civilización occidental como lo prescribían los esquemas histórico-psicoanalíticos del pasado.
     De tal manera, puede plantearse que aunque los tres filmes son localistas, se mantienen relativamente accesibles a un público transnacional a través de su revisión de un género de Hollywood (el filme juvenil) y una estética europea (un estilo de encuadre y edición moderadamente experimental). Contradicen a los críticos «apocalípticos» citados por Hinojosa Córdova, que predecían la homogenización cultural, y a la vez se identifican con los investigadores «integrados» para los que lo global y local se constituyen mutuamente.
     De ahí que, mientras que la distribución internacional de estos tres filmes ha sido inconsistente, los tres se dirigen plausiblemente a una nueva ciudadanía doméstica, y así reflejan la diversificación de gustos que ha transformado al público nacional junto con las condiciones cambiantes de exhibición y consumo. Al mantenerse cercanos, como lo hacen, a la vida diaria, no muestran, a diferencia del cine con tendencias radicales del pasado, ningún compromiso político claro. Pero sí revelan algo de interés en el tratamiento de temas de actualidad (incluso Así, cuyo protagonista parece aislado del mundo que lo rodea, recicla un reporte televisivo de una manifestación indígena zapatista). Además, aunque el director de Así se quejaba de la falta de interés en el cine mexicano en su ciudad, tan cercana y asediada por Hollywood, el tema de los tres filmes claramente parece coincidir con las características demográficas de la nueva audiencia nacional: joven, educada y bien dispuesta para una oferta mexicana inteligente, y en el caso específico de Monterrey, con preferencia por los pocos filmes realizados en su propia área metropolitana.
     En conclusión, el interés público y la calidad de vida en México, definidos en el sentido más amplio, son enriquecidos por los tipos de revisión cinematográfica que he resumido aquí. Éstos ofrecen versiones alternativas del cine mexicano que ponen a prueba los paradigmas existentes de «película de género», «película prestigiosa» y «filme de festival». Al luchar contra el determinismo y la resignación derrotista, constituyen valiosos ejemplos que no sólo revisan (repiten y renuevan) el pasado, sino que también sugieren futuros imaginarios para un cine mexicano que, como México mismo, podría ser de otro modo.

Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida

* Primer capítulo de la primera parte, «Setting Scenes», del libro Mexican ScreenFiction. Between Cinema and Television. Polity Press, Cambridge, Reino Unido y Malden, Estados Unidos, 2014.
 
 

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