La simetría de los deseos (fragmento) / Eshkol Nevo

Capítulo 1

Fue idea de Amijai. Siempre tenía ideas de esta clase aunque, entre nosotros, el ideólogo acostumbraba a ser Ofir. Pero Ofir malgastaba su creatividad en los bancos y los hojaldritos Bisli en una agencia de publicidad, con lo cual, en las reuniones con la pandilla, aprovechaba la oportunidad para ser banal, para estar callado y hablar poco con el sencillo vocabulario de Haifa; y muchas veces, cuando estaba algo bebido, nos abrazaba y decía: Vaya suerte tenemos todos nosotros, no tenéis ni idea. En cambio, Amijai vendía pólizas para Mi Corazón, un fondo de previsión para enfermos cardiacos, y aunque muchas veces conseguía sacar de sus conversaciones de vendedor alguna anécdota sorprendente, generalmente de supervivientes del Holocausto, era imposible decir que el trabajo le proporcionara muchas satisfacciones. Cada pocos meses nos anunciaba que dejaría Mi Corazón en cuanto pudiera. Quería iniciarse en el shihatsu, pero siempre surgía algo para que lo aplazara: una vez le ofrecieron una prima; otra vez un vehículo; luego fue la boda con Ilana, la llorona; después los gemelos. Así que toda la alegría de vivir que bullía en él y que se expresaba con dificultad en las reuniones familiares o en la cama con Ilana, surgía con nosotros, sus-tres-mejores-amigos, en forma de iniciativas ocurrentes, como viajar al Jof Golan en el décimo aniversario de nuestro primer viaje al parque acuático de Luna Gal, o inscribirse en el concurso de karaoke y antes entrenarse como Dios manda para cantar a cappella una canción de los Beatles. ¿Por qué precisamente de los Beatles?, preguntaba Churchill, y con el tono en que lo decía ya se podía adivinar cuál sería la suerte de la nueva peripecia. ¿Por qué no? Ellos son cuatro y nosotros también cuatro, trataba de convencernos Amijai, pero su voz traslucía que sabía que, como las anteriores, aquella iniciativa no se llevaría a cabo. Sin el apoyo de Churchill nos era difícil hacer algo. Cuando él machacaba algo o a alguien, lo hacía de una forma tan casual y precisa que sentías lástima de los abogados a los que se enfrentaría en el tribunal. De todos modos, fue Churchill quien fundó nuestro grupo en secundaria. No lo fundó exactamente; sería más cierto decir que nos agrupamos alrededor suyo como ovejas extraviadas. Los rasgos de su ancho rostro, los cordones de sus zapatillas deportivas deshechos, incluso su forma de caminar, todo transmitía la sensación de que sabía lo que estaba bien. Que tenía una brújula interior que lo dirigía. Por supuesto que, en aquellos años, todos simulábamos ser autosuficientes, pero Churchill lo era de verdad. Las chicas retorcían sus rizos cuando pasaba delante de ellas, aunque no fuera especialmente guapo, en el sentido cinematográfico de la palabra. Y le votamos por mayoría como capitán del equipo de fútbol de la clase, a pesar de que había jugadores mejores que él. Fue allí, en el equipo, donde recibió su apodo. En las semifinales contra los de tercero de Bachillerato 3, nos reunió a todos y nos lanzó un discurso encendido, diciendo que teníamos que ofrecer a los adversarios de la 3 sangre, sudor y lágrimas. Al terminar su discurso casi lloramos; luego sencillamente nos suicidamos en el campo, con una presión incesante sobre la pelota y entradas asesinas sobre el asfalto, lo que no impidió que perdiéramos tres a cero a causa de tres enormes fallos del mismo Churchill: una vez pasó la pelota al líder enemigo; otra, perdió un buen pase en mitad del campo y, para colmo, al intentar alejar el balón, lo metió directo en propia meta, en la cual estaba yo.

     Nadie se enfadó con él después del partido. ¿Cómo enfadarse con alguien que un segundo después del pitido final reúne a todos en medio del campo y, sin avergonzarse, se declara culpable? ¿Cómo enfadarse con alguien que, como compensación, invita a todo el equipo a un partido del Macabi Haifa, sabiendo todos que lo paga con dinero de su bolsillo porque sus padres no tienen? ¿Cómo es posible enfadarse con alguien que escribe felicitaciones de cumpleaños tan profundas, que sabe escuchar tan bien, que viaja en sábado hasta la base militar de Tsuké Ovda para visitarte cuando estás haciendo el servicio militar, que te hospeda durante tres meses en su casa hasta que puedas arreglártelas en Tel Aviv y se obstina en que duermas en su cama mientras él duerme en el sofá?

     No pude enfadarme con él ni siquiera después de lo que ocurrió con Yaara. Todos estaban seguros de que yo estaría furioso, a reventar de rabia. Amijai me llamó en cuanto lo supo: Churchill es un hijo de puta, pero tengo una idea: vamos los cuatro al paintball de Bnei Zion y le disparamos con balas de pintura. Sencillamente, le acribillas sin piedad. Hablé con él y está de acuerdo. ¿Qué te parece?

     Ofir salió en mitad de una reunión sobre la campaña de papel higiénico de tres capas sólo para decir: Baba, estoy contigo. Tienes toda la razón. Pero te lo ruego, no hagas nada que puedas lamentar. ¡Vaya suerte tenernos los unos a los otros, no tienes ni idea!

     A decir verdad, sus súplicas fueron innecesarias. De todos modos, no habría conseguido acrecentar mi cólera. Incluso fui una noche a su casa con la esperanza de que este gesto dramático me aguijoneara; de camino me iba diciendo en voz alta: Hijo de puta, qué hijo de puta, pero al llegar al edificio no tuve ninguna prisa en subir. Si hubiera visto una esbelta silueta moviéndose por la casa, habría apretado los puños, pero me limité a sentarme en el coche, a rociar el parabrisas con agua y a activar el limpiaparabrisas; estuve repitiendo este gesto hasta que finalmente, cuando el primer rayo del sol fue a dar en las placas solares, me fui. No me imaginaba a mí mismo pegándole a Churchill. Sin embargo, en las notas que escribimos en el último Mundial, mis tres deseos estaban relacionados con Yaara.

    

     La idea de las notas fue de Amijai. Cuando Emmanuel Petit marcó el tercer gol y ya estaba claro que Francia ganaría el Mundial y en el aire se respiraba la decepción porque todos éramos hinchas del Brasil, después de que las burekas con sabor a lágrimas que Ilana había preparado se terminaran por completo, al igual que las nueces, y sólo quedara una raja de sandía con queso búlgaro, la que nadie se atrevía a tomar, después de todo esto Ofir dijo: Sabéis, de pronto me he dado cuenta de algo. Es el quinto Mundial que vemos juntos. Churchill dijo: ¿Qué dices, el quinto? ¡Cuarto, como mucho!

     Entonces empezamos a rememorar nuestros Mundiales.

     El de México 1986 lo vimos en casa del padre de Ofir en Kiryat Tivon. Cuando la ingenua Dinamarca perdió cinco a cero contra España, Ofir lloró amargamente. Su padre dijo entre dientes que eso ocurre cuando un niño crece solamente con la madre. El Mundial de 1990 lo vimos cada uno en una ciudad distinta de los territorios, pero hubo un sábado en que todos nos fuimos de permiso y nos reunimos en casa de Amijai para ver las semifinales. Nadie recuerda qué pasó en el partido, porque su hermana pequeña rondaba por la casa con un negligé rojo y nosotros, que éramos soldados, babeábamos. En el de 1994 ya éramos estudiantes. Tel Aviv. Churchill fue el primero en mudarse allí y nosotros fuimos tras él a la gran ciudad, porque queríamos estar juntos y también porque Churchill dijo que sólo allí podríamos ser lo que queríamos ser.

     ¡Pero la final del 94 la vimos precisamente en el hospital Rambam!, recordó Ofir. Es verdad, dije.

     En plena cena, en casa de mis padres, me dio el ataque de asma más fuerte de mi vida. Hubo momentos, mientras me llevaban de urgencia a toda prisa al hospital, en que creí en serio que me iba a morir. Los doctores me estabilizaron a base de inyecciones, pastillas y una máscara de oxígeno, decidieron que debía quedarme unos días en el hospital. Para hacerme el seguimiento.

     La final era al día siguiente. Italia contra Brasil. Sin decirme nada, Churchill lo organizó, metió a todos en su viejo escarabajo y, de camino, se detuvieron en la crepería de Kfar Vitkin para comprarme un ice tea con sabor a albaricoque, que es mi debilidad, y vodka porque en aquel entonces nos iba el vodka, y diez minutos después de empezar el juego irrumpieron tumultuosamente en mi habitación, en el servicio de Medicina Interna 9 (al vigilante que intentaba perseguirles, alegando que la hora de visita había terminado, le sobornaron con una botella de Keglevich). En cuanto los vi, casi me dio otro ataque. Luego me tranquilicé, respiré profundamente, con el diafragma, y juntos vimos en la televisión en miniatura, colgada en lo alto de la cama, a Brasil ganando la copa al cabo de ciento veinte minutos. Y de penaltis. Y… así llegamos a 1998, concluyó Churchill.

     Suerte que no hemos apostado, señaló Ofir.

     Suerte que hay Mundiales, dije. Así el tiempo no se convierte en un gran bloque y cada cuatro años uno puede detenerse para ver qué ha cambiado.

     ¡Vaya!, dijo Churchill. Cuando yo decía frases de este tipo, él siempre era el primero en comprender. A veces el único.

     ¿Sabéis cuál es nuestra suerte? Tenernos los unos a los otros, dijo Ofir. No-te-néis-ni-i-dea-de-la-suer-te-que-es, repetimos la coletilla sabida.

     Colega, no entiendo cómo te las arreglas con todos estos anuncios; eres una sentimental, dijo Churchill y Ofir se rió, bueno, es lo que ocurre si se crece sólo con la madre, y Amijai dijo: Tengo una idea.

     Un momento, dejadme ver cómo alzan la copa, pidió Churchill, con la esperanza de que cuando acabase ya hubiera olvidado su idea.

     Pero Amijai no la había olvidado.

     ¿Quizás intuía que su idea se convertiría en una auténtica profecía que nos decepcionaría una y otra vez los cuatro años siguientes, pero que por arte de magia mantendría su fuerza profética?

     Parece ser que no. Bajo su predicción conciliadora se escondía una tenaz determinación que le permitía atender a los clientes de Mi Corazón durante horas, montar rompecabezas de mil piezas en su porche y correr diez kilómetros al día. Hiciera el tiempo que hiciera. Me parece que esta determinación, más que otra cosa, le incitó a hablar después de que Didier Deschamps levantara la copa ante un público entregado.

     Lo que he pensado, dijo, es que cada uno escriba en un papel dónde sueña encontrase dentro de cuatro años. Desde el punto de vista personal, profesional. Todo. Y en el siguiente Mundial, abrimos los papeles y vemos qué nos ha pasado.

     ¡Qué magnífica idea!, gritó Ilana, la llorona, desde el estudio.

     Nos volvimos hacia ella. En todos los años que la conocíamos nunca la habíamos visto entusiasmarse por algo. Su cara siempre tenía una expresión apesadumbrada (incluso el día de su boda: debido a esto, en el vídeo, se ve mucho a Amijai en su eterno movimiento de baile —pequeños golpes de estómago— y a ella mucho menos). Cuando nos reunimos en casa de Amijai, ella solía apartarse al cabo de unos minutos, abstraída en la lectura de un libro. Casi siempre era un libro de su área de investigación, la psicología, algo sobre la relación entre la depresión y la ansiedad. Ya nos habíamos acostumbrado a su presencia ausente en el salón y a su fría relación con Amijai. Así que ¿a qué venía ese entusiasmo?

     Salió del estudio y se nos acercó dubitativa. Precisamente estaba leyendo un artículo de un psicólogo norteamericano que opinaba que la definición correcta del objetivo representa la mitad del camino para lograrlo. El nuevo Mundial será dentro de cuatro años, ¿verdad? O sea que tendréis treinta y dos. Son precisamente los… años de yeso.

     ¿Años de yeso?

     Es el concepto que utiliza ese psicólogo. Se refiere a los años en que se consolida y cristaliza el carácter de las personas. Como el yeso.

     Esperó unos segundos para comprobar el efecto de sus palabras, entonces, desilusionada, dio media vuelta y regresó al estudio.

     Amijai nos miró.

     No podíamos hacerle aquello. Ella se había entusiasmado. Una rendija de luz en sus esfuerzos por complacerla.

     Bien, trae papel, Amijai, dije.

     Pero vamos a hacerlo como Dios manda, propuso Churchill. Que cada uno escriba tres cosas. Tres frases cortas. Si no, no saldremos de ésta.

     Amijai nos repartió sendos libros gruesos de psicología para tener algo sobre lo que apoyar el papel. Y bolígrafos.

    

    

     La primera frase no me dio problema. La tenía en la cabeza desde que Amijai lanzó la idea.

     En el siguiente Mundial todavía quiero estar con Yaara, escribí.

     Y me quedé estancado. Probé a pensar en cosas que deseara para mí, intenté ampliar mis aspiraciones, pero mis pensamientos iban todo el rato hacia ella, hacia ella; su pelo sedoso, luminoso, sus leves y finos hombros, sus ojos verdes tras las gafas; en el momento en que se las quitaba, entonces yo sabía que me daba el permiso.

     Unos meses antes nos encontramos en la cafetería del edificio Naftali, en la universidad. Al inicio de la pausa entre dos clases, entró con dos chicos; llevaba una bandeja con una botella pequeña de zumo de pomelo. Iba erguida, decidida, con una cola de caballo brillante y saltarina, como si fuera a un lugar determinado mientras ellos trotaban a duras penas tras ella hasta la mesa. Le costaba destapar la botella, pero no pidió ayuda. Hablaban de la obra que habían visto la noche anterior. Es decir, ella hablaba, muy rápido, y ellos no dejaban de mirarla. Decía que aquel espectáculo podría haber sido mejor si el director hubiera estado un poco más inspirado. Los decorados, por ejemplo, dijo tomando un sorbo de zumo, ¿por qué los decorados en las representaciones de este país siempre parecen iguales? ¿No se podría pensar en algo más original que una mesa, un perchero y un sillón del rastro? Siguió hablando de la música del espectáculo y de que se podría sacar más de las actrices si el director hiciera su trabajo con verdadero amor a la profesión. Pronunciaba fuerte la letra eme que está en el centro de la palabra amor, de todo corazón, mientras colocaba la palma de la mano abierta sobre la blusa. Es toda la verdad, decía el chico sentado frente a ella sin quitar ojo del contorno de su blusa. Tienes toda la razón, Yaara, decía el otro chico. Luego se levantaron y fueron a sus clases, y ella se quedó sola en la mesa y de pronto, por una fracción de segundo, sola y perdida. Sacó unos papeles del bolso, se ajustó las gafas a la nariz con el meñique, cruzó las piernas y se sumergió en la lectura. Antes de pasar una hoja, tocaba siempre ligeramente un dedo con la lengua; yo la miraba y me parecía increíble que un movimiento como aquel que hacían los bibliotecarios fuera tan sexy cuando lo hacía la mujer adecuada. Y también pensé que sería interesante saber cómo sería aquella cara tan seria cuando estallara en carcajadas. Y en si tenía hoyuelos. También pensé que jamás llegaría a saberlo porque no tenía valor para abordarla.

     Dime, dijo levantando la cabeza de los papeles, ¿tienes idea de lo que significa revelation?

     Cada defecto tiene su instante de gloria. Así ocurrió con mi daltonismo, que a pesar de los numerosos trastornos que me provocó en la vida (Niños, ¿veis las amapolas? ¡¿Quién ha dicho «No»?!), me salvó de la intención que tenía el oficial de encuadrarme en el puesto de observación.

     En aquel momento, cuando Yaara me miró, también fue así. Años de espartana educación anglosajona, cantidades excesivas de té con leche, estreñimiento emocional crónico, sensación básica de aislamiento, me habían conformado como consecuencia de que mis padres ni por un instante dejaron de sentirse extranjeros aquí, en el Levante, y de que siguieron hablando entre ellos anglohebreo treinta años después de desembarcar en Haifa procedentes de Brighton.

     Todo aquello actuó en mi favor.

     Revelation significa «descubrimiento», «exposición», respondí con autoridad, y cuando vi que ella iba a contentarse con aquello, me apresuré a añadir que también podía ser «desvelar». Dependía del contexto.

     Me leyó la frase entera. Luego otra con la que se había hecho un lío. Después le di mi teléfono, por si necesitaba más ayuda, y sorprendentemente me llamó aquella misma noche; hablamos de otras cosas, una conversación muy fluida; más adelante salimos, nos besamos, hicimos el amor, en el césped, junto a la academia de música, apoyó la cabeza en mi vientre y tarareó sobre mi cadera una melodía de piano que se oía desde las salas de ensayo; me compró una camiseta azul cielo porque «basta ya con todo este negro»; durante todo aquel tiempo trataba de encontrar la trampa, cómo podía ser que alguien que contradijese la teoría de los tres cuartos de Churchill —«No hay ninguna chica que sea guapa, inteligente, cachonda y además libre. Siempre falta algún elemento»—, ¿cómo era posible que alguien así me hubiera elegido precisamente a mí? Cierto, unos meses antes de conocerme había roto con un guitarrista que la había hecho desgraciada y le había puesto los cuernos durante cinco años, pero en el campus había muchos chicos más altos que yo que estarían encantados de compensar sus problemas. La verdad es que aquella historia con el guitarrista traidor no sonaba creíble. ¿Quién querría engañar a alguien como ella? ¿Quién querría a alguien aparte de ella, sólo ella y siempre ella?

    

     Amijai me apremiaba para que terminase. Todos menos yo habían devuelto ya los bolis. Miré la primera frase que había escrito y añadí apresuradamente:

    

     2. En el próximo Mundial quiero estar casado con Yaara.

     3. En el próximo Mundial quiero tener un niño de Yaara. Prefiero una niña […]

    

     Traducción del hebreo

     de Eulàlia Sariola

 

 

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