La prosa hebrea actual: una gran literatura en formación / Mario Wainstein

1) Los condicionamientos del idioma
    
La caracterización de la literatura de un grupo étnico o nacional, o incluso la de una época, es imprescindible e imposible al mismo tiempo. Todos los encasillamientos en literatura son doblemente odiosos: por generalizar y por diluir lo que caracteriza a cualquier escritor: su individualidad, su unicidad en estilo y en trama —es decir, en forma y contenido. Sin embargo, solemos hacerlo porque pese a todo encontramos algo en común en la diversidad: Jeremías e Isaías son sin duda muy diferentes, pese a lo cual podemos hablar de un estilo bíblico profético que alberga a ambos, y estamos en lo cierto.
     Solemos catalogar a esos escritores tan individuales en diversos grupos de pertenencia: por su nacionalidad, su etnia, su religión, su época, su circunstancia histórica, su ideología, su generación. En literatura, sin embargo, uno de los condicionantes más evidentes y determinantes es el del idioma. En el caso de la literatura hebrea moderna, y por ende en la literatura israelí, el idioma ha cumplido un rol protagónico insoslayable y en gran medida lo sigue cumpliendo hasta el día de hoy.
     En una entrevista reproducida en la revista Araucaria, el escritor Amos Oz sostiene que «sesenta años de la lengua hebrea equivalen a cuatrocientos del idioma español». Oz sintetiza así un periplo especial, único en muchos aspectos, que es determinante a la hora de clasificar a esta literatura: el hebreo es una de las lenguas más antiguas del mundo y, al mismo tiempo, una de las más nuevas. Es también una lengua venerada, sacra, llena de giros y expresiones consagrados y enriquecidos por ser de raíz bíblica o por tener siglos de uso litúrgico. Ese lenguaje se fue mezclando obligatoriamente con otro nuevo, renovado según algunos, inventado de acuerdo con otros, ampliando el marco de las posibilidades no sólo en significados, sino también en la mezcla orgánica que se ha creado y ha inventado nuevos espacios, como por ejemplo la posibilidad de insertar expresiones o palabras totalmente nuevas en un giro extraído de un pasaje bíblico.
     La prosa de los primeros escritores provenientes de un ambiente y una educación no religiosos sentía muchas veces la necesidad de exhibir la erudición, el dominio de la lengua en todo su ancho espectro. Fue el caso del escritor Yizhar Smilansky —conocido por el seudónimo S. Yizhar, y quien reconoció en mirada retrospectiva que «sentíamos que éramos los primeros que llamábamos al sol por su nombre en hebreo»— desde su primer cuento, «Efraim vuelve a la alfalfa» (1938), y del ya citado Amos Oz, cuyo periplo a través del idioma parece una síntesis y una alegoría de toda la generación.
     El primer libro de Oz (1965) fue una colección de cuentos con el título de Las tierras del chacal. Lo primero que salta a la vista en esa opera prima del novel escritor de 25 años es la enorme riqueza idiomática. Muchos años más tarde, el propio Oz vería en ese despliegue indiscriminado, sobre todo de vocabulario, un alarde propio de la juventud y un defecto que fue corrigiendo con el tiempo, andando de un extremo a otro hasta llegar a un equilibrio. Pero entonces había sentido, según su propia confesión, que debía demostrar que tenía en su ropero todos los vestidos de gala, exhibiéndolos como en un escaparate.
     El lenguaje de Oz se fue puliendo, fue dejando atrás los elementos barrocos pero continuó siendo rico, con idas y venidas. La puntada final en esa búsqueda se encuentra en la novela que en hebreo se llamó La tercera situación y en español y otras lenguas llevó por título el sobrenombre de su personaje central: Fima. Ese personaje, alter ego del autor, tiene la característica de ser obsesivo con el lenguaje, de corregirse a sí mismo y a otros cuando incurren en errores de expresión o de gramática. Sobre el final, cuando todos y cada uno de los nudos temáticos llegan a la opción de desatarse o romperse, Fima piensa en un problema que le espera e inmediatamente corrige su formulación pensada, expresada en idioma común y coloquial, «porque el idioma hebreo no tolera una construcción de ese tipo». Pero enseguida piensa también: «¿No tolera? ¡Pues que no tolere!». Esa actitud constituye quizás la gran victoria, la definitiva, de Oz en pos de su idioma, inconfundible, singular, preciso y precioso, maleable, moderno y claro, y al mismo tiempo lleno de poesía, de imágenes y metáforas enriquecedoras. Es también la victoria de generaciones de escritores que buscaban un equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo, lo sublime y lo terrenal, lo sacro y lo profano.

2) Contenidos: judío, israelí, universal
 La prosa hebrea moderna configuró, en sus comienzos, una forma de literatura judía, y la definición amerita una explicación. Hay escritores judíos en casi todo el mundo y en casi todos los idiomas. Algunos de ellos escriben sobre temáticas variadas no judías, como la sudafricana Nadine Gordimer o el estadounidense Paul Auster, y por ello, para muchos, no son escritores judíos, sino judíos que son escritores. Otros, como por ejemplo el argentino Alberto Gerchunoff o el estadounidense Saul Bellow, son judíos también en los temas de sus obras y son considerados cabalmente como «escritores judíos». Por supuesto, están aquellos otros que serán fuente de interminables dudas y discusiones, cabalmente judíos en sus obras para algunos, totalmente universales en ellas para otros. Ejemplo clásico: Franz Kafka.
     Hay otra categoría, que estuvo siempre fuera de toda discusión y cuyos escritores eran considerados judíos completos por donde se los mire, en su vida y en su obra: son aquellos que escribieron en una lengua judía a lo largo de los siglos: hebreo, arameo, árabe judío (en dicho dialecto escribió Maimónides su Guía de los descarriados), ladino, yídish. Por más universal que sea un cuento de Sholem Aleijem, siempre será un cuento judío: está escrito en yídish, sus protagonistas serán siempre judíos y su ambiente será siempre el de un entorno judío. De manera que en las definiciones podríamos decir que no todos los escritores de origen judío escriben literatura judía, pero todos los que lo hacen en una lengua judía son (o mejor dicho: eran) indefectiblemente escritores judíos que hacen literatura judía.
     La primera generación de escritores de la literatura hebrea moderna fue necesaria y completamente judía. Eran los protagonistas de esa crisis que había dejado a grandes masas de judíos flotando entre dos mundos: el de la ortodoxia, al cual ya no pertenecían, y el de la vida judía secular, al cual no terminaban de adaptarse. Se habían rebelado contra una forma de vida anquilosada que les marcaba una identidad estrecha pero clara, y buscaban ansiosamente un nuevo contenido judío con el cual identificarse. Al amparo de esta crisis surge una notable prosa de introspección, una narrativa que ha quedado en parte desbordada por el vertiginoso ritmo de la historia y del desarrollo de la lengua.
     Esta literatura «judía» fue reemplazada en las letras hebreas por otra «israelí», en los albores del Estado. Los nuevos escritores ya eran nacidos en Israel o en la Palestina del Mandato Británico, o habían llegado siendo niños, y su lengua vernácula era el hebreo. Aquí comienza la gran revolución de la lengua, el idioma se hace cada vez más genuino, auténtico, sin impostaciones forzadas, con diálogos que se asemejan a la realidad. Pero los contenidos no se liberan de la epopeya, del objetivo a lograr y, después, del logrado: la creación del Estado. Esta literatura, enmarcada en lo que se suele llamar «la Generación del 48», es colectivista, habla del «nosotros» más que del «yo», abunda en la búsqueda del héroe, de la esencia del «judío nuevo». Es también una literatura en la cual no hay dudas: hay un pueblo, el judío, que lucha por una causa justa y la defiende con las armas frente a quienes le nieguen sus derechos elementales.
     Recién en la década de los años sesenta del siglo pasado comenzará a revertirse esa situación, con una literatura que pasará del realismo al simbolismo y de la convicción a la duda. En forma casi simultánea surgen tres poderosos escritores jóvenes —Amos Oz, Abraham B. Yehoshua y Yehoshua Kenaz—, que inauguran una nueva era en la prosa israelí. El centro de la escena vuelve a ser el yo, los personajes son individuos que se debaten en su circunstancia y ésta tiene toda la apariencia de realista. Pero una segunda lectura revela significados que van más allá de las vicisitudes particulares de los personajes y pasan a simbolizar la situación existencial de la sociedad entera.
     Al mismo tiempo, se instala la duda en los mismos temas en los cuales hasta hacía poco tiempo había sólo convicciones firmes e incuestionables. Por ejemplo la actitud hacia el árabe en estas ficciones es decididamente más compleja y polivalente que en la generación anterior. En el año 1968 se publican la novela Mi Mijael, de Amos Oz, y el cuento «Frente a los bosques», de A. B. Yehoshua. En la primera aparecen dos enigmáticos mellizos árabes que pueblan el mundo onírico de la protagonista con una mezcla de miedo y atracción erótica en la que se reflejan sentimientos encontrados y conflictivos frente a la figura que hasta hace tan poco era «el enemigo». En el cuento de Yehoshua, un estudiante crónico se emplea como cuidador de un bosque con la esperanza de aprovechar el aislamiento para escribir un trabajo que debe a la universidad. Allí encuentra a un cuidador estable, un árabe sordomudo con su hija. La dificultad del diálogo, las preguntas acerca de lo que el bosque era antes de ser administrado por las autoridades israelíes, que quedan sin respuestas, van instalando las dudas en el joven estudiante y lo llevan a lugares impensados.
     Estos dos ejemplos, circunscritos a sólo uno de los grandes problemas que caracterizan a la sociedad israelí —el del conflicto árabe-israelí—, revelan uno de los motivos por los cuales la literatura hebrea actual es poderosa y atractiva. Las grandes literaturas se generan en momentos de crisis, de intranquilidad, de búsqueda, de disconformidad. La literatura se alimenta de interrogantes más que de certezas. Cuanto más profunda la crisis, más vital la literatura. El conflicto es uno de los focos de confrontación no sólo con el afuera, es decir, con el mundo árabe circundante, sino con la propia condición israelí y con su identidad. Es probable que no haya en ningún otro lugar del mundo escritores a quienes se les cuestiona el derecho a ser quienes son, en este caso: judíos israelíes.
     El conflicto no es el único foco de crisis y cuestionamiento. La tensión entre la rica tradición judía elaborada en la diáspora y la ambición de generar algo nuevo, que ha llevado a una suerte de confrontación entre lo judío y lo israelí; la consabida actitud solidaria judía a lo largo de siglos frente a una economía capitalista de libre mercado; la actitud históricamente pasiva, respondiendo a estímulos de otros que los persiguen, o los toleran, frente a la posibilidad de generar activamente su propia historia; el enorme peso del Holocausto, el genocidio más grande de la historia moderna: todos estos son aspectos de la conflictividad de la existencia israelí que se manifiestan en su literatura.
     Es por ello singular que durante los últimos años se haya desarrollado en Israel una literatura joven que prescinde del vínculo estrecho con lo judío. Nuevos y excelentes escritores, entre quienes destacan Etgar Keret, Orly Castel-Bloom y Uzi Weil, escriben muchas veces relatos que podrían tener como escenario París, Nueva York o Tel Aviv, en los cuales los temas son la soledad, la enajenación, el absurdo, el sinsentido de la vida actual. De alguna manera, estos escritores constituyen la mayor de las victorias del movimiento sionista, en cuanto éste pretendía convertir al pueblo judío en un pueblo «normal», como los demás pueblos del mundo.
     Todo esto es esquemático, y los escritores no obedecen a esquemas. En cada época ha habido escritores que no responden a la catalogación, han sido lo opuesto, o tan personales que son imposibles de catalogar y, en algunos casos, han anticipado a la generación futura, de manera que han sido redescubiertos por la posteridad.
     Es así que en medio del festival épico de las loas por la creación del Estado, hubo un personalísimo escritor de inclinaciones místicas, preocupado por la condición humana frente al mundo y la divinidad, llamado Pinjás Sadé; u otro, Aharón Appelfeld, cuyos personajes dibujados con exquisita sensibilidad actúan en Europa, con el trasfondo del Holocausto pero sin escribir directamente sobre él.
     Entre quienes anticiparon a la generación posterior, haciendo las veces de bisagra, cabe nombrar a dos muy destacados: el ya mencionado S. Yizhar y el recientemente fallecido Yoram Kaniuk. Yizhar escribió sobre la guerra de 1948 pero de una manera diferente: cuestiona la conducta moral y ética de los propios soldados israelíes, utilizando para ello la contradicción que supone el estado de guerra a los principios morales: ¿debe una persona de principios éticos acatar la orden de trasladar a un simple pastor a un lugar de detención para su interrogatorio, o la de deportar a los habitantes de una aldea árabe? Quizás haya razones que esa persona desconoce, y por lo tanto debe acatar la orden. Pero quizás ese razonamiento no sea más que una excelente excusa para no asumir la debida desobediencia. La duda, las tribulaciones del protagonista de los relatos de Yizhar, maestro de la literatura de introspección, constituyen el elemento disonante respecto a su generación y la puerta de entrada a la que le sigue.
     En cuanto a Kaniuk, es el escritor que instala la ironía, el sarcasmo, en temas que son considerados sagrados. En uno de sus cuentos, por ejemplo, toca el tema de los caídos en la guerra, relatando cómo una persona llega a vivir de perpetuar en libros la memoria de los caídos. En su novela Jimo presenta otro de los temas propios de la guerra: el de los heridos. Pero aquí no hay glorias, se trata de un herido que ha perdido todos sus atributos como persona, y entre sus vendas, que lo tapan por completo, apenas puede pronunciar reiteradamente y con dificultad la palabra «Dispárame», pidiendo que lo maten. Pocos años antes de la muerte de Kaniuk se publicó el libro 1948, sobre la guerra de aquel año y en la cual participó: ahí los soldados son mostrados en toda su vulgaridad, su cotidianidad, su rudeza, su patriotismo, sus miedos, y también su heroísmo.
     La generación actual, los jóvenes de hoy, redescubrieron a Kaniuk, que pasó a ser algo así como un escritor de culto. Es el escritor de la generación anterior que escribe como ellos.
     ¿A dónde va la literatura hebrea? Probablemente continúe unos años más recibiendo influencias y modismos extranjeros, para plasmar las dudas y las contradicciones de una sociedad en formación y en crisis que vive una situación límite en forma constante.

 

 

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