La familia Yassin y Lucy en el cielo [fragmento] / Daniella Carmi

Quizá nada de esto hubiera sucedido si las monjas hoy en día fueran tan sólo un poco más moralistas.
     Porque, como ves, lo único que necesitaba para quedar embarazada era un poco de la hormona que ellos llaman Pergonal.
     Me dijeron: Si no la tienes de manera natural, podemos obtenerla para ti porque hay un poco en la orina de cada mujer. Sólo que debe estar limpia, la orina. La mujer no debe ser una de esas que se tragan pastillas y todo tipo de hormonas.
     «¿Dónde se puede encontrar una mujer así?», le pregunté al doctor.
     «Una monja», me dijo.
     Pero cuando regresé, dos semanas después, para recibir la inyección, resultó que no habían encontrado suficiente orina pura.
     «En realidad no puedo comprenderlo», le dije a Salim, mi marido. «Tal vez ni siquiera los conventos de hoy sean lo que solían ser. Se podría pensar que las monjas son fieles a su único amor, ya sabes quién, y guardan su cuerpo para la vida eterna del cielo. Pero no es así».
     «Porque, ¿qué pasa mientras tanto?», dijo Salim, «tal vez ellas quieran disfrutar también de un pedacito del cielo en la tierra, tener un pájaro en la mano, ya sabes…».
     De cualquier manera, yo tenía ya treinta y siete años, así que Salim y yo decidimos adoptar un bebé.
    
     Durante tres años estuvimos en lista de espera para la adopción, y durante tres años no supimos nada. Entonces un día nos llamaron y nos hablaron sobre una bebé que había nacido de una chica de Galilea y un hombre del West Bank que no podía conseguir un permiso para vivir en Israel. Después de eso nos investigaron por algunas semanas, a Salim y a mí. ¡Todo ese papeleo! Había una montaña en la mesa, todo aquello sobre la historia de nuestra vida.
     Pero cuando fui a su oficina, una mañana después de todas las investigaciones, me dijeron: «Llévese a este niño y váyase, señora Yassin, es tan sólo una adopción temporal. De otra manera dejamos todo el asunto».
     En esa oficina había tensión en el aire. Algo estaba revuelto, y yo no estaba segura de lo que era. Los vi empujar una maleta en mis manos y no vi señales de ningún bebé. Yo quería preguntar pero no lo hice. Tres mujeres empleadas del lugar estaban ahí, sentadas, pero no dijeron ni una palabra. Sólo trajeron a un niño pequeño de un cuarto, y sin darme ni siquiera un momento para verlo, nosotros —él y yo y la maleta— estábamos ya dentro del autobús y su silencio pesó sobre mí durante todo el camino.
     Tenía miedo hasta de verlo de reojo. Sólo cuando tomamos una avenida por donde unos árboles con flores moradas rozaron el autobús, sólo entonces me atreví a mirar.
     Sus hombros no se han desarrollado aún, debo decir, y su cuerpo es más bien una rama pequeña, que quizá se sacude de repente, porque tampoco sabe qué hacer con sus manos. El autobús se detiene en la ciudad, y él… nada: mirando afuera, por la ventana. Con sus dedos moviéndose como si tocaran una música en el aire, como si hubiera un piano volando alrededor.
     Lo llamo. Le toco el hombro. El conductor ha apagado el motor y viene hacia atrás y lo mira. Todo el autobús está mirándolo. Yo pensé que moriría. No sé cómo él se levantó finalmente y salió del autobús.
     Voy hacia nuestro patio, y Salim no está lejos de la reja, inclinado, dándole la espalda a la pared. Camino adelante con la maleta, el niño viene atrás de mí, y Salim se queda inmóvil, sólo su cigarro está temblando.
     El niño está corriendo de aquí para allá. Aleteando con sus brazos todo el tiempo. Y, si se para junto a la reja, no mira hacia arriba. Sólo se queda clavado allí, frente a la reja, como si los barrotes de acero estuvieran adornados con joyas o algo así.
     La cara de Salim no muestra nada. Sólo sus lentes transpiran. Yo salgo y luego vuelvo a entrar, únicamente para alejarme del silencio. Traigo una jarra con agua y rodajas de limón para el niño. A Salim le doy café. Pongo los tomates y el labaneh en la mesa y pan pita y una olla de arroz, porque para entonces ya es la hora del almuerzo. Pero Salim se ha sentado dando la espalda a la mesa, fumando un cigarro después de otro, sin mirar al chico. Y bien, ya sea que le eche un vistazo o no, el niño sigue corriendo alrededor, agitando los brazos.
     Lo llamo para que se siente a la mesa. Su nombre es Natanel, regalo de Dios. Lo llamo por su nombre y él da pasos más grandes y se va más lejos, hasta el árbol de mandarinas. Examina las hojas como si nunca en su vida hubiera visto un árbol.
     No tocamos la comida. Salim abrazaba su taza de café, calentando sus manos. Y, como sabes, es tan caliente como un horno de barro en el patio.
     Preparé la cama plegadiza, en el cuarto que habíamos preparado para el bebé. En el muro había un póster que había pegado Salim. De una película de Disney. En su lugar colgué una pintura de la Cordillera de Líbano, dibujada con líneas finas. En lugar de la alfombra colorida puse una alfombra de rafia en el suelo, para que no se sintiera como un bebé.
     Y Salim se sienta en el patio sin decir nada. Llamo a Natanel, pero parece no escuchar. Un crío sordo, me dije a mí misma, y un marido tonto.
     Al final voy hacia el chico. Le pongo una toalla en los hombros y parece despertar. Por un momento me mira y me sigue hasta la regadera. Abro su maleta para que tome la ropa por sí mismo.
     Después de la ducha sale vistiendo una sudadera de color claro con una pelota de futbol roja en el pecho, y le pregunto si no está hambriento. Él me pasa corriendo y se asoma a los dos cuartos. Cuando ve la cama plegable en el cuarto del bebé se recuesta en ella y se duerme. Afuera es de día.
     Lo miré mientras dormía. La inocencia de su rostro. Y bajo el pelo que colgaba de su frente un rizo amarillo florecía, como las plumas de un pollito.
    
Dos días pasaron y el niño no comía. Tampoco nos hablaba, ni a mí ni a Salim. Sólo caminaba alrededor, ondeando los brazos. Algunas veces le pregunté si había algo que él quisiera, y una vez levantó los brazos y los dejó caer, como si imitara la lluvia o una cascada. Balbuceando palabras incomprensibles, pero sin mirarme a los ojos.
     Y ya sabes, en la oficina no nos habían dicho ni una palabra acerca de dónde venía. Quizá no era de aquí en lo absoluto. No me sorprendería que el chico no pudiera escuchar, pensé para mí.
     Después de tres días tuve que ir a mi trabajo. Por suerte, Salim se hallaba trabajando en el cobertizo en el patio trasero, porque Natanel estaba caminando alrededor del patio y ni siquiera levantó la cabeza cuando cerré la reja detrás de mí.
     Cuando regreso, lo veo bajo el árbol de mandarinas. Su cabeza entre las hojas y su cuerpo saliendo del árbol.
     Traigo un poco de fruta afuera, al patio. Manzanas, higos y algunas semillas de lupino. Abro una lata con galletas, también tengo dulces de sésamo. Pero él galopa alrededor en una ruta fija, como si yo no estuviera parada allí. Hacia la reja y de regreso. Con una parada en el árbol de mandarinas.
     Le digo a Salim: «Lo de la comida me preocupa, pero no es menos inquietante que él no nos mire a los ojos. El problema es que si lo regresamos a la oficina, pueden cambiar de opinión, como hicieron con el bebé. Pueden quitárnoslo…».
     Salim fue y quitó la cama que había hecho para el bebé. Durante meses recolectó tablas. También hizo una linda cabecera de madera tapizada, con un colchón. Días y noches lo escuché lijando la madera hasta que quedara suave al tacto. Luego la pintó de azul claro.
     Lo vi allí parado junto a la cama, sin moverse. Quise lanzarle una palabra bonita, pero no se me ocurrió nada.
     Al final me acerqué a él, pero Salim estaba pegado a la pared como una roca. Pensé que iba a convertirme en piedra junto a él, hasta que me recompuse y salí corriendo a conseguir una toalla para Natanel.
     Él se está bañando y yo estoy detrás de la puerta y creo escuchar palabras en inglés fluyendo con el agua. Me doy cuenta de que es urgente y le digo a Salim que venga rápido. Él no se mueve. Así es a veces.
     Agarro a Salim de la mano y él se suelta y se aleja en otra dirección. Como en los días en que quería que nos separáramos, porque era difícil para él ser relegado por mi padre cristiano, que jamás entendió cómo podía yo vivir con Salim, el musulmán. Sí, Salim solía alejarse de mí frecuentemente. Huía y luego regresaba.
     De pronto, no sé qué me sucedió, me acerqué a él y lo empujé con el codo. Para mí, era el mismo Salim que solía escaparse. Se puso rígido, y me encontré golpeando su espalda con el puño, asustándome de mí misma. Luego vino conmigo a la ducha.
     «Ahora dime lo que está diciendo», le pregunté a Salim, «porque tú eres mejor que yo para el inglés».
     Él puso su oreja contra la puerta y dijo: «Está tarareando algo sobre las fresas. Campos de fresas».
     «Tal vez él comería fresas», dije. «Ya sabes, otro día de este ayuno… incluso el Ramadán es más difícil».
     «Si una persona está hambrienta, ¿no es suficiente con una corteza de pan seca?», preguntó Salim.
     «El chico está asustado. No tiene idea de por qué está aquí».
     «¿Alguien de nosotros, los humanos, sabe por qué estamos aquí?». Salim pensó que estaba siendo muy listo y trató de atrapar mi mirada, pero no tuve ganas de sonreír.
    
Ya era tarde cuando Salim estuvo de acuerdo en ir y comprar fresas a su primo, que las cultiva. Ahora iría a cualquier parte, pensé, sólo para descansar un poco del chico.
     Bien, pues ya no regresó esa noche. Llamó de la estación de policía. Lo arrestaron en la colina, mientras recogía fresas, porque allí ahora hay un proyecto de casas, pero su primo ya había sembrado las fresas antes de que construyeran aquello.
     Por suerte, Salim pudo zafarse. Hubo un allanamiento en un banco local y la policía estaba ocupada, por eso lo dejaron ir. Pero no ha dicho una sola palabra sobre el hecho de haber sido arrestado. Siempre se olvida de hablar de las cosas más importantes. Tan sólo cuando le pregunto admite que no le dijo a la policía que es abogado. Cerró su práctica porque no había trabajo. Porque es muy orgulloso, así es Salim.
     Le digo: «Y tú probablemente pensaste que obtendrías algún descanso del chico, en prisión». «Ningún descanso justifica una noche en la cárcel», me dice.
     Entonces nos sentamos ahí en el patio, en la mañana. Natanel frente al plato, devorando fresas, conmigo y con Salim del otro lado. Sonrío a Salim: «Esto ciertamente vale la pena una noche en la cárcel». Y ambos reímos.
    
A la mañana siguiente, Salim estaba trabajando en el viejo tractor y Natanel estaba corriendo, agitando los brazos. En el almuerzo, Salim lo llamó para venir a comer, pero Natanel no lo escuchó. Salim puso algunas fresas en un tazón en la mesa y regresó al trabajo.
     Esa tarde pensó en enseñarle al niño cómo revisar la llanta. Tamborileó en la llanta con ambas manos y silbó. Natanel echó un vistazo en el cobertizo.
     Salim remojó la llanta en una tina con agua, y cuando Natanel lo veía, Salim estaba feliz. Pero entonces observó que la mirada del chico divagaba hacia el árbol de mandarinas. Y sus ojos danzaban, como si hubieran visto un milagro.
     «Pregúntame por qué», Salim me cuestionó esa tarde, y se contestó a sí mismo: «Toda esa felicidad vino del hecho de ver el árbol de mandarinas desde un ángulo distinto».
    
El mismo día, en la unidad de asistencia social donde trabajo, yo estaba supliendo a una trabajadora social que se había ido con permiso de maternidad.
     Por primera vez me habían dado una familia a la cual cuidar. Nunca completé las prácticas de mi profesión después de graduarme, hasta el momento sólo me han dejado escribir cartas para rechazar las peticiones de asistencia financiera que hacen las familias. Sólo me han permitido escribir rechazos. Espero que exista una mujer que escriba cartas aprobando las peticiones. La he buscado mucho, pero todavía no la encuentro.
     Bien, sentada frente a mí está una mujer rusa y la historia de su vida está escrita en un documento sobre mi escritorio. Vive en el asentamiento de la colina, y su nombre es Marina. Da ocasionalmente clases de piano en el centro comunitario. Su esposo está desempleado y está sentado en la casa, deprimido. Ya perdió el apetito. Desde que el marido se queda en la casa, su hijo de seis años ha perdido la vitalidad. También tienen un bebé.
     La mujer se ve cansada. Su boca está fruncida, como si ninguna sonrisa hubiera alumbrado su rostro por años.
     Estoy tratando de concentrarme con tal fuerza que siento una presión en la sien.
     «¿Puede hablar, su marido?», le pregunto finalmente.
     «Antes jamás callaba ni por un momento. Ahora está en silencio».
     Me atrevo a decir: «Cuando los niños se vayan a dormir, intente sentarse junto a él. ¿Puede entonces tratar de sacarle alguna palabra?».
     «No hablamos mucho, él y yo», dice, encogiendo los hombros.
     Digo: «Desde el silencio, uno puede empezar a golpear».
     Ella dice: «Él no es violento».
     «Al final será usted la que empiece a golpear», le explico. «Yo», recordando los silencios de mi esposo, «le di unos puñetazos en la espalda hace dos días».
     Marina ríe. Hasta tiene lágrimas en los ojos. Ahora veo que esta mujer realmente tiene facciones.
     «Sobre el asunto de su apetito, intente darle fresas». No pensé para nada antes de decirle esto.
     Ella se sorprende. «¿Darle qué?».
     Entonces abro la bolsa de fresas que había comprado para Natanel el día anterior y pongo algunas en una bolsa pequeña para el esposo de Marina.
    
Cuando llegué a la casa del trabajo, Natanel estaba ocupado con el árbol de mandarinas y Salim estaba fumando, dándole la espalda, sentado en el viejo tractor que perteneció a nuestro vecino y que Salim tercamente intentaba arreglar.
     Lavé las fresas y fui con el chico. Me sujetó del brazo por un momento, como si fuera una rama. Todavía las tragaba, cuando ya estaba de pie y corriendo alrededor.
     Le pregunté a Salim: «¿Qué dices, traemos ahora otra comida distinta?».
     Y Salim dice: «¿Para qué tirar un viejo tractor si todavía puede arreglarse?».
     ¿Comprendes ahora cómo hablamos? Así son las cosas entre Salim y yo. Él está en su mundo y yo en el mío.
     Más tarde, la voz de Natanel flotaba desde la regadera y le pedí a Salim que pusiera su oreja contra el muro. Pero la corriente del agua se tragó sus palabras.
    
Esa noche, cerca de las once, pensábamos que Natanel estaba dormido, pero de pronto salió al patio. Nos arrastramos fuera de una cama tibia y Salim apaga las luces de afuera, tal vez esto ayudaría al chico a darse cuenta de que es hora de dormir, pero él corre alrededor como si el demonio lo persiguiera.
     En la oscuridad nos miramos el uno al otro. La cabeza de Salim casi cayendo en la mesa, está tan cansado.
     «Vete a la cama», le digo. Salim no se mueve.
     Mientras, la tensión en mis sienes empieza a aumentar. Esos días vuelven a mí, días del silencio de Salim, cuando solíamos huir de mi padre y las posibilidades de quedarnos juntos no eran buenas.
     «Trata de hablar con él», le pido. «Yo ya hablé demasiado hoy en el trabajo». Pero a Salim es como si le hubieran cerrado y cosido la boca.
     Luego, de pronto, le grita a Natanel: «Escucha, ¡escúchame!».
     Y para escuchar a Salim gritar debes levantarte muy temprano en las mañanas.
     El chico también está sorprendido. Sacude la cabeza como una culebra drogada.
     Salim no se detiene. «Yo soy Salim Yassin. ¿Me oyes? ¡Y ésta es Nadia Yassin! Queremos que comas algo, además de fresas. Y que duermas por la noche. ¡Queremos que te sientas en tu hogar!».
     Natanel se aleja de Salim y lanza tales gemidos que tres callejones más allá nadie podría estar dormido.
     Fueron tiempos muy complicados, para Salim y para mí, cuando solíamos encontrarnos por la noche y no sabíamos a dónde ir para que nadie que conociéramos fuera a toparse con nosotros y regara la sopa con mi padre.
     Salíamos de excursión en la oscuridad, hacia los barrios en la periferia de la ciudad, y por error terminábamos en lugares extraños. Ni siquiera los perros se veían en aquellas calles, y de pronto hombres de pelo negro, parados en grupo, hablándole a la luna. No era la gran diversión, quizá, pero al menos estábamos seguros que no encontraríamos allí a nadie conocido.
     Una vez estuvimos buscando un lugar donde mi padre no pudiera aparecerse ni en sus sueños más salvajes. Fuimos a un bar gay en una calle alterna y nos adentramos a empujones entre parejas que bailaban. Hombres, casi todos.
     Teñidos de morado por las luces, nos restregamos con todo tipo de hombres medio desnudos, y yo podía ver a Salim tratando de ocultarse. Yo sólo me reía, no podía evitarlo. Yo estaba riendo y Salim se encogía, justo entre mis brazos, tratando de desaparecer.
     En el patio, esa noche, recuerdo y pongo mi brazo sobre el hombro de Salim, riéndome. Y Salim trata de sonreír por un segundo, desde las profundidades del agotamiento.
    
 «Comió fresas», dice Marina, dos días después. Sus ojos están un poco menos hundidos.
     «¿Hablaste con él?»
     «Después de que los niños se fueron a dormir, lo intenté. No sabía qué decir. Luego me pidió que trajera el acordeón del desván. Entonces lo traje, pero él no lo tocó. En Rusia él era músico. Ahora sólo toma el acordeón en su regazo. Un bebé que no ha sostenido en largo tiempo».
     «Bien», digo. «No por el bebé, sino por el acordeón».
     Marina me mira. Imagino que veo un brillo encendiéndose en sus ojos, e inmediatamente apagándose.
     «Si tan sólo lo tocara», murmura.
    
En la noche, a la hora de la ducha, una idea surge en mi cabeza. Llamo a Jamila, la hija de los vecinos, una estudiante de preparatoria. Su ventana se abre hacia nuestro patio. Le pido que venga y que ponga atención a la ducha mientras Natanel se baña. Ella se desliza desde su ventana hasta nuestro patio.
     Jamila no logra escuchar las palabras, sólo la tonada le resulta familiar.
     «Voy a tarareársela por teléfono a mi amiga», promete. «En nuestro grupo, ella es la experta en pop. No habrá problema».
     Todavía en esa noche, Jamila está en la ventana: «Es del periodo de los Rolling Stones y los Beatles», nos grita.
     «Los vecinos pensarán que estamos locos», murmura Salim.
     «Eso no es nada nuevo», le digo. «Debemos buscar discos o alguna película sobre esas bandas de música».
     Salim sugiere: «Mañana, en tu camino de regreso del trabajo, pasas por la ciudad. Hay una tienda de videos y una librería Video Speed».
     Estoy sorprendida: «¿Desde cuándo sabes tú algo sobre tiendas de video?».
     «Ya sabes, mantengo los pies en la tierra y los ojos abiertos», se ríe.
     A veces me sale con cosas así; no sé de dónde. Pero ve que me gusta y se siente tímido. Porque, desde que llegó Natanel, casi no nos hemos visto, Salim y yo. Su timidez le hace empezar a correr alrededor del patio, como Natanel.
     De lejos me dice: «El carro que yo reparé en invierno, el Mercedes blanco, pertenece al dueño de esa tienda».
     Natanel come fresas y se sube a la higuera y allí descansa. Salim y yo tomamos nuestras tazas y bebemos café bajo el árbol. Natanel arriba de nosotros, arriba de él el cielo con sus millones de estrellas, y nosotros dos abajo sobre la tierra.
     Otro día pasó y otra noche y Natanel no comió nada más que fresas. Después de la ducha corrió hacia el patio, y créanme que hubiera seguido así, de no haber sido por Salim, que supo cómo cogerlo del brazo y llevarlo a la cama. No quiere decir que el chico se durmiera en seguida: hubo chillidos como de un cachorro, y si esto no acababa en una hora, de pronto había un lamento como de chacal que desgarraba el silencio de la noche justo hasta el final del pueblo. Entonces nosotros nos revolvíamos y nos volteábamos en la cama toda la noche, y quién sabe cuántos vecinos se revolvían y se giraban con nosotros.
     Fue hasta el viernes después del trabajo que encontré el momento para ir a la tienda de videos. El propietario me vendió algunos casetes de los años sesenta, con precios de descuento.
    
Nos sentamos bajo la higuera, Salim y yo, como adolescentes, con la vieja casetera entre nosotros, conectada en la cocina con dos extensiones. El patio estaba lleno con los gritos y sonidos del rock’n’roll, y los vecinos estaban frente a sus ventanas. Los chicos de la cuadra se juntaron alrededor de nuestra reja.
     El líder del grupo era Bassam, un chico de dieciséis años al que le gusta jugar con niños pequeños que huyen de él. Después de que lo dejaron solo, metió la cabeza entre los barrotes de la reja y soltó una horrible carcajada. Como un león herido, rugió.
     Natanel no escuchó las canciones, ni la carcajada de Bassam. Comimos sin apetito Salim y yo. Natanel ni siquiera tocó una aceituna.
     Era de noche. Incluso Bassam se había cansado y se había ido a casa. Una pálida luna viajaba por encima de nuestro patio, y el silencio cayó en las casas alrededor de nosotros. Yo le pedí a Salim que lo intentara poniendo un último casete.
     Salim se reclinó en la pared, los ojos cerrados. Yo también me sentía somnolienta, pero la música le llegó a Natanel porque de pronto él se arrojó contra el árbol de mandarinas y abrazó el tronco y se puso a llorar. Era el llanto de un niño pequeño, no de un adolescente. Y los sonidos de la canción se derramaron en el patio, como la mantequilla fresca sobre la miel. Una gran banda estaba tocándola, con violines y un chelo.
     Salim recostó su cabeza en el respaldo de la silla y se concentró en el cielo, y las notas cayeron al piso como una lluvia bienvenida.
     «Ve con él», me susurró Salim. Pero yo no quería detener el llanto de Natanel.
     Tocamos la misma canción una y otra vez. Salim ya casi se sabía perfectamente la letra, pero aún no sabía lo que esas palabras significaban.
     «Mis estudios de Derecho no sirven mucho aquí», dijo, y yo miré a la luna que estaba tratando de liberarse detrás de un montón de nubes. Entre las palabras de la canción, el nombre de un tipo de comida resaltó para mí, yo no sabía si era hojaldre o pastel. Un tipo de comida del que nunca había escuchado en mi vida.
    
Era casi de mañana cuando Natanel vino con nosotros. Nunca antes había ocurrido que él viniera y se sentara con nosotros por su propia voluntad. Las lágrimas se habían ido de su rostro. Sus ojos eran extraños cuando no estaban moviéndose alrededor infatigablemente. Se sentó ahí, desolado, como si no hubiera nadie más que él en el patio.
     Todos los vecinos estaban dormidos y una niebla espesa colgaba del aire. Desde el silencio llegó el cacareo de un gallo ronco.
     «Quizá consiga algo de pastel, para ti…», le dije.
     Y él, sin mirar hacia arriba, dijo: «Pay para Natanel».
     Sentí que mi corazón caía. «Claro. Pay. Pero ¿de qué tipo?».
     El chico se puso de pie y ya estaba corriendo en círculos otra vez, y Salim atrapó mi brazo para que no pudiera moverme ni echar a perder nada. Cuando Natanel regresó, y circuló alrededor de la mesa, me atreví a preguntar: «¿Qué clase de pay?».
     Él regresó al árbol y sostuvo la cabeza contra el tronco y respiró hondo varias veces.
     Caminaba con cuidado entre las hojas. Con un dedo marcaba las ramas, como un pequeño reptil en un mundo inmenso. Caminé detrás de él, y pude ver cada detalle. Cada grieta y cada poro en las ramas, también algunos cortes que habían sanado y una grieta cubierta con resina. Descubrí algo blanco en una parte del árbol y temblé. Quizá un relámpago había golpeado este árbol en el último invierno, pensé.
     Con un dedo toqué la herida en el árbol, y Natanel puso ahí sus labios. Desde lo profundo de una nube escuché decir al chico:
     «Pay de malvavisco. Nadia lo cocinará. Pun-to».
    
«No, él no juega, mi esposo, Roman», dijo Marina algunos días después. Sus ojos recorrían las paredes. «Sólo se sienta allí con su acordeón en las rodillas. Pronto se le lastimarán. Y el bebé llora. Y el niño llega de la escuela, molesto».
     «¿Y tiene apetito?».
     «El apetito ahora está bien», recuerda. «Antes de cada comida come fresas y luego está listo para probar mi comida. Pero ¿qué hago con el chico?».
     ¿Cómo ayudar a esta mujer con su hijo de seis años? La presión en mis sienes empezó a mandarme señales. Córtenme la garganta, pero sigo sin saber qué decirle a esta mujer.
     «Qué puedo hacer cuando el niño llega a la casa de la escuela y ve a su padre sin moverse, y al bebé llorando».
     Traté de imaginar a todos estos personajes juntos y perdí el aliento. «Quizá tú sabes en dónde puedo conseguir malvavisco», me escuché preguntar. «Debes hacerle algo rico de comer al chico», reflexioné en voz alta. «Un buen pastel, ¿o un pay?». Marina me observó con ojos cansados. Toda su fatiga desbordaba de ellos.
     «No me hagas caso», le pedí. «Ven conmigo, y pensamos juntas en el camino».
    
En el centro comercial no sabían nada de malvaviscos. Pero uno de los clientes dijo, en un hebreo mascullado, que su familia solía asar estos dulces en largos palillos en las fogatas de los picnics, en algún lugar de Australia. Le pregunté si podría describir estos dulces al tendero.
     El tendero escuchó perplejo, y me ofreció un caramelo. También me mostró gomitas.
     «¿Se puede hacer un pay con esto?», le pregunté.
     El tendero no sabía nada sobre esos pays, pero me recomendó que lo intentara.
     No me di por vencida, Marina y yo nos subimos al autobús y nos fuimos a la ciudad.
     «¿Qué estoy haciendo?», Marina se quejó durante el camino. «Mi esposo está allá sentado con el bebé y yo me voy de paseo…».
     «En la ciudad mis ideas estarán más claras», le prometí. Durante el trayecto también tuve tiempo de sobarme las sienes.
     Algunos paseantes nos mandaron a una tienda especializada en fiestas de cumpleaños. Nos perdimos un poco en las calles aledañas. Pero no me arrepentí, porque en el instante en que nos metimos a la tienda Marina se veía mejor.
     Había papel decorado y chucherías por todas partes, y estrellas plateadas y doradas nos cayeron del techo. Caminamos alrededor, entre pantallas de papel brillosas, con una luz como de navidad, y también había dulces, con forma de fresas, paletitas de dulce, enanos de chocolate y conejos de mazapán.
     «En una semana es el cumpleaños del niño», recordó Marina, y yo no pude evitar aventarle un puño de confeti.
     «¿Qué estás haciendo?», dijo, impresionada, y el vendedor me lanzó una mirada fulminante, como de rayo mortífero; quizá fue esa mirada la que nos hizo reír, y vi que, debajo de todo ese agotamiento, Marina tenía grandes carcajadas dentro de ella que aún debían reírse.
     En la tienda había coronas plateadas y doradas, y Marina compró dos para sus hijos.
     A pesar de todo aquello se quejó: «¿Y esto va a solucionar mis problemas?».
     Nunca supe lo que yo iba a decir, pero esto fue lo que salió: «Con las coronas sobre sus cabezas, los llevas al bosque; caminas entre los árboles. ¿Cuándo fue la última vez que observaste la rama de un árbol?».
     Marina me miró como si yo fuera hierba seca.
     «Lo que tenga que pasar, pasará», le expliqué. «Lo más importante es que los niños y tú caminen en el bosque». Yo misma ya no sabía de lo que estaba hablando.
     Estábamos solas en la tienda. Había una sensación de que el lugar estaba casi siempre desierto. Los ojos del vendedor eran lúgubres, ahí entre las lentejuelas lustrosas. El hombre se veía como si sus problemas estuvieran colgando de su ropa. Pero cuando nos mostró dulces rosados y blancos dentro de bolsitas transparentes, las palmeó como un niño.
     Yo no sabía si comprar una o dos bolsitas de dulce, así que compré tres.
     En el camino de regreso Marina estaba silenciosa, y mi corazón era como una piedra.
     Me regañé a mí misma: en lugar de ayudar a la gente, la confundes. Deseaba que la experimentada trabajadora social ya estuviera de regreso.
     Era difícil ver a Marina a los ojos.
     «Esconde las coronas hasta el cumpleaños», le dije al despedirnos. «Y luego pon las coronas en sus cabezas y llévalos al bosque, a los árboles». Coloqué en su mano una bolsita de malvaviscos y me fui corriendo.
    
Natanel se sentó toda la mañana junto a la casetera y escuchó las canciones. Corrió alrededor del patio un poco menos, y Salim pudo concentrarse en el tractor.
     Salim pintó las partes oxidadas con una primera mano de pintura, después de lijar las esquinas. Encima de eso pintó dos manos de verde y el tractor se veía como nuevo. Todavía tenía que trabajar en el motor, pero le resultaba más fácil aplicarse en esas partes cuando la carrocería estaba de pie, brillando bajo el sol.
     Me senté en la cocina entre bolsas de malvaviscos y pensé: «No debo poner estos dulces en el horno por un largo tiempo. Aquí hay algo crudo, que debe protegerse como a la niña de mis ojos».
     Eventualmente, hice una capa de masa con verduras y especias, y después de sacarla del horno la cubrí con malvaviscos.
     El sol estaba poniéndose y un aura roja envolvía el patio. Sobre las copas de los árboles había una capa de nubes rosadas. Natanel me miró directo a los ojos y de pronto retrocedió como un bebé con los dedos quemados: «¡Nadia tiene ojos de caleidoscopio!».
     Aquello me sonaba a que el chico me había coronado como la reina de Inglaterra.
    
Nos sentamos a la mesa, yo acá y Salim allá y Natanel en medio. Salim puso un pedazo de pay en cada plato y Natanel estiró el brazo y ondeó sus dedos y tocó el piano invisible que flotaba sobre la mesa, un acorde al norte y el otro hacia el sur. El occidente era aún una mancha de luz cuando empezó a comer […]
    
    

     Traducción del inglés de Laura Solórzano, a partir de la traducción
     del hebreo al inglés de Ronnie Hope
 
 

 

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