Adiós a Álvaro Mutis / ¡Salve, Maqroll el Gaviero! / Martha L. Canfield

El pasado 22 de septiembre, en la Ciudad de México, donde vivía desde 1956, atendido por su esposa Carmen Miracle, constante y fiel compañera desde los primeros años sesenta, falleció Álvaro Mutis, voz única y punto de referencia fundamental en la literatura contemporánea europea y americana. Creador de un personaje inolvidable por cuanto es extraordinariamente emblemático de las vicisitudes y de la «desesperanza» de nuestros tiempos, Mutis ha perseguido a Maqroll el Gaviero y ha dialogado con él y ha aprendido de él, a la manera de Pirandello o, quizá más todavía, en el signo de su admirado Unamuno. Maqroll recorre, en efecto, la poesía mutisiana desde las primeras composiciones juveniles y, en determinado momento, a mitad de los años ochenta, se configura como protagonista de un ciclo de novelas, dejando para siempre el espacio poético a la voz íntima y personal de su creador. La obra de Mutis nos enseña, nos ilumina y, como todas las grandes obras, no terminará nunca de ser «abierta», en el sentido que auguraba Umberto Eco, y por lo tanto no terminará jamás de revelar nuevos significados ni de sugerir distintos mensajes iluminantes. El hecho de que esta obra haya recibido algunos de los premios internacionales más importantes —el Medicis en Francia, el Grinzane Cavour en Italia, el Cervantes en España— es sólo una prueba más de cuán importante es la herencia que Mutis nos deja. Otra prueba es el hecho de que los estudios críticos dedicados a él constituyen ya una imponente bibliografía.
     El pasado 25 de agosto Álvaro Mutis festejó sus noventa años, y a su casa llegaron muchos amigos, además de sus hijos y sus nietos. Entre los amigos estaba su compatriota y cómplice en tantas aventuras, Gabriel García Márquez. Álvaro logró festejar con alegría su último cumpleaños y solamente pocas semanas más tarde, tras haber contraído un virus que le debilitó el sistema respiratorio, fue internado y pocos días después falleció.
     Álvaro nos ha dejado. El adiós a su persona —a su maravillosa cualidad humana, a su profundo sentido de la amistad, a su humorismo hilarante, a su sabiduría, a su capacidad de sorprenderse y sorprendernos, a su vitalidad, a su joie de vivre—, el adiós a todo esto, por cierto, es definitivo. Pero lo que nos ha dejado queda para siempre, empezando por su compañero de viaje, creatura y creador, personaje que ha sabido buscarlo y encontrarlo, Maqroll el Gaviero.
     Como estudiosa de la obra mutisiana, siempre he querido subrayar que Maqroll no es Mutis, que son muy distintos y que leyéndolos atentamente no es difícil distinguir las dos voces. Como amiga de Mutis he hablado largamente con él de su relación con Maqroll —algunas de estas muchas horas de conversación grabadas han sido publicadas, muchas otras permanecen todavía inéditas—, y en una de ellas me contaba que todas las veces que había querido hacer morir a Maqroll en una de sus narraciones, recibió protestas y lamentaciones de amigos y colegas que no aceptaban en absoluto que Maqroll pudiera morir. Al final parecería que Mutis hubiera empezado a sentir que, si hacía morir a Maqroll, el vacío dejado por su ausencia habría sido insoportable para él mismo. Y agregaba que ya lo único que esperaba era que Maqroll viviera tanto como él. «Sólo con mi muerte podrá morirse él», me decía. Y bien, nosotros, lectores fieles y admiradores de las dos voces tan distintas de un solo gran poeta, la voz mutisiana y la voz maqrolliana, ahora que no podremos escuchar más la voz de Mutis, sabemos —y es un gran consuelo saberlo— que Maqroll no nos dejará jamás.

En tu libro Caravansary (1981), y más precisamente en la composición homónima, hay una serie de fragmentos que constituyen como otras tantas novelas en ciernes, que podrían ser desarrolladas, pero que tú dices que ya se quedaron así, pues no volverías sobre ello. En uno de estos fragmentos se describe a un personaje anónimo que, por lo menos para mí, lectora incansable de Maqroll el Gaviero, es Maqroll. No me cabe duda. Dice, en el fragmento octavo de «Caravansary»: «En Akaba dejó la huella de su mano en la pared de los abrevaderos. En Gdynia se lamentó por haber perdido sus papeles en una riña de taberna, pero no quiso dar su verdadero nombre. En Recife ofreció sus servicios al obispo y terminó robándose una custodia de hojalata». Y luego, esta hazaña digna sólo del Gaviero: «En Abidján curó la lepra tocando a los enfermos con un cetro de utilería y recitando en tagalo una página del memorial de aduanas».
     Bueno, sí, ése es Maqroll y ésas son experiencias esencialmente maqrollianas.

Según como se describe aquí a Maqroll, se diría que surge una especie de personaje sagrado, dentro del cual vive secretamente un dios, insospechado pero existente, un dios imperfecto, un dios menor.
     Es un dios destronado; en el fondo, acuérdate bien, los hombres todos somos dioses destronados. También Lucifer es un dios destronado, de cierta forma. Me parece un hallazgo ver así a Maqroll; nunca lo había yo pensado, pero es evidente que hay en él algo de divino degradado, inclusive en el hecho de no saber cómo es físicamente, cómo fue su niñez, de no tener lugares de referencia, dónde nació; ni sabemos qué espacio cronológico ocupa. Lo que a él le pasa puede suceder en diversas épocas del mundo. Por otro lado, hay algo de taumaturgo en él. Y creo que, en cada libro, hay momentos en donde eso se vuelve evidente.

¿Has leído la novela de Anatole France La rebelión de los ángeles?
     Sí, claro, cómo no, La révolte des anges.

¿Cuándo la leíste, de muchacho? ¿Y qué te pareció?
     Era un libro que tenía mi madre y que a mí me gustó muchísimo.

Después de leerlo, uno no puede desprenderse nunca más de esa idea de los dioses destronados, ¿cierto?
     Es que los dioses que el hombre ha creado a través de su paso por la tierra no están olvidados totalmente, no pueden estarlo; y forman parte de nuestro presente. Y si nuestro presente quiere, como es evidente, reemplazarlos por la razón, por el respeto a la ciencia, por la devoción absoluta al materialismo, entonces estamos matándonos a nosotros mismos. Los dioses no se inventaron en forma gratuita, o para solucionar una situación pasajera; son una invocación de fuerzas que nos trascienden y que en cada momento han tenido un nombre y una evidencia. Y habrá que volver a ellos, no hay otro camino.

No queda otro camino que recuperar lo sagrado del mundo.
     Por cierto. Ahora, vale la pena recordar, respecto a esa condición de Maqroll, que el primer verso que yo escribí es precisamente «Un dios olvidado mira crecer la hierba».

Ese «dios olvidado» siempre me pareció Maqroll. Ahora mismo lo estaba recordando mentalmente y estaba pensando que ese dios era Maqroll, que estaba surgiendo dentro de ti.
     Ése es el nacimiento de Maqroll.

Es su primer asomo, la primera imagen que viene a ti de él, que luego se irá desarrollando. Es el primer aviso que dio de sí mismo: «Un dios olvidado mira crecer la hierba».
     Exacto.

Siempre en esa serie de fragmentos de «Caravansary», hay otro que es fundamental, el número nueve, y, como tú me has confirmado en otro momento, define tu manera de ver el mundo. Dice: «Siempre iremos más lejos que nuestra más secreta esperanza, sólo que en sentido inverso».
     Esa frase es una de ésas que resumen muy concreta y —me atrevo a decir— muy felizmente un carácter de Maqroll y una convicción mía. O sea, toda esperanza —acuérdate que él niega toda orilla— es finalmente un leurre…, un señuelo, que nos ponemos a nosotros mismos, para nada. Porque no tenemos nada que esperar, lo único que podemos esperar es lo que vivamos y la autenticidad con que lo vivamos. Ahí está la clave de una cierta felicidad.      Pero ni vamos a ser mejores, ni hay progreso, ni hemos progresado en nada. Ni en el conocimiento de nosotros mismos hemos avanzado un paso: todo el psicoanálisis está ya en la mitología griega, en forma simbólica, con una fuerza inmensa.

O sea que no esperar nada es la clave de una cierta serenidad, el destino como fracaso de las ilusiones.
     Obviamente, porque una vez obtenida esa convicción se adquiere la serenidad del que sabe que no hay ninguna lucha que enfrentar, nada que ganar, ningún gol que hacer, para decirlo en términos deportivos.

La esperanza, entonces, como causa del ansia y del dolor: «diuturna enfermedad de la esperanza», la llamaba Sor Juana; y estoy segura de que te acuerdas de los versos de Vallejo: «Hasta cuándo estaremos esperando lo que no se nos debe…».
     Por cierto, versos inmortales, de Los heraldos negros.

Sí, es el comienzo de «La cena miserable». Muchas veces me parece que tú representas el mundo como si fuera una especie de teatro desarmado, de cuyo escenario han desaparecido los ritos, o se ha perdido la memoria del rito.
     Claro que sí. El instante en que eso sucedió está consagrado por la historia, es el instante en que la gente que hace la Revolución Francesa reemplaza a Dios por la diosa Razón. Mayor locura no se le había ocurrido nunca al hombre: pensar que su razón, que es tal vez el instrumento más endeble que tiene y que más se equivoca y más cae en trampas, sea el dios al que haya que rendirle tributo y que de allí se derive toda verdad. Eso es falso, y es la razón del horror que estamos viviendo, el haber entrado en ese túnel y confiar ciegamente en la ciencia, en el progreso, pensar que seremos mejores. No somos ni mejores ni peores, somos los mismos; si hemos acabado en Hiroshima y en Buchenwald, no hemos dado un paso adelante.

Sin embargo, se conserva en el hombre como una nostalgia del recuerdo de estos antiguos ritos.
     Desde luego, porque los ritos eran propiciatorios y le daban al hombre una relación mucho más sana, más de acuerdo con su destino, y que le creaba en parte la idea de un paraíso. Eran la invocación de ciertos aspectos de ese paraíso. Yo he sido un admirador y un ferviente seguidor de todo rito. Eliminar lo ritual, que ha sido la característica de esta época siniestra, nos va a costar probablemente la existencia del mundo. Estoy seguro. Es decir, si somos capaces de destruir selvas enteras y actuamos contra el árbol —que es una manifestación de la vida de una sabiduría y una belleza infinitas—, si somos capaces de atentar contra lo vegetal… pues estamos muy mal. Antes lo que se hacía era bendecir los árboles, rendirles tributo y crear un dios que los cuidara. Eran ritos propiciatorios y la palabra misma lo dice: propiciaban nuestra relación con el mundo. Hoy día no tenemos nada con qué propiciar esa relación, que se ha despedazado.

Lo que queda es una nostalgia de ritos que ya no recordamos, y una gran tristeza.
     ¡Una tristeza terrible! Y una culpa.

Por eso es recurrente en ti esta imagen de ritos olvidados, que puede aludir a cualquier situación pasada, no importa de qué época o civilización. Incluso puede aludir a relaciones con dioses de muy distinto tipo, como los dioses del mundo egipcio y del mundo griego, entre los cuales hay una diferencia enorme.
     Sin duda, pero todos ellos delegaron con mayor o menor certeza su destino en los dioses. Los egipcios, de forma ciega y entregándose a un mundo que era la muerte, que era la desaparición del individuo. Los griegos, al crear el diálogo y al crear ese mundo dorado de la filosofía y de la tragedia, que es la representación en los estrados del teatro del destino del hombre, crean unos dioses a la imagen del hombre. Eso es de una inteligencia extraordinaria, porque repiten, ya en seres de conducta y forma humana, todos los pasos del destino del hombre sobre la tierra. Y a esos dioses, que realmente son hombres, les delegan la decisión. Pero lo que los griegos cumplían, hay que acordarse muy bien, no era una ciega obediencia a esos dioses, sino una ritualidad que creaba y certificaba el vínculo de ellos con dioses que eran su propia creación.

¿Quieres decirme que no anulaban la voluntad sino que la trascendían?
     No anulaban la voluntad, la delegaban en seres que tenían conducta humana y tenían caídas, pero de todos modos la delegaban en ellos como imágenes arquetípicas trascendentes.

En esa nostalgia de ritos pasados a veces mencionas a las mujeres como las mejor destinadas a oficiar estos ritos. Es como si existiera en ti la idea de un antiguo matriarcado, que debió regir el mundo. O que algo se mantiene de esa antigua relación entre el hombre y la Naturaleza a través de la mujer.
     A mí, entre otras cosas, me ha parecido siempre, desde muy niño, que la relación de la mujer —que es quien transmite la especie— con la Naturaleza y con las fuerzas ocultas o evidentes y conocidas de la Naturaleza, es muchísimo más profunda que la del hombre. La relación de la mujer es más directa, más eficaz y más certera. A mí me parece muy lógico que hayan existido sacerdotisas, pitonisas y, en general, imágenes femeninas vinculadas al mundo religioso. Lo vemos en los romanos —las vestales, por ejemplo—, o en los celtas; y siempre he comprobado que la mujer sabe más que el hombre, está más cerca de la tierra misma. El conocimiento que ella tiene del mundo que la rodea y de la Naturaleza es muchísimo más directo y veraz que el que tiene el hombre. Cuando una mujer ve una flor está viendo muchas más cosas que las que ve un hombre. Cuando una mujer ve un animal y trata de ayudarlo o de comunicarse con él, cuando está con un niño, o con su propio hijo, es mucho más directa. Respecto del hijo sabe estar más cerca y sabe más que el padre. El primer gesto del niño lo interpreta de subconsciente a subconsciente, en una comunicación profunda; y lo mismo pasa en la relación que tiene con la Naturaleza. Por eso cuando una mujer te dice: Esto no me gusta, esta situación o esta persona no me gustan, hay que oírla. Aun más, aunque estuviera movida por impulsos egoístas o condicionada por cualquier interés, su primera intuición es absolutamente atendible y hay que tenerla en cuenta.

Por eso dice el Gaviero que las mujeres no mienten jamás, porque en lo que dicen hay siempre una verdad profunda.
     Así es. El Gaviero lo dijo antes que yo.

 

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