Niña [fragmento] / Alona Frankel

 Siempre estuvieron conmigo. Las liendres, mis liendres.

     Estaba familiarizada con dos tipos de liendres, las de la cabeza y las de la ropa. No fue sino hasta después cuando supe que existía otro tipo de liendres, las ladillas, leyendo la Enciclopedia de Ciencias Sexuales que sobrevivió entre los libros de la biblioteca del ginecólogo judío. El mismo doctor, su madre, su esposa, sus dos hijas y su bebé varón fueron asesinados por los alemanes. Eso fue al principio de la guerra.

     Cuando Hania Seremet me sacó de la aldea donde me hallaba escondida, fingiendo que yo era una niña cristiana, y me botó en el escondite de mis padres, aprendí la diferencia que hay entre los piojos de la cabeza y los de la ropa —una diferencia importante y significativa.

     Cuando estaba en la aldea, las liendres nunca me molestaron. Se me enjambraban, por supuesto, y yo no dejaba de rascarme. Pensaba que así era el mundo.

     Más de una vez, un piojo desprevenido se quedaba atorado bajo mi uña. Más de una vez uno se me cayó del cabello cuando me agachaba. ¿Cuál era el destino de un piojo tan aventurero, que repentinamente pierde su lugar en la cabeza de su pequeña niña judía? Nada de eso me preocupaba, todo era natural. Dormir sobre la paja en un ataúd que de día era una banca y de noche una cama. El caballo, la vaca, el ganso estúpido que mordisqueaba mis tobillos. Las zanahorias, el maíz, el trigo, las flores. Los ratones, las liendres, los bichos. La sopa de papa hirviendo que quemaba la palma de mis manos y se cuajaba en un vómito grisáceo al enfriarse. El anciano, el abuelo, que escupió sus pulmones hasta que se murió, pero no antes de haberme sacado la muela con pinzas de carpintero oxidadas y haberme salvado así de un dolor terrible.

     Era mi madre la que estaba tan, pero tan preocupada.

     Era de noche cuando Hania Seremet me botó en el escondite de mis padres. El cuarto donde se estaban escondiendo mis padres tenía dos puertas, una de las cuales daba a la escalera. Nunca usábamos esa puerta, y a nadie se le ocurría que se podía abrir, ni siquiera a los inquilinos del edificio. El cuarto, que había sido el consultorio de un ginecólogo judío antes de la guerra, estaba ahora disfrazado de taller de carpintería: el del señor Jozef Jozak, un carpintero alcohólico. La otra puerta daba al apartamento de los Jozak.

     Cuando el gueto estaba a punto de ser liquidado, los Jozak tuvieron la amabilidad de esconder a mi madre y a mi padre, pero con una condición: de que llegaran sin la niña. O sea, sin mí.

     Suavemente, Hania Seremet tocó a la puerta de la escalera como habían convenido que ella tocara. Sentí su ansiedad y me di cuenta de que el miedo tenía olor. A nadie se le permitía ver abierta esta puerta. Traería a la Gestapo corriendo, lo que significaría el fin de todos nosotros, incluyendo a los Jozak.

     Mi madre, que debió de haber estado al acecho durante horas del otro lado de la puerta, la abrió en el acto. Hania Seremet me empujó bruscamente pasado el umbral. Arrojó un legajo de papeles y un hatillo de andrajos, mi ropa, detrás de mí. Mi vestido verde con las flores de satín, el que mi madre me había confeccionado para mandármelo a la aldea, el que yo llevaba puesto cuando me tomaron la foto con Hania Seremet en el estudio del fotógrafo para que ella pudiera mandársela a mi madre y a mi padre como prueba de que yo todavía estaba viva —además de mis dibujos, que ella mandaba de vez en cuando—, este vestido verde no estaba en el bulto de harapos. Hania Seremet, obviamente, lo había vendido.

     Hania Seremet salió corriendo a toda velocidad después de haberse deshecho finalmente de mí. Debe de haber exhalado un suspiro de alivio, segura de que pronto estaríamos todos muertos. El olor del sudor que despedía su miedo tardó en esfumarse.

     Hania Seremet había querido deshacerse de mí durante mucho tiempo, pero, aun así, no me había echado a la calle como lo hizo con Daniel, el niño dulce que dejó en la puerta del gueto después de que sus padres fueran asesinados en una aktion y no había nadie que pagara para quedarse con él en la aldea. El gueto ya había sido liquidado cuando Hania Seremet se libró de mí, pero, aun así, ella no me echó a la calle. Tal vez creía las mentiras de mi madre acerca de sus conexiones con el mundo clandestino —el mundo clandestino polaco, la A. K., el «Ejército Casero», cuyos miembros no eran conocidos por ser amantes de los judíos— y acerca de las promesas que hicieron ellos de que la matarían en cuanto descubrieran que yo había muerto, y que lo harían aunque yo fuera judía.

     El encuentro había sido organizado en un intercambio de cartas que llegaban a nombre de los Jozak, escritas en un código convenido de antemano.

     La puerta se cerró detrás de mí. La llave raspó en el ojo de la cerradura. El cerrojo cayó en su lugar.

     Me quedé de pie ahí. Yo pensaba que así eran las cosas en el mundo.

    

    

     Estaba parada de espaldas a la puerta, con mis valiosos documentos falsificados y mis harapos empacados en una alforja raída que yacía a mis pies.

     Enfrente de mí estaba una mujer, mi madre, delgada y de piel clara, con los labios hinchados y sin sus coronas dentales de oro que habían sido arrancadas de su boca en una serie de intercambios —una corona de oro por una semana más en el pueblo, otra semana del lado ario, el lado de la vida, la vida de la niña, Ilonka, mi vida. Un hombre estaba de pie detrás de ella, mi padre. Yo no los recordaba.

     Yo no recordaba quiénes eran ellos. Mi madre dijo: Ilonka, Ilussia.

     Mi padre prendió un cerillo y con él una lámpara, o tal vez fue una vela.

     Me miraban, no dejaban de mirarme. Mi madre lloraba en silencio. Mi padre se cubrió la cara con las manos y se alisó el cabello para atrás, dejando sus manos en la frente y en los ojos —un gesto que siguió haciendo hasta el día en que murió. Su frente pálida y alta invadía su lacia y oscura cabellera, dividiéndola en dos brechas profundas.

     Mi madre me levantó, me puso encima de un escritorio macizo, me desvistió y dijo: Ilonka, Ilussia, Ilitska. Pero yo era Irenka. Yo sabía que era Irenka. Yo sabía que yo era Irenka Seremet.

     Yo veía y era invisible.

     A la luz de la vela o lámpara —recuerdo un olor nauseabundo—, la mujer empezó a examinarme, a revisar cada pequeña parte de mi cuerpo.

     Mi madre y mi padre no me habían visto en meses, y a pesar de todas las pruebas, las fotos y los dibujos que les había mandado Hania Seremet, no habían creído que yo estuviera viva aún. Cada pequeña parte de mi cuerpo asombraba profundamente a mi madre. Lo sana que yo estaba, lo bronceada. Cuántas llagas tenía en mis manos, y lo profundas que eran —mis nudillos estaban raspados hasta el hueso de tanto rallar papas en el rallador afilado y oxidado. Lo lozanas que eran mis mejillas, tan redondas y tan rojas. Como dos manzanas, dijo ella. Lo dura que estaba la piel en las plantas de mis pies —había corrido descalzada por la aldea. Lo sucia que yo estaba.

     Y cómo hervía yo de liendres.

     Caminó a mi alrededor una y otra vez, y yo deseaba mucho no haber estado ahí.

     Mi padre estaba de pie y miraba, poniendo ocasionalmente sus palmas de vuelta en su frente y en sus ojos.

     Mi madre y mi padre, que habían estado en su escondite por mucho tiempo, estaban exhaustos y famélicos. Mi padre tenía ojos muy grandes, y mi madre ya no tenía dientes. Mi padre había arrancado todos sus puentes y coronas de oro, los que su hermano Leibek, un dentista, le había colocado después de que ella regresara enferma de su escapada pionera en Palestina.

     Mi padre había sacado sus puentes y coronas con su navaja.

     La navaja cara, asombrosa, ultramoderna de mi padre, esa navaja suiza de la que él estaba tan orgulloso, la primera cosa que él se había comprado con su propio dinero. Mi padre había trabajado desde niño, y otros siempre necesitaban más que él el dinero que ganaba: su madre viuda, Rachela Goldman, su hermano menor Henryk Goldman, y su hermanito bebé David.

     Esa navaja era lo máximo en términos de sofisticación. Una herramienta excepcional que se me antojaba eternamente mágica. La palabra más maravillosa del mundo. Le brotaban incontables partes. Algunas tenían funciones de las que el mundo jamás se había enterado.

     Desde niña, mi madre había tenido problemas con sus dientes, y éstos se agravaron mucho cuando fue pionera en Palestina. Emigró allí con otros miembros de la asociación juvenil Hashomer Hatsair. Pavimentó carreteras y vivió en los kibutz Mishmar Haemek y Beit Alpha hasta que tuvo que abandonar al hombre que ella amaba, Avreime’le, junto con su ideal y sus amigas Clara y Ziga porque tuvo que regresar a Polonia para recuperarse de la terrible fiebre que había contraído, y porque su sensible piel alabastrina, casi transparente, y su preciosa cabellera pelirroja digna de Tiziano, no podían sobrevivir a la trampa mortal del clima mediterráneo.

     Su buena salud se restableció en Polonia, pero no así los dientes que había perdido en Palestina, y su hermano mayor, Leibek Gruber, que había asistido a la escuela de odontología de Berlín —¿o será que fue en Viena?—, hacía puentes y coronas de oro para ella. Los alemanes asesinaron a Leibek.

     En Cracovia, después de la guerra, un dentista que había ido a la escuela de odontología con Leibek sacó los miserables tocones que le quedaban a mi madre en la boca e hizo dientes postizos para ella. Ese dentista era mi peor pesadilla, aun peor que la Inquisición española que había oído mencionar en algunos libros —pero eso fue después de la guerra, antes de que emigráramos a Palestina.

     El oro de las coronas y de los puentes que el tío Leibek había hecho para mi madre le fue entregado a Hania Seremet, y ese oro me compró a mí una semanas más en la aldea, respirando aire fresco, gozando de los espacios abiertos, de la luz del sol, del lado de la vida, el lado ario. Mi buena salud, mi bronceado, mis mejillas rojas como manzanas, mis nudillos lastimados, la piel dura en las plantas de mis pies, todo eso desapareció en un abrir y cerrar de ojos en el escondite de mis padres.

     Quedaron las liendres.

     No me gusta eso de hurgar así en el pasado.

    

    

     Yo no quería en absoluto estar ahí con mi madre y mi padre, dos personas que no recordaba, casi unos extraños, que no me gustaban para nada.

     Mi madre empezó a hacerme toda clase de preguntas, preguntaba y preguntaba sin parar. Yo no entendía su idioma. Lo había olvidado. Ellos no me entendían a mí. Yo había vuelto hablando un dialecto, un idioma rural en el que cada frase acababa en un maullido de sorpresa: ¡¡¡ta-i-u!!!

     Yo no era alguien que hablara mucho de todos modos, y sólo contestaba las preguntas cuando no me quedaba de otra.

     Mi madre tomó unos cuantos trapitos húmedos y empezó a limpiarme por todas partes, incluso dentro de mis oídos, incluso detrás de mis orejas, incluso entre los dedos de mis pies. Mis adorables deditos de los pies, mi familia. El dedo gordo de padre, el dedo medio de madre, y sus tres hijos: dos hijos un poco más grandes y un bebé tierno —mi dedo chiquito.

     Esos dedos de los pies rosados eran como pajaritos. En la parte inferior de cada uno había un pequeño bulto, como un pico diminuto. A veces, cuando tenía con qué hacerlo, me ponía a dibujar caras pequeñas en las uñas de los dedos de mi pie. Me gustaba dibujarlas en mis palmas también y luego las distorsionaba para darles una expresión chistosa.

     Pero cuando vi la hilera de números azules en el brazo del tío Isser Laufer —siempre llevaba un sombrero, y debajo, una suerte de platillo volteado hecho de terciopelo suave— dejé inmediatamente de dibujar sobre mi cuerpo.

     Yo vi.

     Yo la vi, esa hilera de números, cuando el tío Isser Laufer se arremangó la camisa y enrolló una tira de cuero negro alrededor de su brazo y amarró una caja negra a su frente, para luego envolver un chal blanco de rayas alrededor de sus hombros y mecerse para atrás y para adelante y de lado de una manera muy extraña, no exactamente una forma de actuar que fuera respetable para gente adulta, mientras murmuraba y emitía sonidos extraños.

     A diferencia de lo que yo dibujaba en las uñas de los dedos de mis pies y mis palmas, los números dibujados en el brazo del tío Isser Laufer no se podían borrar, aun después de que los lavara. Estaban ahí para siempre. Y de entonces en adelante, jamás volví a dibujar algo en mi piel o en mi cuerpo.

     Eso era cuando ya no había guerra en el mundo y mi madre y padre y yo vivíamos en una habitación en un apartamento con otras personas y mi madre seguía diciendo y diciendo todo el tiempo que sin ella todos nosotros habríamos sido destruidos. Tenía razón. Gente de todo tipo empezó a visitarnos. El tío Isser Laufer también apareció de repente y vivió con nosotros por un rato. Mi madre dijo que antes de la guerra él tenía una familia, una esposa y un niño, pero que ahora sólo era él. Y la gente que llegaba, fea, gris, cansada y triste, tenía esos números. Se arremangaban las blusas y las camisas, y se los enseñaban a mi madre y a mi padre.

     Yo no miraba, pero veía. Y ellos nos decían. Nos contaban todo. Historias increíbles que habían sucedido en el mundo. Yo no miraba, pero veía. No escuchaba, pero oía.

     Yo odiaba a toda esa gente fea. El tío Isser Laufer era el único que me agradaba. Me encantaba respirar el olor que despedía, un olor triste y agradable, como la fragancia de las lilas.

     Mi madre frotaba y limpiaba mi cuerpo entero con los trapos húmedos. No era muy grato estar con esas dos personas que yo no conocía, que yo no recordaba ni entendía, que estaban conmocionadas y asombradas por mi presencia, que estaban tan emocionadas de verme, que intentaban asearme y limpiarme y componerme. Yo sentía como si algo estuviera mal conmigo, terriblemente mal.

     Yo no quería estar ahí.

     Cuando me quitaron la suciedad que se había acumulado en mi cuerpo durante todos esos meses en la aldea —en la pocilga, en el ataúd forrado con paja en el que yo dormía—, cuando me quitaron toda esa suciedad aseándome, llegó el turno de los piojos. Y eso fue maravilloso: mi madre extendió un periódico en una silla, inclinó mi cabeza de tal manera que mi cabello fluyera hacia abajo y empezó a peinarlo con un peine de dientes finos. Al principio me dolió. Mi cabello estaba lleno de nudos. Pero en algún momento los piojos empezaron a caer. Una lluvia de piojos cayó sobre el periódico, miles de piojos, millones, y cada vez que un piojo caía sobre el periódico sonaba como un suave golpeteo. Una lluvia de golpeteos. Después de un rato, aquella lluvia amainó —el tiempo entre golpeteos fue creciendo— hasta que el golpeteo cesó por completo. Y ya no cayó ningún piojo. Miré todo el tiempo, arrobada por las criaturas que crujían en el periódico justo en mis narices y ante mis ojos.

     Cuando la lluvia de piojos se desvaneció, mi madre dobló el periódico que pululaba de vida y entró al apartamento hasta la parte donde habían vivido los Jozak —por supuesto, no sin antes haberse cerciorado de que no había moros en la costa— y arrojó el periódico en la abertura del horno debajo de la estufa de gas, en la cocina de la señora Rozalia Jozakowa.

     Los piojos se quemaron en silencio.

     El que peinaran mi cabello con un peine de dientes finos se volvió un ritual de todos los días. Lo disfrutaba mucho.

     Me gustaba la cercanía con mi madre, que en otras circunstancias no se había ofrecido para brindar abrazos, besos y caricias, y me gustaba el alivio temporal y sorprendente de la comezón en mi cabeza, pero principalmente me gustaba leer.

    

    

     Siempre he sabido leer. Sé leer por los piojos. Mientras mi madre extendía el periódico y peinaba el cabello de mi cabeza inclinada, miraba las marcas negras en el papel. Pronto aprendí a distinguir las que se movían corriendo por doquier y las que pacíficamente se quedaban quietas en su lugar. Ésas no eran las liendres, sino las letras.

     También había imágenes. Para verlas bien tenía a veces que voltear el periódico. Así fue que me di cuenta de que las letras —igual que las imágenes— tenían una dirección. No se quedaban de cabeza; tampoco se recostaban de lado, tampoco decidían de repente voltearse y marcharse. Los piojos, en cambio, solían correr a toda velocidad, moviéndose de ida y vuelta en un caos total.

     Supongo que mi madre y mi padre me ayudaron a distinguir entre los piojos que huían apresurados y las formas inanimadas, y me enseñaron a descifrar su significado. Deben de haberlo hecho, porque yo sabía leer. Siempre he sabido leer, y la lectura me mantuvo cuerda.

     El Ejército Rojo y batiuchka tovarich Stalin me salvaron la vida, y los libros me salvaron de la vida.

     Siempre he leído, todo, cada palabra: leyendas en el periódico, titulares, artículos, anuncios. Hasta leí la Enciclopedia de Ciencias Sexuales en cuatro tomos que sobrevivió en la biblioteca del ginecólogo judío. Más tarde, cuando nos liberaron y pudimos salir de nuestro escondite y caminar del lado de la vida, el lado ario, descubrí que mientras mis piernas habían olvidado cómo caminar, y sólo podía hablar escasamente y en un tenue murmullo, no me costaba trabajo leer —leer anuncios, letreros, grafitis, leer todo: lo que estaba escrito en los boletos de autobús, en las cajas de cerillos, en los paquetes de cigarros, en las etiquetas, en los libros.

     Libros, esos maravillosos libros. Esos héroes colosales —Victor Hugo, Charles Dickens, Romain Rolland, Chéjov, Dostoyevski, Kipling… Un terrible temor se deslizó en mi corazón: ¿siempre habría suficientes libros?

     Y sí había, y siguió siendo así. No pararon los libros.

     Más tarde, me esperaban en las bibliotecas. Encuadernados y vueltos a encuadernar, una y otra vez. A veces, un encuadernador descuidado rebanaba distraídamente las esquinas de las páginas, cortando un pedacito de texto. Entonces yo tenía que adivinar los comienzos o los finales de las palabras faltantes.

     Y el olor. El olor de los libros. Las páginas amarillentas que se iban desmoronando, moteadas de manchas con formas extrañas, con sus esquinas dobladas en forma de orejas de burro. Marcadores que habían dejado los que los habían leído antes que yo.

     Los amaba también, mis hermanos de lectura, mis hermanos en espíritu. Estaban ahí antes que yo.

     Aquí hay una nota entre líneas escrita por una mano educada. Aquí hay una mancha. ¿Será café? ¿O, tal vez, un coñac fino y caro? O tal vez sea absenta, un veneno verdoso del color del celadón, del color del vestido con las flores de satín que mi madre bordó y me mandó cuando yo estaba en la aldea, el color de mi bata de lectura, el color del barniz caro de nuestros muebles nuevos en Cracovia, el color del koda de mi padre después de la guerra. Como el verde en las pinturas de Picasso. Nuestro Picasso. Él amaba a tovarich Stalin también, e incluso lo pintó —una pintura extraña.

     Cosette, de Les misérables; el benévolo pequeño Lord; Tom Sawyer, Tom Thumb; Emilio y todos los detectives; Mowgli y Bagheera, la pantera negra; Jean Christophe, David Copperfield, D’Artagnan, David en La casa de los Thibault y Sergei en La tempestad de Iliá Erenburg; Levin y Pierre, el príncipe Myshkin de ojos azules y el valiente Oliver Twist.

     Gracias a todos ustedes, mis héroes.

     Ustedes son los maestros que nunca tuve.

     ¡Qué lástima tan grande que yo nunca tuviera un maestro!

     Gracias por todos los mundos que crearon para mí, que se abrieron para mí cuando tanto los necesitaba. Ésos eran mis mundos verdaderos. Ésa era mi realidad escogida. No hubiera sobrevivido si no hubieran sido mi existencia paralela […] l

    

     Traducción de Françoise Roy, a partir de la traducción

      del hebreo al inglés de Sondra Silverston

 

 

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