Queridísima Ana [fragmento] / Judith Katzir

     Lunes, Semana de Pascua, 4 / 4 / 1977

    

     Queridísima Ana:

     Empiezo ya mismo. Así fue como comenzaste, el veinte de junio, año cuarenta y dos, tu diario en forma de cartas a Kitty, tu amiga imaginaria, a quien te llevaste al encierro poco tiempo después. El diario con tapas de tela a cuadros rojos y blancos, que recibiste de tu padre por tu cumpleaños número trece, se abría ante ti como una mañana al inicio del verano, brillante y lleno de promesas, con olor del papel e interminables páginas que aguardan ser llenadas. Aquí estoy yo, Ana Frank, que empiezo a escribirte; aquí estoy comenzando la emocionante aventura que es mi vida; tú no podías haber sabido que tu comienzo no tendría una continuación, y que estaba tan cerca del final.

     Y aquí, treinta y cinco años después, en una mañana dorada y azul de primavera, yo también estoy por comenzar; nuestra maestra de literatura y composición, Michaela Berg, joven, increíble y una fantástica maestra, nos encargó leer tu diario y escribirte una pequeña carta como tarea para las vacaciones de Pascua. Nos prometió que quien escriba la mejor carta la leerá frente a toda la escuela en la ceremonia del día de Conmemoración del Holocausto. El libro El diario de Ana Frank ha estado junto a mi cama desde que me lo dieron como regalo de bat-mitzvah, y aunque ya lo leí tres veces, lo leí ahora una vez más, y pasé dos días trabajando en la carta. No se la he mostrado a nadie todavía, pero creo que salió bastante bien, y estoy cruzando los dedos para que Michaela me elija a mí para leer en la ceremonia. (Si me dice que está bien, la copio para ti).

     Cuando escribí la composición, descubrí que me gustaba escribirte, a tu rostro afilado y delicado, que no podría considerarse «bonito», pero que brilla como alumbrado por la luna; a tu sonrisa que es traviesa y algo tímida; y a tus ojos grandes y un poco saltones que brillan con curiosidad e inteligencia (en las fotografías parecen negros, pero es difícil saberlo porque tus fotografías en el libro son en blanco y negro; quizá eran café oscuro, o verdes). Me gusta en especial dirigirme a tu alma valiente y tempestuosa, «un atado de contradicciones», como escribiste, porque también siento que hay tormentas y contradicciones dentro de mí, y principalmente el deseo apasionado por aquello que todavía no tiene nombre, que puede ser la naturaleza o puede ser el amor, o puede ser Dios o puede ser la vida misma.

     Me encanta escribir también, y sueño con convertirme algún día en escritora o poeta. Cuando escribo un poema me siento llena de un tipo de emoción particular, una especie de calor interno y una intensa concentración, y luego siento que nada puede hacerme daño. Algunas veces parece como si el mundo me hablara en clave, el mar parpadea en clave Morse, el viento me susurra secretos, nada es lo que parece, todo es un signo de otra cosa oculta, y los poemas que leo o que escribo son las claves que sirven para entender esos indicios, para conectarlos y descifrarlos, y así revelar algo verdadero e importante acerca del alma.

     Cuando era pequeña, antes de que aprendiera a escribir, solía sentarme durante horas en el bosque atrás de nuestra casa y acomodaba las pequeñas flores y las piñitas y las hojas de los pinos en las viejas baldosas que hallaba en nuestro almacén; creaba mundos completos para mí misma, cambiaba el orden una y otra vez, hasta que me parecía que era el más bello y el más preciso. Cuando tenía cinco años, mi madre me enseñó el alfabeto, y desde entonces me gusta acomodar palabras. Hace tiempo todavía le permitía leer mis poemas, pero más o menos hace un año ya no. Le mostré un poema llamado «Una rosa roja en una ciudad de hielo», en el que había trabajado mucho y del que estaba muy orgullosa, y ella lo leyó e inmediatamente me preguntó si era acerca de ella; yo no estaba pensando en ella para nada mientras lo escribía, ni en mí misma tampoco, sólo estaba escribiendo un poema y ella ni siquiera dijo que estaba bello.

     En los poemas no puedo decir todo lo que me pasa ni lo que pienso, y como nada me parece real hasta que lo atrapo dentro de una red de palabras, he decidido escribir un diario. (Tal vez me estoy engañando a mí misma, porque ¿cómo es posible atrapar la profundidad del cielo después de la lluvia, el color preciso de la tarde, la sensación del viento en la piel? Algunas veces los agujeros en mi red son demasiado grandes, y muchas cosas se escapan…). El diario también me dará la oportunidad de practicar, será una especie de laboratorio donde realizaré experimentos y mejoraré mi estilo.

     Sé que si fueras, por decir algo, una niña en mi clase, querría mucho mucho que fuéramos amigas. Tengo una buena amiga, Racheli Rubin, inteligente, sensible y algo retraída, como yo. Ambas somos un poco solitarias, y no nos importa en realidad lo que la gente piense de nosotras. Puedo contarle casi todo, pero contigo puedo ser completamente franca, y puedo estar segura de que no contarás mis secretos a nadie. Trato de no pensar en el hecho de que en realidad estás muerta, y que si te hubieran salvado y siguieras viva, tendrías casi cuarenta y ocho, serías mucho más grande que yo, más grande incluso que mi madre, que tiene cuarenta (aunque ella no me deja decirlo, porque quiere que la gente piense que es mucho más joven). En tu diario para siempre tendrás trece y hasta quince años y dos meses —mi edad exactamente. (Tengo trece años y medio. En noviembre tendré catorce).

     Lo que más me gustaría —ahora respiro profundo y lo digo—, lo que más me gustaría sería ser tu Kitty, la de los ojos y el corazón a quien le escribiste tu diario. Al inicio del año en la clase de Michaela aprendimos el poema de Zelda «Cada hombre tiene un nombre». El poema comienza: «Cada hombre tiene un nombre dado por Dios y por su padre y por su madre», y sigue diciendo todos los que le dieron a esta persona un nombre: las montañas y el mar, sus pecados, su ceguera, y sus anhelos, sus vacaciones y su trabajo, sus enemigos y su amor, y demás. Yo no tengo un amor todavía, ni trabajo ni enemigos (espero), y por el momento no he pecado demasiado, así que elijo llamarme por el nombre que me diste. Así que para que puedas decidir si lo merezco, si soy digna de tu amistad y de tu confianza, necesito escribirte acerca de mí con total honestidad, sin adornos ni embellecimientos, como tú escribiste acerca de ti misma, «llana y sin adornos».

     (Apenas comienzo y ya estoy exhibiendo el hebreo sofisticado que me ha hecho ser siempre la favorita de las maestras de literatura y composición, y claro que tú escribías y leías en holandés y sabías alemán y algo de francés e inglés también).

     Así que aquí estoy ante ti: Rivi Shenhar, estudiante del octavo grado, que vive en Haifa en el Carmel, una niña con muchas fallas y muchos secretos.

     Primero que nada, no soy bonita. Cuando era pequeña la gente decía que sí lo era. En primer año de la escuela las niñas de los grados superiores me acariciaban la cabeza en los recreos y me decían Blancanieves. Menahem, el amigo de mi abuelo, que es pintor amateur, siempre dijo que yo parecía como una niña en una pintura de Renoir. Cuando tenía seis años, me senté frente a él durante varios sábados, con mi vestido blanco de cuello de marinero y mis zapatos de piel negra, y me pintó en gouache, y cuando terminó me regaló la pintura, y escribió en la parte de atrás: «Para Rivi, una corona de pelo castaño rizado, sus ojos como dos lagos, abiertos y lindos, labios carmín con dientes aperlados, un hoyuelo en cada mejilla que son como manzanas, de parte del pintor Menahem, que escribe rimas terribles». Hace un año, a Menahem le dio un infarto cerebral, y desde entonces tiene paralizada la mitad del cuerpo y no puede pintar; sólo se sienta en una silla de ruedas frente a la ventana y fuma su pipa y mira el cielo y las nubes. Pero la pintura todavía cuelga en la pared de mi cuarto encima de la cama. Algunas veces la miro y pienso que ya no soy así de bonita. En tercer año jugábamos a niños contra niñas en el patio de la escuela, y Avner, el bravucón, me persiguió hasta que me caí de boca y me rompí los dos dientes, los de en medio arriba —un hueco asimétrico en medio de mi boca. Desde entonces me acostumbré a sonreír con la boca cerrada. Cuando me río trato de cubrirme la boca con la mano. En cuarto año fracasé en mis esfuerzos por ocultar de la maestra Edna el hecho de que no podía ver lo que escribía en el pizarrón, ni siquiera desde el escritorio de adelante. Mi madre me llevó al optometrista al lado de su agencia de viajes en Hadar, y juntas elegimos un armazón cuadrado de plástico, azul grisáceo como el color de mis ojos. Y entonces los «dos lagos abiertos» se convirtieron en dos charcos enmarcados, y los «dientes aperlados» en la entrada de una caverna entre piedras escarpadas. Mi rostro franco se convirtió en un rostro oculto.

     Ésas son las fallas externas. Además, tengo dos defectos internos: sólo escucho con un oído, el derecho (en el izquierdo mi nervio auditivo está dañado de nacimiento). Racheli ya se acostumbró a sentarse o a caminar al lado derecho mío, pero con los extraños me da pena decir nada, y cuando están a la izquierda tengo que girar la cabeza o hacer un esfuerzo para escucharlos, e incluso entonces no siempre puedo hacerlo, sólo finjo. Me he dado cuenta también de que cuando no uso mis lentes escucho mucho menos. ¿No está chistoso?

     El último defecto es la taquicardia, que me sucede cuando tengo una fiebre alta, o cuando me sobreexcito, y algunas veces sucede sin razón. Cuando era pequeña tomaba medicina para desacelerar mi pulso, pero con el tiempo inventé ejercicios de respiración con los que ayudo a que regrese a lo normal. En cualquier caso, los doctores me han prohibido ir a clubes o a fiestas donde la música esté demasiado alta (para no perder la escucha en el otro oído), y no me permiten beber café, refrescos, alcohol ni fumar cigarros (porque el alcohol, la nicotina y la cafeína hacen que tu corazón lata más fuerte). Parece que pasaré mi juventud como una aburrida: bebiendo jugo de zanahoria (para mejorar mi vista) y leyendo libros. No me importa, he sido un ratón de biblioteca desde los cinco años de edad. Cuando era pequeña, mi padre sacaba para mí libros de la biblioteca Borohov en Hadar (aparentemente ahí todavía le importaba), y desde entonces me he devorado la biblioteca de mi primaria y otras dos bibliotecas en el Centro Carmel (el viejo en la calle Keller y el nuevo en la avenida Hanasi), que es bellísimo y espacioso e inundado de luz agradable en la tarde, como si saliera de los libros. Podía dormir sobre tres sillas juntas, o hacerme espacio en la amplia repisa de las enciclopedias y los diccionarios y confeccionarme una cama ahí. Incluso hay un pequeño refrigerador, y hay baños decentes en la biblioteca. Te reirás, pero cada que estoy buscando un libro tengo que ir a hacer popó. Una vez, tan pronto como encontré el libro que estaba buscando (Tres hombres en una barca, de Jerome K. Jerome), no me pude aguantar, jalé el libro de la repisa y me lo llevé al baño. Comencé a leerlo y me adentré tanto en él que sin darme cuenta estaba riéndome en voz alta, porque cuando salí me topé con Tirza, la vieja y estricta bibliotecaria que me esperaba en la puerta. Me gritó y me amenazó con que si volvía a suceder cancelaría mi membresía. Quería decirle que, comparada con todos los niños que rayaban los libros y escribían obscenidades y arrancaban las páginas en las partes más emocionantes, lo que yo hice no era tan terrible, cuando más sólo un poco de mal olor, pero sabía que en esta situación lo que menos me convenía era ponerme insolente. (Verás que te lo estoy contando todo…). Si viviera en la biblioteca podría leer toda la noche, incluidos los libros en la sección no apta para mi edad. Tirza nunca me deja sacar libros de esa sección altamente deseable, pero con Hava, la bibliotecaria joven que parece un topo medio ciego, me atrevo a mentir diciendo que son para mi madre y ella los apunta en mi carnet sin decir nada. Así fue como logré leer El acuerdo y El exorcista y El miedo a volar, que tienen pasajes bastante provocativos. Pero desafortunadamente no vivo en la biblioteca, sino en nuestra casa en la calle George Eliot, llamada así en honor a una escritora inglesa que escogió un pseudónimo masculino.

     Nuestra casa está en el fondo de una colina empinada, enfrente de la escuela primaria a la que iba hasta hace dos años, en la esquina de la calle Yafeh Nof, que en algún momento se llamó calle Panorama. A través de las grandes ventanas de nuestra sala puedes ver toda la bahía, los barcos anclados en el puerto y las chimeneas de las refinerías de petróleo.

     Vivo con Carmela, mi madre, y mis dos hermanos pequeños Oren y Noam. Yehuda, mi padre, quien enseña ciencia política en la universidad, no vive con nosotros. Se divorciaron hace un año, cuando estaba en séptimo grado. Mi abuelo, Emanuel, vive en el piso de abajo de nosotros, y algunas veces bajo a visitarlo por la tarde. Nos hace té con galletas y me cuenta sobre su madre, que era la mujer más bella de Petah Tikva, y sobre su infancia en Haifa durante lo días de los turcos y en Alejandría durante la Primera Guerra Mundial, y sobre la preparatoria Reali, donde estudió cuando recién la inauguraron, y acerca de mi abuela Rivka, que tenía «una personalidad excepcional, era bella e inteligente e independiente». La abuela trabajaba como maestra en la escuela Leo Baeck, y fue la maestra de mi madre desde el primero hasta el cuarto grado. (Mi mamá me dijo alguna vez que la tenía que llamar «maestra» como todos los otros niños y que era muy estricta con ella). Murió en brazos de mi abuelo de cáncer de seno a los cincuenta y cinco años, un año antes de que yo naciera, y me heredó su nombre, que odio, y un miedo a su enfermedad. Sé que mi madre tiene miedo también —una vez la caché tocándose los pechos enfrente del espejo del baño—, y quizá por eso es que nunca habla de su madre, y creo que también porque la extraña y los recuerdos son dolorosos para ella. Una vez al año, dos semanas antes de Purim, enciende una veladora enfrente de la fotografía de la abuela encima de la televisión y ella y mi abuelo van al cementerio y se encuentran con mi tía Tehiya, la hermana menor de mi abuela, y con Amos y Nathan, sus hermanos mayores, y después del servicio todos regresan a casa para beber café y comer pastel, pero incluso entonces no hablan de ella, sino sobre sus hijos y sus nietos y sobre sus viajes y, una vez, cuando quise ir con ellos y ver la tumba, mi madre me dijo cortante: «No hay nada que ver, sólo es una piedra».

     Me gusta escuchar a mi abuelo, aunque tiene la voz ronca y su hebreo es muy florido, y algunas veces usa palabras en yídish o en árabe, que no entiendo y que tiene que traducirme; aunque no me habla a mí en realidad, sino que le gusta escucharse hablar. Después del té se pone su saco y una de sus boinas de lujo
—tiene una colección de boinas para combinar con sus sacos, de lana cuadriculada para el invierno y de algodón pálido para el verano, para proteger su calva de la lluvia y del sol—, y va a visitar a su novia Bracha, de quien mi madre dice que es vulgar, pero a mí me parece que es muy linda y está llena de vida. Bracha se ha divorciado dos veces y enviudó una, y mi madre no deja que mi abuelo se case con ella, quizá porque tiene miedo de que Bracha quiera redondear las veces que ha sido viuda con las de sus divorcios, y quizá porque piensa que estaría traicionando a mi abuela Rivka.

     Mi abuelo me deja quedarme en su departamento y camino por sus cuartos, abro el bar en la alacena y respiro el olor del whisky, del coñac y de los licores, y el olor a madera y algunas veces me sirvo un trago de brandy en un pequeño vaso de cristal y tomo tragos pequeños, y mi cara se siente caliente y la vida de pronto me parece glamurosa. En el estudio miro los álbumes y huelo los libros viejos y algunas veces hojeo algún volumen de la Enciclopedia Hebrea y leo todo tipo de entradas; y en el baño me gusta oler su brocha para rasurar y la botella azul de loción. El único olor que no soporto es el de la recámara, huele a sábanas sin cambiar, a medicinas y a vejez.

     Mi abuelo es dueño de una agencia de viajes en Hadar, que comenzó en los cincuenta como una agencia de turismo interno que organizaba viajes financiados por el gobierno para los asilos de sobrevivientes del Holocausto. Pero en años recientes, después de que mi madre comenzó a trabajar con él, la oficina se ha expandido y organiza viajes al extranjero, sobre todo a Europa, para sobrevivientes y para gente ordinaria. Los agentes de viaje están en el primer piso, junto a la entrada con pósteres brillantes de molinos y campos iluminados y cumbres nevadas en las paredes. Las oficina de mi abuelo y de mi madre están en el segundo piso, y en el cuarto de junto están los archiveros de hierro con los grandes fólderes de cartón, blancos con negro, con nombres y direcciones de los clientes en el lomo. Entre los archiveros está la puerta del almacén donde hay una fotocopiadora descompuesta, una aspiradora, una cubeta, una escoba y montones de viejos folletos que anuncian tours que sucedieron hace mucho tiempo. Después de leer tu diario, pensé que, en una emergencia, este almacén podría servir como escondite, con su puerta oculta por uno de los archiveros.

     Mientras tanto, hasta que compre un cuaderno especial con candado, como tu diario, he comenzado a escribirte en la parte de atrás de los papeles que mi madre trae de la oficina, en los que se describen los distintos tours, «La Europa clásica en veintiún días», «Los Estados Unidos de costa a costa», «De los canales de Venecia a las luces de París» y demás. Mi madre y mi abuelo viajan bastante, pero yo nunca he estado fuera del país. Leo las descripciones de los tours y me imagino que estoy en un camión rojo de dos pisos en las calles neblinosas y grises de Londres, dando de comer a las palomas tradicionales en la plaza de San Marcos en Venecia —eso es lo que dice: ¿crees que usen pequeñas kipás en la cabeza?—, o visitando un molino holandés. En el tour de «La Europa clásica», una de las mañanas en Ámsterdam está dedicada a visitar tu escondite, y después de eso tienen tiempo libre para ir de compras.

     Se está haciendo tarde y estoy cansada. Seguiré mañana l

    

     Tuya, tu vieja-nueva amiga Kitty  […]

    

    

     Traducción de Pablo Duarte,

     a partir de la traducción del hebreo

      al inglés de Dalya Bilu

 

 

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