Seis cuentos / Orly Castel-Bloom

Mil shékels por nota

No estábamos en realidad a las puertas de la inanición, aunque hasta eso depende de cómo se le vea: la casa estaba en ruinas, faltaban ventanas, el sillón de la sala estaba hecho trizas, la pared cuarteada, la cocina destrozada, los armarios se caían a pedazos, otros muebles habían entregado el espíritu largo tiempo atrás… Yo podía olerla acercarse.

     Aparte de lo cual, mi esposo me dijo:

     —Eres un desastre.

     Así las cosas, lo primero que hice en la mañana fue telefonear y pedir hablar con el editor en jefe a cargo de todos los editores y jefes y mencioné mi nombre completo, que es tan largo que resulta ridículo.

     Le conté de mí misma y dije que tenía una oferta sin precedentes por la que deseaba una suma mensual de cuatro cifras.

     Hice una cita con él en un café con aire acondicionado y me abrí paso a empujones entre multitudes que no conocía y por alguna razón me incomodaban grandemente. Cuando llegó el café le expliqué mi propuesta.

     —Escúcheme —le dije—, y entonces diga lo que tenga que decir, que de todas maneras no lo escucharé. Sólo oiré su tono y mis antenas captarán el sentido de su réplica, sí o no, y luego, señor, diremos adiós, para siempre o no.

     —Soy todo oídos —dijo él.

     —Déjeme tener un auto, déjeme tener dinero, no mucho ni poco (póngame un presupuesto), déjeme dar vueltas por el país. Sí, comenzaremos con vueltas. Déjeme ver lo que sucede. Créame, no he dejado la casa en años, tengo urgente necesidad de contacto con el mundo exterior. Y pagaré, al mundo exterior, describiéndolo con asombrosa exactitud, con asomos de brillantez. Déjeme viajar, déjeme vagabundear, y le traeré una nota a la semana, mil shékels por nota.

     —¿Sí? —sus cejas se alzaron como dos colinas.

     —¿Puede concentrarse, por favor?

     —Ésa es mi parte del trato. ¿Yo qué gano?

     —Una nota a la semana, ¿no me estaba oyendo?

     —Ciertamente estaba oyendo, por eso pregunto qué me darás a cambio.

     —No entiendo.

     —Esa nota es para ti: desahogo, terapia, autoterapia. ¿Qué quieres de mí?

     —¿Qué modo de hablar es ése?

     —Lo siento —dijo él—. No necesitamos una nota semanal. Cada día hay cientos de notas y partes de notas en los periódicos. Tengo reporteros fisgando en el bolsillo de cada ministro en el gobierno. No necesito un ángulo literario de la simple realidad.

     Llamé a otro periódico y repetí mi oferta por teléfono. La expandí. Después de todo no era mucho pedir y el rechazo me molestaba. Dije:

     —Déjeme viajar alrededor del mundo con mi hija y mi marido. Soy Orly, soy un desastre. Pero tengo ojos, señor. Mil shékels por nota. Y ni un centavo menos. Ésa es mi última palabra.

     Él dijo:

     —Veamos un ejemplo. Ve a las refinerías por tu cuenta y tráeme un ejemplo. O no. Ve a donde quieras. Ve al valle del Jordán, a Masada, a Arad, al Mar Muerto. A donde gustes.

     —Dígame, ¿qué es esto? No estoy preparada para que me ponga pruebas. O me acepta ahora como soy o me iré a Avigdor a cuenta del diario rival, o a otro lado. O me da un contrato en blanco sin cláusulas ocultas o si no… —y saqué un martillo y un rodillo y golpeé en la mesa.

     —Okey, okey —suspiró—. Reunámonos.

     Acordamos vernos en un café en el paseo, junto al mar. Repetí mi oferta y el camarero vino y retiró las cáscaras de melón y los restos de la ensalada.

     El hombre sentado ante mí encendió un cigarro y pensó. Entre tanto unos cuantos pensamientos cruzaron mi mente y me pareció que eran muy ágiles, pero ahora sé que no me sirvieron.

     —Escuche —dije—, todo lo que quiero es una página en su periódico y mil shékels por nota. Vamos, démelos.

     Siguió mirando el mar en silencio. Mis arrugas se hicieron más pronunciadas. Eran las cinco de la tarde y el sol estaba justo ante mi cara. Me sequé el sudor con una servilleta.

     —Bueno —dije.

     Él se encogió de hombros.

     —Yo qué sé.

     Mis peores temores se hacían realidad. Lo había hecho sentirse miserable. Lo había deprimido. La idea completa, de principio a fin, súbitamente me pareció inútil. Le pedí que olvidara que la conversación había tenido lugar. Pero me dijo que de hecho le gustaba mi oferta, y que debíamos hablar de nuevo sobre ella en un par de días.

     Subí las escaleras hasta la calle Hayarkon y comencé a recorrer todas las calles perpendiculares al mar en dirección de Ibn Gvirol, la calle desolada donde está la p.a.r.a.d.a. de autobús. Me quedé en la parada y esperé un autobús. Cuando llegué a casa vi a mi esposo mirando una película casera de 5×5.

     —¿Dónde está nuestra hija? —pregunté.

     —Durmiendo —contestó, y exigió un recuento completo de la conversación.

     Falsifiqué todo a propósito, porque ya había olvidado lo sucedido, y me sumergí en el televisor. Mi marido me puso al coriente de la trama y yo hice preguntas y él respondió.

     Pasaron unos pocos días y el hombre no llamaba. Personalmente no esperaba una llamada, pero la situación económica sí.

     La empleada del banco llegó por café el miércoles a las seis y preguntó cuándo pensábamos arreglar nuestro sobregiro.

     —Nunca —dijo mi marido y se acarició la mejilla.

     —¿Por qué no se rasura? —preguntó ella.

     —No me gusta.

     —¿Sabe? —dijo ella—. Hace un café excelente.

     Él me miró porque en realidad era yo quien había hecho el café.

     —Ella lo hizo —dijo.

     —¿Y qué? —dijo ella.

     —¿Qué? —dije yo.

     —Si hay aquí cualquier cosa que quieras —dijo mi marido con una sonrisa—, tómala. No seas tímida.

     —¿De veras? —dijo la empleada del banco.

     —Llévate lo que quieras.

     —¿Tiene algunas cajas? —preguntó ella.

     —Tal vez los vecinos tengan —dije yo.

     —¿Por qué no pone su sueldo en el banco cada mes como todo el mundo? —preguntó ella.

     —Se lo diré —mi marido empezó a decirle, y dio a entender que yo debía ahuecar el ala. Me llevé a mi hija a los bosques. De allí fuimos a un café y de allí a una cantina. La bebida calentó mi corazón y dejé de desear la muerte. Mi intranquilidad se desvaneció, me calmé, la abracé y la besé y le expliqué unas cuantas cosas desde un punto de vista objetivo. Ella me miró y yo seguí diciéndome que no había otro camino, ¿qué otro camino podía haber? Mi corazón era como una piel de camello, plano como una alfombra.

     Cuando fuimos a casa vi el Fiat Uno ’86 de la empleada del banco alejándose en dirección de la calle principal.

     Salamaat —le dije.

     Salaamtek —le dije de nuevo.

     Tislam, la paz sea contigo, señora.

     Entré en la casa y vi a mi marido con sus tres hermanos, todos jugando snooker.

     —Obtuve una prórroga de ocho años —dijo mi marido—. Entre tanto el interés subirá hasta las nubes, pero a quién le importa. En ocho años nos iremos del país.

     Sus hermanos me miraron con ojos de pistola. Me acusaron de hipocresía, de santurronería, de mala literatura, de perversidad.

     Les dije que estaba de acuerdo con cada palabra que decían, e hice tahina con mucho perejil. Todos comieron bien, se acabaron todo, dejaron los platos limpios, ni siquiera tuve que lavarlos. Los puse directo en el armario y al diablo con ellos.

     Fue una larga noche. Miré las estrellas disperas por el cielo como sal sobre mis heridas. Oré pidiendo la redención, que viniera el Mesías. Qué está pasando, me pregunté. No soy una mujer, mi marido no es un hombre. Pronto moriré, me convertiré en una imagen. Todos me olvidarán y yo los olvidaré.

     Me iré lejos, desapareceré, me largaré, me evaporaré. Moriré. Eso es todo. Au revoir y adiós. No más. Ya estuvo. Finito la comedia. En veinte años. Moriré. No existiré. Amo los momentos de compañerismo entre la gente, me conmueven hasta las lágrimas. Pero los momentos abiertos, como yo sentada aquí en el balcón, me enloquecen. Amo estos momentos abiertos, en los que la bóveda celeste realmente funciona como una bóveda. Son geniales.

    

    

     La mujer que prefería buscar comida

     Hubo una guerra, y no sólo una guerra, sino una sequía, y una plaga de langostas, y otras plagas también. En resumen, la gente estaba harta.

     Los campos fueron destruidos. Lo que las langostas no destruyeron lo destruyeron los conejos. Y lo que los conejos no destruyeron lo destruyó la gente, y mientras estaban en eso destruyeron también a los conejos.

     Una mujer, una bola enorme, caminaba por los senderos en los campos resecos buscando algo de comer, algo satisfactorio. Estaba realmente hambrienta: podría haberse manducado un pastel de espinacas, o un pastel de hongos, o unas seis papas con crema. Quería tragar algo, su estómago rugía como loco. Ya eran meses, desde el comienzo de la guerra, que ella no comía nada normal, satisfactorio, sólo galletas secas que sabían a mierda de pájaro.

     Caminó por el sendero y miró a los vencejos negros que se elevaban y caían con terrible velocidad. Miró a los pajarillos blancos que volaban sobre el campo, buscando también algo de comer… ¿Pero dónde? El campo de girasoles estaba seco, como tras un incendio, y los pájaros blancos habían envejecido diez años de un día para otro, sus plumas blancas se habían puesto grises y se veían exactamente como la cara de esta mujer hambreada. Ella se detuvo luego junto a un río y vio que lo limpiaban, aclarando el agua o algo así. Muy en el fondo ella supo que el aclaramiento del agua era un resultado de la sequía y el calor, y las langostas y la guerra… Y avanzó hacia el corazón de los campos.

     Llegó a un cruce de caminos con un poste que tenía señales con los nombres de diferentes platos en lugar de los de pueblos, en especial platos italianos, como fettuccine y otros tipos de pasta, con carne bañada en queso mozzarella. El pueblo más cercano estaba a veinte kilómetros de donde ella estaba, y la mujer gorda no sabía cómo diablos iba a llegar hasta allá, y si tendría la fuerza suficiente para abrir la boca y poner algo en ella cuando lo hiciera.

     La Biblia prohíbe cocinar un cabrito en la leche de su madre, mezclar mierda de vaca con espinacas y hacer burla de Dios. Y decir que de ninguna manera sí es del todo indeseable e ilegal según la constitución.

     La mujer llegó a un gran parque en el que aún quedaba un poco de pasto. En medio del parque vio a un pez enorme que se bronceaba en una banca. Quiso comérselo con unos cuantos hongos de verdad. Aunque sus pies estaban hinchados de tanto caminar, se acercó de puntitas a él, pero el pez saltó al agua y escapó.

     Ella miró el lago en el que el pez había desaparecido. Tuvo ganas de tamizar el agua, secarla y poner las manos encima del maldito pez y comérselo, y hasta se puso de rodillas y empezó a beber, pero el agua apestaba a cadáveres podridos de soldados, y la mujer decía que allí pintaba su raya y no comía soldados podridos: de ninguna manera sí, o tal vez en realidad quería decir que no, y así comenzó a comer acedera y langostas, acedera y langostas, crudas, vivas, había una especie de retroalimentación entre la acedera y las langostas. Su vientre se hinchó, ella creció hasta parecer embarazada de diez meses.

     Después de unas cuatro horas llegó a una posada y se metió para pedir algo caliente de comer (la velocidad a la que había digerido la acedera y las langostas la asombraba), tal vez tendrían aún algo de filete Stroganoff de antes de la guerra, pero no tenían ni madres.

     La mujer se sentó y pensó qué será de mí, qué será de mí, y escuchó a gente gritando afuera de la posada, locos de ira. Salió y vio a cien mil personas gritando Rusia vete a casa, y no entendió a qué se referían. Tiró de la manga de uno que gritaba y dijo:

     —¿Por qué hablan tan alto? Debe de haber gente tratando de dormir, soldados tratando de echarse una siesta antes de volver al trabajo.

     Pero el hombre no le hizo caso.

     Por una hora y media ella esperó a ver si alguien podía llevarla de aventón, pero los únicos vehículos en el camino eran camiones que llevaban equipo a los combatientes en los dos frentes principales, este y oeste. Al final, un Mini Minor ’75 pasó a su lado, con un kibbutznik que huía de las tareas de la cocina a la gran ciudad, para broncearse y probar la vida de los cafés.

     Junto a una cristalería había algunos payasos que intentaban ganar dinero construyendo torres con las voces activa, pasiva y reflexiva del verbo, o eso era lo que decían estar haciendo.

     El Mini Minor avanzó unos metros más hasta que se le acabó la gasolina, y la mujer subió al autobús expreso 407 a Ra’anana, y bajó en la estación central de Herzliah a comprar un helado de chocolate cubierto de chocolate, que alguien en el autobús le dijo que se vendía allí.

     Pero las tiendas estaban cerradas por ser hora de comer, y ella se puso roja de ira, y fue a buscar una panadería con algo realmente ligero y que se desmigajara. Todas las panaderías en Herzliah vendían puerco, y ella no pudo comer nada.

     Se quedó de pie en el otro lado del camino y buscó que alguien la llevara de aventón al mar. En la playa comería algo, sandía, queso, un sándwich con huevo duro, jitomate y mayonesa. La gente conducía a la playa en bikini, se habían puesto sus trajes de baño en casa, y no había lugar para ella en ningún coche.

     Caminó por la calle sin saber a dónde iba y buscó comida. De pronto vio el banco de las decepciones y recordó que tenía una cuenta allí, tal vez había un poco de comida en ella. Pero el cajero le dijo que se fuera al carajo, no había nada en su cuenta salvo dos algarrobas y una tachuela. Ella dijo:

     —Estoy decepcionada pero puedo vivir con ello —y pidió las dos algarrobas y se fue.

     Todo el camino del norte hasta el sur se comió las algarrobas despacio, porque no tenía nada más qué masticar. Tenía hambre, podría haberse zampado siete pita-falafels de un solo golpe, pero había una guerra en marcha y la gente caía sobre las bolas de falafel, y todas las calles en donde se vendían bolas recicladas de falafel estaban llenas de personajes histéricos tratando de joderse unos a otros dondequiera que pudiesen. No se podría decir que la mujer estuviera en gran forma, ni que Herzliah estuviese floreciendo, al contrario: éstos eran los peores días de su vida.

     Hay cosas con las que no se puede jugar, sabía la mujer, como la comida, por ejemplo, y los ojos. Incluso si hay una guerra en marcha, y no hay comida, hay que cavar hasta el fondo de la tierra en busca de una zanahoria, y si no hay alternativa hay que ir al cementerio y desenterrar los huesos y hacer sopa con ellos, lo que sea para mantener vivo el espíritu humano. Y si no hay alternativa y todo lo que el gobierno da es azúcar de uva, entonces hay que comer azúcar de uva y sopa de huesos, por diez, veinte años, hasta que acabe la guerra, y las panaderías dejen de vender puerco, y las langostas se muden a Siria o a Jordania, pero mientras la guerra continúe, y todo el mundo sepa que continúa, hay que pelear, y comer mierda, incluso si es asquerosa y no satisface en absoluto.

    

    

     La mujer que quería matar a alguien

     Hubo una vez una mujer que quería matar a alguien, de preferencia gordo. No la malinterpreten: no quería matar a una persona gorda para que hubiera más comida para los niños pobres de Nueva Delhi. Tenía otros motivos: ocultos, oscuros. Pensaba que le gustaría sostener una pistola, tener a un perro collie a su lado con la lengua colgando, y dispararle a un gordo en el estómago y que la bala saliera por el otro lado, como las cosas que entran por un oído y salen por el otro. La bala mataría al gordo, o al menos le haría pedazos algunos órganos internos; digamos que crearía un nuevo orden en la parte inferior de su vientre, una restauración, una reforma, un reordenamiento, una renovación, una reorganización, una desorganización. El gordo la vería con una mirada de sorpresa cuando la bala lo golpeara, y entonces abriría la boca como una persona en una película, y diría algo como «¿Qué has hecho?» o «¿Por qué yo?», o «Dame otra oportunidad» o «Haz lo que tengas que hacer», y caería al suelo como una bolsa de arena color café.

     Pero la mujer que quería matar no quería realmente que nadie muriese por ello. No quería ser responsable de acabar con la vida de alguien más, incluso si era gordo, comía mucho y le quitaba la comida de la boca a pequeños niños varados en las montañas. En todo caso, ella no podía hacer nada sin una pistola, un cuchillo, o algo letal, y no tenía nada de dinero. Sin embargo, caminó por la calle hasta que encontró a alguien muy gordo, y le dijo que fuera con ella a un patio. Pero él no fue. Cuando se detiene a alguien a media calle y se le pide que vaya con uno a un patio, de inmediato saben que algo huele mal, y la mayoría se va corriendo a la velocidad de un jet Phantom.

     No se puede tomar la ley en las propias manos. No es posible inclinarse, levantarla y abrazarla. La ley no es un bebé, nunca en la vida lo es, porque la ley, entre otras cosas, no nació ayer.

     No hay modo de escapar de esto: si una ley cae o tropieza, hay que dejar que se las arregle sola. Si se sienta a descansar en una vieja banca de parque, está totalmente prohibido acercársele. No es que la ley sea una mala persona, o que odie a la gente a la que se le aplica, es simplemente que no le gusta que la consientan, no le gusta que le hagan carantoñas, o que se espere que le dé un beso en la mejilla a la tía que la carga.

     La mujer que quería matar a alguien pensó que podría tomar la ley en sus manos, abrazarla, y si estaba de buen humor hasta cambiarle los pañales y darle un buen baño también. Hay algunas cosas en el mundo que gritan «¡Llévame!», como un niño abandonado, como un cachorro de lobo con una pata mala. Por otra parte, hay algunas cosas en el mundo que tienen guardaespaldas que una vez fueron beatniks.

     La mujer pensó que este mundo pertenecía a su padre, y que ella podría matar a algún gordo, si realmente no podía detenerse. Pero no se puede tomar la ley en las propias manos, simplemente la opción no está disponible, y si alguien quiere saber qué le pasa a la gente que toma la ley en sus manos, la respuesta es: los eliminaron, a los criminales; acabaron sus carreras en la cárcel.

     Un montón de libros y películas tratan de corrupción y la denuncian, y hablan acerca del conflicto de si se debe o no tomar la ley en las propias manos, y qué pasa a cualquiera que la levanta y la besa en donde se le antoja, tal vez incluso en el trasero (lo que hacen algunas personas, en especial detectives).

     ¡Alabado sea el Señor! Hay libros, en especial la Biblia; hay otros libros también, pero la Biblia les muestra dónde bajarse.

     La mujer quería saber qué pasaría si ella personalmente tomaba la ley en sus propias manos, si algo le pasaría a la ley, o a ella, si ella empezaría a vomitar o tendría de pronto un ataque de asma.

     Se levantó temprano en la mañana y fue a comprar una pistola decente, balas decentes, y salió a dar la vuelta por la ciudad. Las caras de la gente pasaban a su lado y ella buscaba alguna en la que pudiera fijarse. Pero nada estaba enfocado, la gente caminaba como siempre camina, caminan al lado de uno y de pronto ya no se les puede ver más.

     La mujer llegó a una gran plaza con muchas tiendas de vidrio roto y maniquíes deprimentes en los aparadores. Sacó la pistola y estaba a punto de tomar la ley en sus manos, pero entonces, como si alguien hubiera usado una varita mágica, ella apuntó el cañón a su propia sien y disparó, pero no había balas en la recámara, y la sorprendida mujer tiró la pistola en la fuente en mitad de la plaza. En su ruta hacia la fuente la pistola se convirtió en un gorrión, o un pinzón, que se fue volando a la distancia, tal vez a algún lugar en el mundo donde se puede tomar la ley en las manos y mantenerla quieta, sin temblar, sin caer, y verla de muy cerca, y quizá preguntarle cuál es su historia.

    

    

     La mujer que fue a buscar un walkie-talkie

     Había una guerra en marcha, y todos querían sentirse parte de ella. Muchas personas compraban walkie-talkies, y algunas de ellas comenzaron incluso a conducir por ahí en jeeps de colores militares. Los caminos se volvieron peligrosos, sólo a gente que usaba banderas se la dejaba conducir en el carril izquierdo, o usar la autopista: los otros cerraban la boca y viajaban en autobús con boletos con cincuenta por ciento de descuento.

     Incluso cuando la guerra terminó la gente siguió comprando walkie-talkies. Tenían bulimia, no podían controlarse.

     Hubo una mujer, ni alta ni gorda, que se moría por tener un walkie-talkie en la casa. Sabía que no bastaba comprar un walkie-talkie, que se debía tener al menos dos para poder transmitir. A la mujer no le importaba, sólo quería un aparato, pero nadie quería venderle uno: decían que los walkie-talkies eran como calcetines, zapatos, o guantes, que venían en pares, y que sería mejor que ella se encontrara un compañero.

     Nadie quería ser su compañero, porque tenían otras cosas que hacer. Por ejemplo, devolver el mercado a su estado normal de antes de la guerra. La mujer no sabía qué hacer. ¿Qué creen que debiera haber hecho? Cuando hay que comprar algo con un compañero, es un problema. No siempre se puede encontrar un compañero para conseguir una rebanada de pan en la tienda de abarrotes, así que ¿por qué se debería poder encontrar uno para un walkie-talkie? Pero había una guerra en marcha, y en tiempo de guerra la gente se acerca la una a la otra, algunos de ellos hasta se inclinan, y otros se levantan las faldas.

     La mujer quería un walkie-talkie y no había nada que pudiera hacer al respecto.

     Un día resultó que estaba en la calle Basel en Tel Aviv, y había un chino inescrutable allí que vendía calentadores solares con un descuento considerable, y también walkie-talkies sencillos por cincuenta shékels, veinticinco nuevos shékels y veinticinco shekels viejos y obsoletos. La mujer aprovechó la oportunidad, y comenzó a revolver las cajas del chino en busca de un walkie-talkie con calidad de nuevo.

     Tenía cuarenta nuevos shékels. El vendedor aceptó un acuerdo con ella y bajar el precio a treinta, y llegaron a un trato.

     La mujer encendió el walkie-talkie y empezó a a hablar. Abrió su boca y nunca volvió a cerrarla. Caminó por toda la costa, de Tel Aviv a Haifa, a veces en la playa y a veces en el agua, y habló y habló, y la gente con cuyas frecuencias se enlazó no sabía qué hacer, pues no podían avanzar nada en su trabajo. En Natanya paró por café, en esa plaza de cafés junto al parque que llega hasta el mar, donde venden pizza por veinte shékels, y ella ordenó espresso au lait aunque no hay tal cosa salvo en Herzliah Pituach. El encargado del café no sabía qué hacer con esa loca que ocupaba una mesa y pedía espresso au lait, hay un límite al absurdo que una persona puede soportar de sus semejantes, y la gente que tiene problemas debería hacerse revisar por profesionales.

     La mujer no tenía nada más qué decir. Murmuró la historia de su vida en el aparato veinticinco veces, sus raíces, sus deseos, recitó pasajes de libros que se sabía de memoria, y entonces, cuando todo lo demás falló, comenzó a cantar canciones de las que conociera el estribillo y la primera estrofa. Pasó por todos los festivales, cantó canciones de mucho tiempo atrás, y dio a la gente cuyas frecuencias usaba tales dolores de cabeza que los forzó a transmitir en otros canales, en canales imposibles.

     La mujer siguió parloteando —era increíble, la mujer debía de haberse tragado un radio— y su walkie-talkie empezó a echar chispas de tan sobrecargado, pero nada hizo ningún efecto en su sorprendente capacidad confesional.

     Un poco después de Zichron Ya’akov el mismo walkie-talkie le pidió —con palabras, en fluido hebreo— que parara, porque estaba a punto de tener un ataque de nervios, ya no podía soportarlo, ¡por qué no dejaba de fastidiarlo, por piedad! Ella no era la única, él tenía otros clientes también, y la mujer tomó un descanso, hasta que alcanzó el Kishon.

     En las riberas del Kishon siguió callada y tomó muestras del agua. Quería comparar el hedor de Haifa con el hedor de Tel Aviv, pero no había nada que comparar, ambos ríos eran asquerosos, y la mujer supo que tendrían que secarlos de una vez y para siempre. Ella hizo contacto con toda clase de empresas de lavado y secado y las invitó a traer sus ventiladores gigantes y secar los ríos Kishon y Yarkon y acabar ya con ese hedor. Por el walkie-talkie ordenó la operación entera, y también la pavimentación del Kishon y el Yarkon con mármol italiano, y entonces, mientras todos los habitantes de Natanya llegaban para manifestarse y quejarse de por qué no hacían lo mismo al río Alexander, ella dijo que lo sentía, era imposible dejar a un país sin un solo río apestoso.

     Después de que se logró la tarea, ella escuchó las sirenas de un carro de policía que llegaba a confiscar su walkie-talkie, en caso de que de pronto se le ocurriera empezar a inundar el valle de Hulleh y destruir la infraestructura agrícola de los kibbutzim.

     La mujer entregó el walkie-talkie sin ningún problema, y dijo que estaba harta de él, estaba envejeciendo y se iba a casa.

    

    

     La mujer cuya mano se atoró en el buzón

     Hubo una vez una mujer que esperó durante años una carta importante. No sabía de quién era, y tal vez era en realidad un cheque por una suma bastante grande. La mujer esperaba ansiosamente esa carta, incluso aunque nadie le debía nada.

     Estaba tan ansiosa de que la carta llegara que todos los días abría su buzón y sacaba todo de él, es decir, principalmente volantes baratos que anunciaban fumigaciones, o el número de teléfono de un plomero con faltas de ortografía.

     Ella arrugaba todo hasta convertirlo en una bolsa de papel de colores, y lo echaba en el jardín, junto al arbusto floreciente de las rosas, y luego iba al piso de arriba. Esto siguió por años: ella se levantaba en la mañana, salía a correr, daba vuelta al vecindario, regresaba a casa, tal vez veía llegar al cartero y observaba y esperaba.

     Un buen día el cartero dejó de venir y con él el correo. Esto duró una semana hasta que la mujer fue a la oficina postal local a preguntar qué pasaba. Le dijeron que el cartero había resultado herido en un accidente de tráfico y su estado era grave, pero estable.

     La mujer no supo qué hacer. Sintió un vacío que bordeaba la desesperación, y regresó a tragar toda clase de cosas a las que ella se había prometido no volver a acercarse jamás. Por dos semanas no recibió nada salvo esos anuncios huecos, hasta que un día vio venir a un nuevo cartero.

     El nuevo cartero era evidentemente nuevecito: no dejaba de confundirse y dejar cartas en buzones que nada tenían que ver con ellas y pertenecían a familias del otro lado de la calle.

     Era como una pesadilla, era como soñar con monos quemados, y en realidad, desde el principio del desorden con el correo, la mujer comenzó a soñar con monos quemados, con un fuego en la jaula de los monos del zoológico municipal. En sus sueños ella miraba a los babuinos negros y pensaba que eran exactamente como sombras de babuinos, pero eran en realidad babuinos quemados.

     Pasaron semanas, llegó el verano insoportable. No llegó carta interesante para la señora, sólo cartas sin sentido que no estaban dirigidas a ella en absoluto, y ella las pegó con desagrado en el tablero de avisos.

     Un buen día ella caminó al lado de una charca y las llaves del buzón cayeron en ella y desaparecieron. La mujer buscó por hora y media, se arrojó al agua estancada, pero nada sirvió.

     La mujer no sabía qué hacer. Le afectó tanto que la idea de abrir el buzón a la fuerza ni siquiera se le ocurrió.

     Fue a su casa, miró en el buzón y vio algo blanco, que podía ser una carta, que podía contener un cheque o una carta de un pariente remoto en Uruguay, invitándola a ir y pasar allá el verano.

     Pero su mano se atoró y no pudo sacarla. Sentía el borde del sobre con las puntas de sus dedos y trató de moverlos en su confinamiento, esperando atrapar la carta entre dos dedos y sacarla, y correr al piso de arriba a empacar.

     No funcionó, y ella empezó a sudar, el sudor realmente se derramaba de ella, pero le daba vergüenza pedir ayuda, le daba vergüenza que la encontraran esperando al Mesías.

     Por suerte para ella, su vecina pasó y dijo que debían ensanchar la abertura del buzón, y entonces ella sería capaz de quedar libre. La vecina trató con toda su fuerza, con unas pinzas, y con otras herramientas que trajo de su apartamento, pero nada sirvió.

     De pronto el nuevo cartero llegó y les preguntó qué creían estar haciendo. La mujer dijo que había sido un accidente, y los accidentes sucedían,
y había que encararlo y aprender de la experiencia. El cartero le hizo caso, y distribuyó el correo a todos los vecinos, salvo a ella.

     —Escúcheme un minuto —dijo la mujer atorada—. Durante siete años he estado revisando el buzón cada día, y nunca he recibido una sola carta importante. Tengo familiares en Montevideo, y estoy segura de que no se opondrían a que yo me fuera a quedar con ellos por un mes o dos.

     —Antes de ir a Montevideo —se burló el cartero— será mejor que se libre usted de su buzón.

     —¿Qué sugiere? —preguntó la vecina.

     Y el cartero se arremangó la camisa y liberó los dedos uno por uno. Le tomó cinco horas hasta que vio que la mano de ella estaba afuera y ella la apretaba y la relajaba para hacer que la sangre volviera a circular.

     La vecina trajo otras pinzas, y los tres sacaron la carta que estaba en el fondo del buzón. Sí, era una carta, y la mujer la abrió, temblando, y en efecto: había un boleto de avión a Montevideo y un cheque por varios miles de dólares.

     —¿Lo ven? —dijo la mujer, llena de dicha.

    

    

     La mujer que dio a luz gemelos y cayó en desgracia

     Hubo una vez una mujer que tuvo fuertes dolores de parto y fue al hospital a parir. La pusieron en la sala de partos, y su marido quiso entrar también, pero la mujer y los doctores le dijeron que no debía, ¿para qué le iba a servir? Él no tenía que estar en todo lo que pasaba en el mundo.

     El marido tomó una cajetilla de cigarros Noblesse y empezó a fumarla duramente. Toda la noche la mujer gritó por el dolor, pero no era la única. Así es como es en las salas de partos. La mujer tenía una fuerte contracción cada tres minutos, y el doctor vino y dijo que tenía una abertura de tantos y cuantos dedos, que estaba empezando a dar a luz, y que cuando le dijeran que pujara, ella debía pujar.

     Entre una contracción y la siguiente la mujer yacía y escuchaba las maldiciones de sus colegas. Algunas maldecían a sus bebés, otras a sus maridos, y otras sólo maldecían para soltarlo todo.

     La mujer no maldijo, pero tampoco cantó canciones alegres. Se mantuvo callada entre las contracciones, y cuando le dijeron que pujara, pujó. Después de que salió el primero, le dijeron que descansara, el segundo saldría en quince minutos, y así fue, el segundo salió solo y las enfermeras dijeron Felicidades, tiene usted dos hijos, y ella estaba terríficamente feliz, y se secó una lágrima, y empezó a sentir que su vientre se contraía.

     Su marido la esperaba afuera, con los ojos brillantes de felicidad. Le besó la frente y le dijo que era fantástica, y la mujer dijo que lo pensaría, y decidió llamar a los niños Hammurabi y Nabucodonosor. Su marido la miró con asombro y le dijo que debía descansar.

     La familia entera de la mujer y la del hombre también llenaron la maternidad, y cuando llegaron a felicitar a la mujer ella les dijo que los niños se llamaban Hammurabi y Nabucodonosor, y su esposo no supo dónde esconderse.

     Las manos de la gente se congelaron cuando tendieron sus ramos de flores y escucharon los nombres que ella había elegido.

     Su marido no sabía qué hacer. Sintió que estaba en un problema terrible. Hizo su mejor esfuerzo para persuadir a la mujer de darles a sus hijos nombres normales, como Itai y Daniel, pero la mujer era terca como una mula.

     Después de unas cuantas horas el hombre estaba traspuesto de ira, y siempre que alguien preguntaba cuáles eran los nombres de los niños él respondía Itai y Daniel, y la mujer respondía Hammurabi y Nabucodonosor. Esa noche el hombre lloró. Simplemente se quedó de pie en el corredor junto a los nombres de las madres y lloró. No había nadie junto a él, porque la gente prefería dejar que la pareja se las arreglara por su cuenta.

     Toda la noche el marido caminó para un lado y para el otro y pensó en qué hacer. En la mañana fue con la mujer y le dijo —estaba inventando, por supuesto— que Dios se le había aparecido en una visión por la noche y le había dicho que si llamaba a sus niños Hammurabi y Nabucodonosor sería peor para ellos.

     La mujer, cuyos labios estaban pálidos y secos, y cuya piel estaba amarilla, dijo que Dios se le había aparecido a ella en una visión por la noche y le había dicho que les pusiera a sus hijos Hammurabi y Nabucodonosor.

     Tres días pasaron y la madre y los bebés dejaron el hospital. En contraste con el séquito que suele acompañar a una mujer que deja el hospital luego de parir, sólo el marido y su pequeño auto esperaban en el campo de juegos.

     Todo el camino hacia casa en Nes Ziona los padres se quedaron en silencio, y los niños gritaron. Desde el minuto en que entraron a su apartamento en Nes Ziona sus vidas se convirtieron en una pesadilla. En las muñecas de los bebés, cada padre pegó sus nombres elegidos, y nadie iba a visitarlos. Era obvio que esto se debía a los nombres. Casi nadie llegó tampoco a la circuncisión, y el circuncidador pronunció los nombres que le dio el marido —Itai y Daniel— aun cuando la mujer murmuró que los niños se llamaban Hammurabi y Nabucodonosor.

     Tras el degradante ritual, el hombre llevó a la mujer a casa y la puso en el dormitorio y cerró la puerta con llave. Entonces arrancó los nombres extraños de las muñecas de los niños y remarcó los suyos con tinta negra. Además, dio a cada niño una etiqueta de identificación y camisetas marcadas con esos nombres. Él pensaba que una vez que su mujer viera toda aquella producción se rendiría y estaría de acuerdo con Itai y Daniel.

     Pero las cosas se pusieron peor, desde el punto de vista del marido. Todos sus amigos los abandonaron, y siempre que la mujer aparecía en el parque con aquel Hammurabi y aquel Nabucodonosor las otras madres y nanas huían corriendo.

     Sin otra opción en el asunto, el marido regresó a su trabajo, pero su vida —sentía— no valía la pena vivirla.

     Un día, a las dos de la tarde, decidió ir a casa y ver qué pasaba cuando él no estaba allí. De pronto se le había metido en la cabeza que su mujer se dedicaba a toda clase de magias mientras él estaba en el trabajo…, pero esto era absurdo: todo lo que ella hacía era dar pecho a los bebés y cambiarles los pañales, y el marido desesperado regresó a trabajar, más deprimido que nunca.

     Un buen día, mientras el marido estaba en lo alto de la grúa, vio a su mujer y a los gemelos avanzando por el muelle hacia el puerto. Le pidió a su compañero que lo bajara, y corrió hacia ella.

     —Buenos días —dijo ella—, olvidaste tu sándwich.

     El marido se sintió terriblemente decepcionado y se echó a llorar. Había pensado que ella venía a decirle que estaba de acuerdo con Itai y Daniel, pero cuando oyó la verdadera razón se cuarteó y se cayó en pedacitos. Hizo una gran función en el muelle, gritó y se arrancó los pelos, sollozó, ventiló sus sentimientos, y todos los trabajadores del puerto, de pie, lo vieron revolcarse en el polvo, y su mujer lo vio también.

     Luego de tres horas y media de saltos mortales, el marido se puso de pie y dijo:

     —O llamas a los niños Itai y Daniel, o es el fin de ti y de ellos y de mí.

     —Muy bien —accedió la mujer—, pero éste es Itai y éste Daniel, ¿de acuerdo?

     El marido no podía creer lo que escuchaba, no podía creer que los nombres Hammurabi y Nabucodonosor hubieran desaparecido de su cabeza, ¡pero qué tal, había sucedido! l

    

     Traducción de Alberto Chimal,

     a partir de la traducción del hebreo al inglés de Dalya Bilu

 

 

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